sábado, 12 de octubre de 2019
Normandía
+ Después de planear el viaje durante más de cinco meses, llegamos a Beauvais-Tillé, eecogimos el coche alquilado y nos encaminamos hacia Caen. Una fina lluvia perlaba el parabrisas, nos recogíamos en la conversación y en la música que se derramaba desde la emisora, Radio Nostalgie. Canciones de un mundo que ya no existe, las canciones de nuestra juventud. Ascendían recuerdos que no perdura porque el aire flota esa emoción que trasciende el débil impacto de lo previsto. El paisaje normando respondía a lo esperado, pero con una delicada amplificación, ese hiato que se establece entre la foto y la realidad. Allí descansaba la acumulación de recuerdos a lo largo de los años, un poso, una resurrección: el Monte Saint-Michel, la batalla de Normandía, Madame Bovary (…) Al mismo tiempo, se hacían presentes lecturas más recientes, en ellas reconocía mi fascinación por el paisaje y el clima: llovía y en el cielo se abrían claros, esas nubes bajas con algo propio de las aves, con su vida más allá de mi fascinación por la pintura y la fotografía.
+ Es de noche y llueve en Normandía. Pensé en Gaz Coombes, en Supergrass, en su disco Road to Rouen. Hay alineaciones que resultan propicias para el dibujo y el arabesco, alineaciones que nos hablan de nuestros gustos, donde se explica esa tendencia a la melancolía y a una elegante tristeza. ¿Somos nosotros? Como si escuchase otra vez el disco de Road to Rouen, como si fuese la primera vez que lo escuchase. En tantas ocasiones las canciones nos sirven para elaborar una narración, la narración necesaria: adornan nuestros pensamientos y nuestra idea del paisaje con insinuaciones e indicios. Los indicios establecen balizas, nos abandonamos en ellas como el dipsómano se abandona en la ebriedad. Llueve en Normandía.
+ [El Monte Saint-Michel]. Ya lo dije anteriormente, el Monte Saint-Michel era un lugar mágico en mi infancia, en mi adolescencia. Pleno de misterio y grandioso, incomprensible. Recuerdo haber visto la foto en una revista, recuerdo quedar impresionado y no saber nada del lugar, recuerdo cómo durante años indagué sin ningún tipo de sistema, pero llegué al núcleo de mi investigación, por casualidad: El Monte Saint-Michel estaba en Francia, en Normandía, aunque en un principio yo pensé que su localización era Bretaña (tan próxima está, pues el Monte está casi en la frontera entre las dos regiones). Ahí comenzó un hilo que llegó hasta la visita al propio Monte. Me parecía imposible llegar, era como traspasar un espejo, la puerta que nos separa de los sueños, pero llegué. Llegué y no me vi decepcionado. Me emocionó contemplar a diez kilómetros su perfil sobre los prados, su aguja, su contundente figura en el paisaje, contra el cielo gris: como una bandera: gris en lo alto, verde en la parte baja, el escudo en el centro (el propio Monte). Una bandera a la que sumarse porque es la bandera que nos engancha a las fascinaciones de la infancia, de la adolescencia. Una bandera sin más ambición que dormir y reencontrarnos con lo que constituye como sujetos atrapados por la lírica y la narración.
+ [Caen]: Noche, luz pálida, jóvenes que beben y ríen; mujeres en sus cincuenta: hermosas, ligeras, sin maquillaje; la transparencia del agua con gas y el hermoso vaso que la contiene: un cono truncado, la burbujas ascienden y, también, son hermosas; hay música; la nostalgia: ¿nostalgia, nostalgia de qué?; la mano de C. es hermosa, sus ordenados dedos, el color de sus uñas, el cristal de su piel, levemente azulada, un azul imperceptible, salvo para mí; sí, es Caen, la noche, el brillo de las farolas, en el centro de la plaza un hombre trata de dormir: los mendigos nos recuerdan que también estamos desposeídos, no puedo juzgar, me resulta imposible; disparo una foto y la misma foto constata su incapacidad para atrapar el momento: la intención es otra: obtener un algo abstracto: no lo consigo: borro la foto. Caen, la Baja Normandía, dormimos plácidamente. Hacia Bayeux, en Bayeux y su Tapiz pensamos. La noche nos arropa.
