sábado, 22 de junio de 2019
Desnivel
+ [Un corte de energía eléctrica, sin luz; notas que paso a limpio después de unos cuantos años]: «Sobre un desmonte se eleva el triángulo de una fachada, donde dormita el tejado. Hay una luz hiriente en la oscura y esponjosa noche. Llueve sin ritmo. Coches que bajan la cuesta, prudentes, lentos y brillantes como el charol del que se juega lo que ya no tiene. Libros, chocolate y café. En otro tiempo tendía un pequeño tesoro de cigarrillos, hoy es sólo un recuerdo con el mismo valor que tiene un sueño entrevisto.»
+ No recuerdo cuándo escribí esta nota, que carece de fecha. Me vale para balizar la entrada presente. Hay algo que permanece y según escribo aquí parece que yo lo entendiese, pero sólo es un espejismo, un fenómeno que no se concreta aunque palpite sin cesar. Es un reflejo de mi vida, la escritura. ¿Confesión, terapia, ejercicio; o la suma de los tres momentos? Escribo y me detengo.
+ Hay algo que percibo: es un coche nuevo, muy nuevo, y va a una velocidad excesivamente moderada (¿es posible esta adjetivación, este oxímoron?). Observo. Me doy cuenta de que el conductor deja a un lado cierta prevención y decide que es el momento de comenzar a elevar la velocidad. El conductor comienza a descubrir las posibilidades del motor y de todas la palancas que lo gestionan (tanto mecánicas como informáticas). Lo sé, el conductor nunca volverá a tener esa sensación con este coche, ya que, en realidad, lo que se ha iniciado es un proceso de automatización. Es decir, el coche ha comenzado a envejecer. ¿Hasta dónde se puede extender la apreciación? ¿Una lectura, una persona, una ciudad? La esencia del viaje es reproducir la sensación lo nunca hecho, como el coche: la posibilidad de la potencia. Hoy es lunes, 6:28, es hora de recoger (= apagar el ordenador) y lanzarse a la carretera para comenzar la jornada laboral. Pensaré en lo escrito.
+ Mantengo en la bandeja del gestor de correo electrónico un correo que me envié yo a mí mismo. El único contenido es su título: Jean Dézert. Yo no sabía de su existencia, pero en un paseo por la rive gauche del Garona había unos versos de él. Los leí y luego busqué y busqué. Creo que habla mucho de mi tendencia a lo extraño, a lo marginal, a lo paradójico. Jean de la Ville de Mirmot nación 1886 y murió en 1914, en la Primera Guerra Mundial. Poco más quiero anotar aquí. Lo mantengo como se atesoran fetiches, amuletos o santos patronos. Me gusta saber que está ahí, en un pliegue del correo electrónico.
+ [Revisión médica anual]. Como todos los años acudo a un centro sanitario para que me hagan un chequeo [antes se llamaba así, ahora no; creo que la palabra chequeo es algo del siglo pasado, ahora se emplea, creo yo, reconocimiento médico: ay las denominaciones y su descripción de la cambiante realidad]. Como siempre, me identifico y cubro un formulario en el que doy consentimiento para que me envíen los resultados por correo electrónico. Me siento, pero pronto me llama la doctora. Es más joven que yo, mucho más joven que yo, muy menuda, agradable y emplea con profusión los diminutivos. Miro al techo mientras me coloca los parches adhesivos para el electrocardiograma: los datos se vuelcan directamente en una tableta: la electrónica todo lo impregna. Salgo de la consulta y espero para que me extraigan sangre. Los que se sientan en la sala de espera operan con sus teléfonos; los observo de una manera general y no encuentro nada nuevo: esa concentración extraña que nunca sabemos si se debe a un asunto de importancia o a una simple combinación de noticias íntimas, de confesiones sexuales o sólo es un juego que produce una intensa adicción [así se publicitan las apps: la adicción, pues engancha, como algo positivo]. En realidad, ya lo he dicho, no tiene mucha importancia, pues siempre ha sido así. Estudio la disposición de la sala, la longitud del pasillo, las anodinas vistas que ofrecen las ventanas. Me paro a pensar en Madame Bovary poder precisar la razón. No me gusta la protagonista, y eso contrasta con la anterior lectura: muy influenciada por Vargas Llosa. ¿He cambiado? Sin duda. He cambiado mucho y Madame Bovary no deja de ser un dato entre muchos. Me dejo ir y regreso a la inerte sensación de no lugar que reina en la clínica. Entro. Me toman la tensión, que la tengo un poco alta; comprueban mi audición, la vista y me preguntan por mi peso y mis hábitos alimenticios. Todo se apunta. Pienso en gráficas y en resultados que se pueden llevar a cuadros, diagramas, lecturas discursivas: la explicación de mis males. La noche pasada tuve una extraña pesadilla, me digo. Lo relaciono con la ingesta de sardinas en lata, quizá no tenga relación, pero es el único cambio que he hecho en mi alimentación. No puedo recordar el detalle de la peripecia, sin embargo la sensación permanece. Salgo a la calle y hace frío, hace frío para la época del año. Me encuentro con un conocido que me pregunta que hago a esas horas en la calle, por qué no estoy en mi trabajo. Le cuento lo del reconocimiento y asiente, le dio que tengo un poco alta la tensión. Cosas de la edad. Cierto es, pero no aporta nada el comentario. Todo está bien, todo está en orden. Desayuno en una panadería/cafetería: zumo de naranja, café largo y croissant. Leo el periódico con calma. Pago y me dirijo al parking donde guardo mi coche. Regreso al trabajo y pienso en todo el periplo del reconocimiento hay un rédito de irrealidad, todo lo visto es humo, pero, al momento, me doy cuenta que esto se extiende a cualquier acto de lo diario. De ahí el verbo esfumarse. Como el viento, como globos de ceniza, como el atardecer de cada día del año. No recuerdo nada ya.
+ Imagen: nubes, como imagen o emblema de un posible acuerdo.

