sábado, 19 de octubre de 2019

Vapor


Sanxenxo


+ [O que arde]. Llevaba mucho tiempo sin ir al cine y tenía muchas ganas de ver la película. O que arde. Fui solo y no había mucha gente en la sala. Me pareció absurdo ver a dos parejas con grandes paquetes de palomitas, que olían a grasa o a mantequilla: me había olvidado de esas cosas. Se hizo la oscuridad en la sala y nos ofrecieron unos adelantos, que no me interesaron mucho, de los que sólo puedo rescatar unas imágenes de Londres, del metro de Londres, de South Bank. Lo sé.  Un momento idóneo para ver una película que deseaba ver, con  ilusión y en la soledad en el cine. Comenzó y desde el primer momento la película me cautivó: el paisaje, los actores, el delicado fluir de la narración. Poderosamente me llamó la atención la filmación del incendio. Recuerdo, cuando hice el servicio militar, haber asistido a un incendio, tener que meterme con otros cinco soldados por un camino y vernos sorprendidos por el fuego. Recuerdo esa respiración del fuego, palabras que pronunciaba y yo a penas comprendía, pero, sí, hablaba: era el miedo el que hablaba. Me sorprendió cómo se había capturado la esencia del fuego, del incendio. Resulta agradable no equivocarse. Sin embargo, el final me decepcionó, me dejó perplejo el corte abrupto de la narración, sin una solución más allá de un final abierto. Hubo algo que me hizo encontrar mal después de leer las críticas sobre la película. Nadie incidía sobre el final fallido. ¿Quién se equivocaba, yo o los críticos, yo o todos los que habían visto la película, yo o los otros espectadores de la sala, que religiosamente asistieron al pase de los créditos? Nadie se equivoca, pero sí hay algo que se pone en claro: he envejecido y mi forma de entender la narración se aleja de una idea postmoderna, la idea de lo inconsistente, un algo que caracteriza el momento en que vivimos. Yo no entendí porque para mí resulta ajena esa naturaleza abierta.

+ La película vista, en tanto que división del conjunto en una clara bimembridad opuesta. En un primer momento, la contemplación, en un segundo, el incendio y la resolución. Calma / incendio. No carece de importancia la clasificación.

+  «Le cerveau parfaitement vide» Michel Houellebecq, La carte et le territoire, p. 25, ed. J’ai lu. El libro de bolsillo lo compré en Bayeux. Casi sin querer he comenzado a leer el libro otra vez, si lo llego a terminar será  la tercera lectura, en esta ocasión: en francés. Michel gana mucho en francés, muchísimo.

+ Comienza la semana y se aproxima el viaje a Madrid. Veré, un año más, a K. Son muchos años ya. El tiempo no es una acumulación, el tiempo no existe, salvo en las agendas y en los relojes, sin ellos no tendría sentido. Pero ahí está el tiempo, condicionante de nuestro discurrir, ordenancista de nuestra vida. Madrid me espera. Serán días para pasear y charlar. Sin embargo, el viaje en sí mismo, me produce pereza: los aeropuertos, el metro, la acumulación de soledad no deseada: esperas, largas esperas.

+ Hoy comienza el otoño. Ha bajado la temperatura y llueve con intensidad, más tarde el cielo abre, el cielo se muestra limpio y las nubes están dibujadas con precisión. El dibujo de las nubes me inspira, se trata de esa luz tan lavada, que otorga exactitud y firmeza al paisaje. Me detengo en la contemplación de las masas arbóreas, en la cresta de una montaña, en los perfiles de las casas esparcidas por el paisaje. Suena Erik Satie en la emisora de música clásica. Recuerdo el reciente viaje a Normandía, su filiación literaria, que parece germinar. Fueron cinco días en Normandía y el otoño todavía no había comenzado. Ahora, aquí y ahora, veo los erizos de las castañas sobre el suelo: me sorprenden. Un verde intenso, esféricos, perfectos, limpios, tan cercanos y tan carentes de preguntas y explicaciones. Me gusta dejarme en esa soledad, en lo inefable que tiene la naturaleza, pero debo volver a las tareas. Retomo la conducción y Erik Satie se ha desvanecido. Yo soy otro, a cada momento cambio, aunque se mantenga el principio rector. La ceniza de los días, ese rescoldo. Otoño.

