sábado, 23 de febrero de 2019

La cara oculta





+ Al igual que la Luna, todos sabemos que a una cara visible le corresponde una cara oculta, invisible; caras que resultan ser indisociables.

+ Los días previos a un viaje siempre tienen algo de descubrimiento, ya que la percepción pierde automatismos y gana en una renovada ingenuidad. Sabemos que en la noche, mientras conducimos, nos encaminamos al aeropuerto y una tintura de ciencia ficción impregna nuestra alegría, algo que tratamos de subrayar, promover, lanzar al vacío que la música otorga. Los aeropuertos intimidan: los controles, el vidrio y el acero, el hormigón desnudo, los refulgentes espacios de venta [cristal de colores, luz potente, aroma de mil perfumes no deseados]. El avión en sí y la ciudad a donde llegamos y su realidad que adivinamos, que creemos ver, pero nos equivocamos y nada resulta ser como se esperaba. Los comentarios que se suceden tienen un valor especial: unen y hacen que el amor fructifique en un sentido opuesto al meramente sexual, un valor superior y secreto, compartidos y difícil de transformar en mercancía [¿difícil?, me digo y responde al instante: imposible]. Pero cuando uno viaja solo y con un motivo distinto al turismo es otra cosa, algo muy distinto: donde la soledad se encarna como ruptura del automatismo.

+ Viajar cada vez me interesa menos, ya que prefiero el turismo. En el viaje me mantuve durante largo tiempo y ahora veo que era un error. Leo Plataforma de M. Houellebecq y mi visión cambia. El libro lo había leído hace tiempo y no había reparado en los detalles sobre la profesión de la pareja del protagonista. Lo sé, quizá el tema, si de esto se puede todavía hablar, es el turismo, el turismo sexual; pero a mí, en el momento de la lectura, me interesaban otras razones de la novela [he aquí la grandeza de la novela: que la lectura no es una vía única, sino que es polimorfa, inasable y creciente o decreciente, en función del momento lector]. Pero, a lo que iba, y sin más digresiones, el turismo no es un anatema. Deberíamos dejarnos llevar por sus propuestas y tratar de comprender nuestro momento desde ese punto de vista. Los platos regionales, los monumentos, las baratijas y los souvenirs, los folletos, los mapas con puntos de interés señalados en rojo y con tipografía apropiada para la rapidez, los vuelos baratos, los paquetes turísticos, la senda de la multitud. Aunque todo sea dicho, lo que propongo, y no puede ser de otra manera, es irónico, porque sólo desde la ironía se pueden atrapar fragmentos de realidad que de otra manera resultaría imposible.

+ [El origen de las ciudades]: alguien me dice que las ciudades están hechas para que la gente trabaje y a mayor actividad económica mayores dimensiones urbanas. Parece una afirmación sobre la que no cabe discusión. Yo callo, porque la afirmación no me convence del todo, pero tampoco me siento capaz de argumentar en contra en ese preciso instante. Resulta que sin actividad económica la ciudad no es posible, pero reducir la ciudad a un espacio donde trabajar y vivir elimina otras posibilidades y, por lo tanto, se asemeja a mostrar la biografía desde el punto de vista de la alimentación, digestión y expulsión de heces [son datos incontestables, pero no pasan de ahí]. La vida se sostiene sobre la economía de la misma manera que la biografía lo hace sobre la nutrición, la respiración y la circulación sanguínea, pero, aun siendo muy importantes, dan cuenta de una realidad que las supera. La ciudad es reunión, principalmente me digo y lo propósitos son muchísimos. Una agrupación de intereses que entran en colisión y deben buscar un óptimo punto de equilibrio. Un teatro, los bares, los paseos, las tiendas, los centros comerciales, los cines, una plaza, una calle, la calle principal, los callejones, el alcalde y el delincuente, las celebraciones y los entierros, el rastro de las batallas y el olvido de las biografías que pueblan los callejeros, predicadores y asesinos, poetas y funámbulos, pescaderías, anticuarios, restaurantes, abogados o ebanistas y la nómina de lugares, personas y oficios tiende al infinito; aunque tampoco daría cuenta de su realidad, en el caso poder completarla. Por no extenderme, la cuestión radica en el punto de vista y creo que es el momento de recordar a Thomas de Quincey en Las confesiones de un comedor de opio inglés donde afirma que la calidad del sueño que otorga el opio está dentro de la persona y así lo ejemplifica con el tratante de ganada, donde en unos posibles sueños opiáceos sólo podría tratar de vacas. Ahí está el gozne de la afirmación, detrás de cualquier afirmación están nuestras experiencias y, para mí, lo que es más importante, las lecturas o la ausencia de lecturas. Ya que la importancia de la lectura no es patente para los que no le dan importancia; para aquellos que la lectura resulta primordial y constituye más un vicio que una obligación, un vicio más que una virtud: nada se sustrae de la actividad lectora, como un zumbido ahí permanece. La ciudad está condicionada por su presencia o por su ausencia.