+ [Bayeux] El Tapiz de Bayeux, en primer lugar, no es un tapiz sino un bordado. Asomarse a más de mil años de historia es toda una lección sobre el ser humano [todo hay que decirlo: está reconstruido y hay partes que no se corresponden con el original, pero ese es otro tema, porque, realmente, cuando vemos el tapiz nos asomamos a mil años de historia y creemos ver lo que otros vieron y nos equivocamos, esa es la lección: ningún hombre puede ver lo que otro ha visto, aunque se trate del mismo objeto]. Una lección, repito, sobre el ser humano, sobre su necesidad de narraciones, tanto recreativas como propagandísticas. Según explica la audioguía, y que yo ya había supuesto, la función era trasladar a los que no sabían leer la gesta de Guillermo el Conquistador. Ante su eficaz maquinaria narrativa no debe uno dejarse llevar por una cierta idea, errónea, de ingenuidad. Es un instrumento bien afinado y con los detalles donde deben de estar los detalles, funcionales y efectivos. Lo vimos y nos sorprendió. Su presencia nos acompañó el resto del día, cuando nos acercamos a la melancólicas playas del desembarco, cuando visitamos los cementerios. Todas las guerras se hermanan en estas muertes absurdas: todos los muertos en la guerras son adolescentes que ni desean el combate ni comparten sus razones, pero está ahí.
+ [El desembarco, los cementerios]. Caminamos entre las tumbas, leemos las lápidas, nos emocionamos; repito: recuerdo haber oído en alguna ocasión que en la guerra, mayormente, sólo mueren adolescentes y jóvenes. Sí, es cierto. Lo hemos comprobado. Yo ya no soy joven y contemplo los testimonios de todas esas vidas perdidas, yacentes, no menos yacentes que tantas otras en tantos otros lugares, pero ahora estamos aquí y el paisaje condiciona, el silencio, algunos escolares que, a lo lejos caminan, sonrientes por los senderos que orlan las tumbas, las cruces tan blancas de mármol en el cementerio americano, los ancianos alemanes en el sobrio cementerio germano [en un panel se puede leer: no era su combate, tampoco sus razones, antes lo anoté, ahora repito la anotación porque me parece definitiva, incontestable, una afirmación que se puede o se debe trasladar a cualquier guerra, a cualquier confrontación].
+ Siempre son jóvenes los que mueren en la batalla porque si tuviesen más edad se opondrían a las órdenes, se negarían a morir porque ya sabrían que morir sólo conduce a la nada más absoluta. Sólo los adolescentes son eternos, en ello confían y por ello mueren sin casi dase cuenta.
+ [Honfleur] Yo nací cien años y dos días después que Erik Satie. Erik Satie nació en Honfleur, yo no. Escucho las Gymnopédies y recuerdo el horizonte del Canal de la Mancha. No llueve, pero presiento la lluvia Nací cien años dos días después que Erik Satie.
+ [Rouen]: la catedral y su perfil contra el cielo, el recuerdo de Emma, su acelerada vitalidad, ese nerviosismo, el sexo, la pasión, el adulterio, las novelas terminan por ser un veneno. Las calle de Rouen. Las mujeres con las compras del día, la tienda de quesos, la terraza vacía, donde tomamos agua y unos bocadillos de jamón y lechuga, casi sin aliño, casi sin sal. En Rouen no llovió pero la lluvia palpitaba en cada paso dado. Vivimos a Fígaro y él nos reconoció, tan viejos somos ya los tres. La música de Rossini es magia y medicina, nos alegró [ahora pongo la obertura del Barbero de Sevilla]. Me fijé con detalle en los rostros de los otros asistentes a la representación, Fígaro volaba entre ellos y había una cínica comprensión de la ciudad y sus afanes, tengo por cierto que cada rostro se debe a una biografía, con detalle se muestra el tránsito: grandezas y miserias. Camisa blanca, gafas de pasta, el pelo levemente ondulado, pero totalmente blanco. Una mujer me preguntó si era italiano, le dije que no, que español, pareció decepcionada, aunque, finalmente, se rio porque yo le dije que aunque era algo parecido también era distinto: me gusta improvisar y si me dan la oportunidad improviso. Salimos a la calle y había gente en los bares, se reían y alzaban las copas, como si fuesen a brindar, pero no brindaban. Un potente Tesla cruzó la avenida. Ascendimos y allí estaba la estatua de Napoleón [me pareció que no respetaba las proporciones, esto le daba el aspecto de un muñeco subido a un caballo de juguete, tal vez era de eso de lo que se buscaba, quién sabe]. Llegamos a casa y el sueño nos atrapó súbitamente, casi había que regresar: debería conducir al día siguiente hasta Beauvais, para volver a dormir, para coger el avión. Antes queríamos visitar el que pudo ser el pueblo de Emma, Ry. ¿Qué hay de cierto en ello?