+ Un poco de Chet Baker. Su sonido me lleve a los años de post-adolescencia, cuando leía con tanto interés Rayuela. Aquel imaginado París, que todavía vibra en mis ilusiones, en ese censo de luces. Francia es algo más que un destino turístico. No sé, la trompeta desgrana paisajes urbanos a media tarde, entre la niebla y el sabor del anís y el tabaco, todo se transforma en una lírica tan próxima a la adolescencia. Ahora lo sé: no me equivocaba. ¿París? Hay algo que encuentro en Francia que se une a una suerte de fascinación por la lírica que más tarde encontré en los escritores franceses. Algo que apareció en Michel Houellebecq, como una revelación. Ese es uno de los haces temáticos del viaje recién terminado. ¿Viaje o turismo? ¿Turismo cultural? Chet Baker desgrana la melodía y vuelvo a las carreteras rurales, con la conducción lenta y la compañía de C., su voz y su presencia. Todavía late la sensación.

+ Comencé a leer La carte et le territoire y no puedo dejar de leer la novela de Houellebecq. Si termino la novela, será la tercera vez que la leo. No es poca cosa.

+ En la radio escucho historias de niños perdidos en el bosque. Asusta. Los peligros del bosque, sus dimensiones, la irrelevancia de lo humano ante la naturaleza. Especialmente débil ante la naturaleza el niño. Como una película, como un fragmento de una narración, desde ahí entiendo lo que cuenta un hombre: vio desaparecer a un compañero de clase en el bosque, un niño que no volvió; el hombre dice que el recuerdo le ha acompañado toda la vida, le ha hecho pensar mucho, ha soñado con el episodio, la incertidumbre y el miedo; el niño nunca apareció. No hay explicaciones. Como la imposibilidad del sonido en el vacío absoluto, una enseñanza nos recubre y no sabemos qué decir, salvo ese mismo silencio.

+ La tristeza que llega el jueves por la tarde, mientras regreso de mis obligaciones en la biblioteca (buscar libros, devolver libros, recoger libros). Me encuentro con un viejo amigo. Hablamos de personas del pasado y eso es una contabilidad, no hay otra. Llegamos a un punto que me relata como es la vida de alguien que hace tiempo que no sé nada. Se ha ido a vivir con sus padres, lo ha dejado con su novia, no tiene trabajo. Yo lo he visto por la ciudad en bicicleta, con un aire fantasmal. El tiempo es un implacable tirano. Entiendo como la vida trabaja nuestro aspecto y nos arroja un rostro indeseado: cincuenta años y ayer eras casi un adolescente. Hay un momento en que resulta necesario no analizar ni valorar las circunstancia, la distancia y la ataraxia es la única posibilidad. Regreso a casa después tomar el café y escuchar las razones del tiempo y la suerte. La Fortuna, la diosa varia, que hoy hace que estés en lo alto de la rueda, mañana en lo más bajo. Me siento afortunado y esto me impide escribir. La escritura, ay.

+ La constante necesidad de calma termina por definirme: mi madriguera, mi reflejo en la rutina diaria, el pasado como la marea: arroja los restos del naufragio, pero evito entrar en su trampa, con éxito. Es viernes y queda en suspenso la evaluación, el trabajo por la mañana, la investigación por la tarde, el sueño reparador y ganado a pulso con el esfuerzo del día en la noche. Sin sueños, en mi madriguera.

+ Imagen:  el sábado, C. y yo paseamos. La cabina del socorrista se convierte en motivo fotográfico por un ejercicio que trata de romper un cierto automatismo. Es de noche, otoño, la cabina permanece cerrada y ajena a su función, a la espera de otro verano, la iluminan con demasiada intensidad las farolas del paseo. Lo recojo, pero renuncio a establecer una interpretación porque sólo me interesa la imagen en sí.