+ Tres libros para el viaje y estancia en Madrid: 1) J. le Carré, El Espía que surgió del frío; 2) Villamediana, Obras, ed. de Juan Manuel Rozas; 3) Jan Mukařovský, Escritos de Estética y Semiótica del Arte.

+ Mukařovský no viajará a Madrid, su lugar lo ocupa Foucault, Arqueología del saber. [Qué tema: los libros que se llevan de viaje y nunca se llegan a leer: ¿por qué insistimos en es costumbre, en esta manía?].

+ Asisto a una sesión de vídeo sobre libros de Fernando Castro Flórez y compruebo que él, en su casa, como yo, trabaja en camiseta y en pijama. ¿Es esto un nuevo modelo de posdmodernidad o, quizá, de posthumanismo? [Esta entrada de esa guisa la he escrito: camiseta negra y pantalón del pijama a cuadros que C. me regaló en alguno de mis cumpleaños: J’adore].

+ La charla sobre libros trata del asunto del archivo, un tema que me interesa especialmente. En concreto, me interesa la posibilidad de escribir una pequeña intrahistoria mediante los papeles desordenados de una oficina, reconstruir con esas astillas del naufragio la vida de los que habitaron aquellas dependencias, que rellenaron instancias a la que pusieron sellos y dejaron esas húmedas carpetas en un sótano, donde las historias que podrían documentar duermen inertes, a la espera que alguien las devuelva a la vida. Así, planos, croquis, fotografías, notas, informes, denuncias, folletos, publicidades varias, prontuarios (…) Allí duermen, en el olvido. [Creo que debo volver a este apunte, a ese archivo del que hablo donde se acumulan materiales de diverso tipo, y que compone una historia que nunca se escribirá: el material sin un texto, simplemente, no existe, ni lo que en él se refleja: ya se ha disuelto en el tiempo].

+ Imagen: Valença do Minho un lunes, un lunes cualquiera. Me asombran las calles vacías, la total ausencia de ruidos, las vallas del parking levantadas. Como si un fantasma hubiese desalojado la vida; sólo los restaurantes permanecen abiertos.

sábado, 16 de febrero de 2019

La novela de la vida


Berlin-2018


+ Hay mucho tiempo para pensar, me dijo y yo no respondí, sólo esbocé una sonrisa de aprobación. Había aparcado su coche y hablamos de su nueva situación: nunca es tarde, es un asunto sencillo: debo ponerme bien y encontrarme a mí misma, saber quién soy. La circunstancia lo es todo, añadió y yo asentí. La mañana presentía la lejana primavera: un aire limpio, lavado, el brillo del sol en los edificios más altos y la alegría de los caminantes: ociosos y jubilados, febrero se había inaugurado y los flecos de la Navidad desaparecían, aunque todavía restaban luces ornamentales, una banda roja que volaba y una guirnalda verde en el mismo viento. Parecía contenta, ilusionada; con todo, noté como el tiempo había pasado, como su juventud se diluía en una madurez segura y fértil. Sonrió y nos dimos dos besos; yo me sentí mayor. Se alejó y me quedé, durante treinta segundos, absorto, mientras caminaba hacia su coche, su deportivo negro. No sabría decir si ella acertaba o se equivocaba, su decisión no me parecía totalmente errónea, pero tampoco se ajustaba a lo que yo podría esperar, en pocas palabras: me desconcertaba. Ahí está la cuestión, terminé por decirme, nunca conoces a alguien totalmente y realizar vaticinios es una apuesta por la equivocación. Me dije: no tengo opinión, mi juicio está suspenso, de ahora en adelante me cuidaré de mis intuiciones. Mis dudas se dirigían hacia mi juicio y mi juicio preguntaba por el porqué de mi desconfianza: es imposible acertar: tantas veces te has equivocado. No tenía importancia, se trataba de otra cosa, la única obligación posible: la alegría, la tranquilidad, el mudo susurro del paso de los días. La mañana fluía y yo había comprendido algo, un algo que todavía no se concretaba.