+ [Sobre Flaubert y la no visita a su estudio]. «Littérature: Occupation des oisifs», Gustave Flaubert, Le Dictionnaire des idées reçues. No llegamos a estar ni siquiera cerca del estudio de Flaubert. Emprendimos el camino a Ry y no visitamos la Croisset. Queda pendiente, como un talismán que nos obligará a regresar a Normandía, a Rouen, al Pais de Caux.
+Mme. Bovary: Rouen: Catedral, Ry: la distancia a Rouen y el pueblo en sí; comida en una brasserie de Ry, la tumba de Delphine. ¿Qué perseguimos cuando perseguimos a un fantasma? En esto no consistía el desvío hacia Ry: ver si el pueblo se correspondía con el pueblo de la ficción; visitar la tumba de Delphine Delamare, la mujer que, supuestamente, inspiró Madame Bovary. Allí estaba la tumba, la iglesia, tan siniestra, la calle, un pueblo que no me pareció desagradable. La comida fue correcta y la cuenta aceptable, había algo de Emma en aquel comedor tan convencional, en los manteles y los cubiertos, en los cuchillos y en el postre: crême brûlée. Emma cruzó inesperadamente el comedor. Un fantasma, la bruma, el recorte de las copas de las coníferas contra el cielo gris.
+ [Flaubert y nuestra vocación: el trabajo]. En el avión, de regreso, continúo con la lectura de los ensayos de Roland Barthes, me entretengo sobre el que trata sobre Flaubert, sobre la razón de su escritura, que descansa más en una viciosa entrega al trabajo que en la publicación en sí misma. En este ámbito, me reconozco, me veo reflejado en las largas y solitarias jornadas que toda escritura implica, en su osada vaporización de lo tangible, en esa traducción de la estructura previa a la densidad de la prosa, que asesina toda posibilidad de distinguir el fondo (?) de la forma (?).
+ [Moving, just keep moving]: Me dediqué durante casi una hora y media a escuchar canciones de Supergrass, una totalidad de invocaciones y evocaciones. Moverse, simplemente mantener el movimiento. Esa es la idea: continuar hacia el destino y, luego, concretar una nueva meta; y así.
+ Volví a buscar el cómic de Posy Simmonds Gemma Bovery. (ese intencionadísimo paralelismo con la novela de Flaubert). Abrí el cómic y seguí los dibujos y el texto, recordé algunas casas al borde de la carretera, mientras cruzábamos el Pais de Caux. Volví a buscar el tomo de Fenández-Mallo La trilogía de la guerra y leí sobre Honfleur, cuando ya Honfleur es mucho más que un nombre en una página de una novela. Así, ahora que escucho, otra vez, a Erik Satie, todo desparece y hay un instante en que un reflejo de eternidad que nos hace confiar en el poder de la lectura, de la música, de la pintura. Volví a los cuadros de Monet y a un extraño retrato que hizo Marcel Duchamp de un doctor (Duchamp tenía 21 años). Cinco días en Normandía, que han cristalizado: son narración, que no es algo inferior.
+ Tengo ganas de comentar todo esto con E., contrastar pareceres sobre los viajes y la lectura, la novela como vehículo de conocimiento, pero todavía es pronto; E. está muy ocupada y no vendrá hasta pasado, quizá, un mes. La conversación madura en silencio mientras suenan las Gymnopédies.
+ Imagen: cuatro fotos: 1. El Monte Saint-Michel a una distancia de casi diez kilométricos; 2. El cementerio alemán de La Cambe; 3. Honfleur; 4. La placa de un timbre destartaldo, en una pared de lo que fue una vivienda, en Ry. La suma de las cuatro fotos representa lo que del viaje retengo ahora que eligo las imágenes que ilustran la entrada: nostalgia. La nostalgia es el deseo de regresar a la patria. ¿Patria? La lectura, el tranquilo descanso de un domir merecido, el paisaje con el que soñar.



