sábado, 20 de julio de 2019

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Lisboa


+ Paseo por la playa. Un furgón grande con la música alta, sinuosa, rimada: ¿Bad Gayl, Open The Door? Una pareja; beisbolera, tatuajes, anillos, un atardecer acrílico, todos los edificios del fondo, los árboles, la música se detiene y recomienza. Es el siglo XXI, la muerte de las guitarras eléctricas [tampoco hay porque exagerar]. Un poema al borde del mar. Un castillo de arena: reyes que en la mano tienen una llama. El ritmo fantástico del mar, indolente e indiferente: qué son los humanos, ni siquiera se pregunta. Lo sé, soy un observador y cada día que pasa más profundizo en mi condición, me agrada y me aporta un extraño placer. El paseo por la playa cumplimenta los meandros de la semana, pero no va hacia ningún lugar: hablar, un helado, el salitre y la brisa. Volvemos a pasar junto a la furgoneta, sigue el trap. Los observo: son tan fotográficos, es su momento, su tiempo, el tiempo de acción. Contemplar la puesta de sol, el día se ha terminado y hay que conducir para regresar a casa. Lo visto palpita como el sueño palpita tras el despertar.

+ [Un jueves libre, un jueves festivo]. Lejos de las obligaciones laborales, he estado casi todo el día en casa. Hace calor y el verano es un hecho. Acabo de ducharme y pronto saldré a pasear con C. y E. Está bien. Durante el día, a ratos, escribí en mi la libreta de notas electrónica de mi proyecto, tomé café [¿en exceso?] y leí, a ratos también, algunas páginas de Gemma Bovery. Dejo la reflexión sobre su lectura para otro momento y me planteo la idea de Normandía. Veo que la tendencia a Normandía es muy literaria, como lo fue nuestro viaje a Nápoles. La unión de viaje [o si se prefiere turismo, que el término no me desagrada y creo que compone una configuración de nuestro particular momento histórico] y literatura logra un equilibrio adecuado, al que se une el paisaje, la gastronomía y los idiomas.

+ Todo se desmorona mientras los gatos permanecen ajenos. Ésta es la única actitud aceptable. Eso dijo y yo la escuché, sin asentir ni disentir. Entendía que deseaba mostrar un aliento poético, una inspiración más grande lo posible o lo probable [no sé] y se calló. Pensé en cómo ciertas personas se constituyen en escritores y este proceso es el proceso que va de larva a otro insecto: la necesidad de agradar a quien puede dar el necesario dinero. Nada dije, por no violentar aquella vocación. La transparencia no es un virtud. Yo soy un observador, simplemente, terminé por decir. Ella volvió a hablar de gatos, de Juan Ramón Jiménez y de una vacaciones en el Sur de Portugal cuando era niña. Su voz de desvanecía y yo debía regresar al estudio, ya sólo escuchaba la música que me aísla del mundo, la música de un órgano un tanto mecánico y ventoso. La tarde es la tarde del sol y el calor: me desagrada. Nada puedo hacer. Nos desvanecemos ante la indiferencia gatuna.

+ [La utilidad de las novelas] ¿Puedo hacerte una pregunta? Sí, por supuesto. ¿Sirve para algo leer novelas? Sin duda alguna, a mí la lectura de Madame Bovary me sirvió para tener un horrible y paralizante miedo a contraer deudas, hasta ahora me ha resultado de gran utilidad tener presente el desagraciado final de Emma, que sobre todo se debe a la acción de las deudas, el peso del dinero contra la persona. No supe que decir, hablaba en serio o era ironía; con todo, el poso de verdad permanece: la muerte a la que Emma se precipita se debe a las deudas contraídas, de no haber deudas, Emma no se hubiese suicidado.

+ Debo hacer dos recados en el centro de la ciudad. Camino con una cierta prisa, quiero regresar pronto al estudio. Las calles están llenas de gentes y son las once y media de la mañana. Después de recorrer algunas tiendas de ropa me doy por vencido. Subo una calle, bajo otra y me estoy en una plaza: no conozco su nombre. Me paro. Ya son las doce menos cuarto, no me gusta perder el tiempo o, mejor, el tiempo si lo pierdo es con una cierta planificación [aunque parezca paradójico me gusta que lo cotidiano encaje en la cuadrícula que previamente he programado, en fin: manías sin consistencia]. Cuando guardé mi vetusto teléfono en el bolsillo los vi. Caminaban rápido. Ella tenía un aspecto extraño: el pelo rizo, ya totalmente blanco y alborotado, muy alborotado, gafas de sol grandes. Él estaba muy delgado y se había dejado barba, una barba espesa, el pelo muy corto. Observé, desde la distancia, su caminar acelerado y los vi desaparecer. Sentí que el tiempo había pasado, sentí que el tiempo es un tirano implacable. Eran personas de una cierta edad, como yo, los sentí como extraños cuando tiempo atrás eran mis amigos: cuánto tiempo hacía que no los veía. Un día le llamé por teléfono y no me devolvió la llamada. C. lo atribuyó a un cambio de terminal, a la pérdida de mi número y a la costumbre, muy extendida, de no devolver las llamadas a números desconocidos. No sé. C. tiene razón, pero aquel día se desvaneció algo, como si se culminase un proceso. Así, los vi por la calle y me parecieron extraños, una pareja de señores que caminan por las calles de una provincia sin mucha importancia. ¿Y yo? Yo me sentí mal porque el paso del tiempo sólo aporta dolor, un dolor sordo, un zumbido que nos habla de nuestra caducidad, de lo banal que resulta toda empresa humana, de la muerte y su triunfo. Lo dejé a un lado, terminé mis recados y regresé al estudio: el siglo XVII, un lugar del que nunca debí de salir, al menos este sábado.

+ La tarde de este mismo sábado fue tormentosa, en su literalidad: calor, lo eléctrico del aire, el ambiente y su espesor, lluvia pesada: gotas gruesas contra el asfalto y el hormigón. Salimos a las siete con rumbo a Vigo, como hacemos tantos sábados. Qué gustos, me digo, tan poco sofisticados: tiendas, librerías y algo de comer, también cerveza 0/0. La realidad de nuestros descansos: charlar, comentar prendas y leer fragmentos de libros que no vamos a comprar. En una de estas conversaciones le conté a C.  el no-encuentro que había tenido por la mañana. Ella es más sensata que yo y dijo que hay un proceso en que los amigos se convierten en conocidos y los conocidos en extraños. Sí, es la propia falta de permanencia que todo tiene. ¿Son las mismas personas que vimos que aquéllas con las que conversábamos en el pasado? No, de ninguna manera. Nadie lee dos veces el mismo libro, porque, fundamentalmente, uno no es el mismo: ese imposible. Seguimos con nuestro periplo y fuimos a pasear a la playa, cuando ya casi no hay nadie, cuando cae la noche. Por el damero de baldosas del paseo se deslizaban patinadores, corrían alegres perros y algunos adolescentes se besaban con verdadera pasión, entrecruzando sus cuerpos como sólo se puede hacer a esa edad. Se acercaba la hora de regresar y nos dijimos que sí, que el día había sido provechoso, a pesar de todo: el aburrimiento, la tarea y los desencuentros con aquél que fui  en el pasado.

+ He terminado de leer Gemma Bovery. Finalmente, el cómic me ha parecido un brillante ejercicio. ¿Es malo que una narración sea un ejercicio, que no vaya un poco más allá con una intención más nuclearmente artística? No lo creo, porque desconfío de las intenciones que buscan la esencia sin más. La evaluación es variable: lo que fue un chiste hoy es un ejemplo a seguir. En esta línea, nada permanece, todo es cambio. El cambio es la característica principal de la vida, de lo biológico y de lo social. Partir de Madame Bovary resulta todo un desafío y Posy Simmons lo salva con mucha habilidad, con una sugerencia que es más que una narración, que puede se entender como una lectura de la novela de Flaubert. La historia en apariencia hace que las coincidencias ocupen un papel destacado: los nombres del matrimonio, el aburrimiento de la esposa, los amantes, las deudas, la muerte de Gemma [que rompe la equiparación con la novela de Flaubert.  Pero el protagonismo, en mi opinión, es la posibilidad misma de utilizar el material, su recreación o reciclaje. COn todo, entre todos los elementos novedosos, me llama la atención la presencia del panadero, el que lee el diario de Gemma, el que lleva el hilo de la narración; ese desplazamiento de la voz que cuenta: ahí difiere de Madame Bovary, pues el relato de Emma viene a través del frío y exacto narrador constituido en el estilo indirecto libre; en Gemma Bovery estamos ante una primera persona que lee, con inigualable deslealtad, el diario de la protagonista. Un punto más a su favor, la lectura ha sido una práctica de la lengua inglesa, con las entreveradas frases en francés, y, al mismo tiempo, una reflexión sobre la narración, sobre Madame Bovary, sobre el hecho mismo de leer. Ahora descansa en una balda, junto a olvidados manuales de guitarra. ¿Lo recuperaré? Esa pregunta flota en el aire y se desvanece según las obligaciones imponen su rutina.

+ Gemma Bovery invita a continuar otros álbumes de P. Simmons. No sé. No hay mucho tiempo.

+ Imagen: el punto de vista abstrae lo real, lo que por real podemos entender: en un determinado momento.