+ Todo es cambio, reiteré mientras conducía: importan más el cambio en los procesos que el proceso en sí. Podría ejemplificarlo con mi variable impresión sobre la realidad, como me influyen las lecturas, el ir y venir de explicaciones, comentarios, interpretaciones; que se decantan y dejan un poso de duda o de asombro ante la inmensidad de lo real, tan inasible. Por ejemplo, me llama poderosamente la distancia: tomo el coche y me sitúo a doscientos kilómetros; tomo el avión y nos hemos alejado mil quinientos kilómetros de nuestra casa. Parece obvio, pero reflexionar sobre cómo se han derribado las distancia me lleva a centrarme en el momento en que vivimos: quien realmente derribó la distancia y la temporalidad fue internet. Libros del siglo xvii en copia fotográfica con posibilidad de búsqueda, compra de billetes de avión, la bolsa en tiempo real, vídeos, comunicaciones, hervor político y social, la crónica del corazón o el pronóstico del tiempo; todo ha mutado. Lo dejo, me centro en la conducción y en la música. La música permanece inalterable en interior hermético de mi coche, inalterable por un momento, pero este fragmento tienda hacia la eternidad; me veo zen y me recojo, apago la música y sólo conduzco. Sólo conduzco.

+ Voy a caminar sobre las doce y media de la mañana del domingo. Bajo una cuesta y veo que el hombre que camina delante de mí se para a hablar con una mujer. Según me acerco ella le sonríe y él se aleja. La miro, su echarpe se ha enganchado en una zarza, se libra y me mira, con intensidad: unos ojos azules profundos. Es joven. No ha ido a dormir, todavía. Debe de tener poco más de treinta años, su aspecto induce a la piedad: no sé quién es, pero hay un rastro de dolor en su gesto; el alcohol vibra en sus ojos, en su boca, en la dificultad de su caminar, en su bolso abierto, en sus zapatos sucios de barro. Todo esto lo he visto hace años y permanece. La luz destruye al vampiro; por un momento la imagino en el cenit de la noche, el maquillaje y el atuendo, el efecto que transmite su figura, su juventud en el ropaje de la oscuridad; pero ahora es de día y el día acentúa los efectos del exceso y la tránsito por la ebriedad habla de y muerte, algo que contrasta con todos los que vamos a caminar, a hacer deporte: como si nosotros fuésemos eterno y ella mortal. No, no es así. Hay algo moral en su presencia, que nos habla del pecado y de la depravación; centrarse en el reproche es equivocarse. Dormirá y volverá a su vida, el paréntesis nocturno no transforma a nadie, pero le causa una herida, las heridas no son necesariamente mortales, pero erosionan un algo por nombrar. La piedad se transforma en indiferencia y me digo que le doy demasiadas vueltas a las cosas, cosas que no me incuben, cosas propias. Las cosas, así, en su generalidad, admiten tantas visión que sólo nos podemos aproximar a su verdad mediante la multiplicidad de sus facetas, para llegar a saber, finalmente, que esa verdad no existe. [En resumen, la mujer con el echarpe enganchado a la zarza era más una posibilidad fotográfica que ninguna otra cosa].

+ Son las siete y media de la tarde: estoy saturado. Suena el teléfono, me levanto, lo descuelgo. Es E. Hablamos sobre los quehaceres del día, las obligaciones y el necesario descanso. La lectura, un sonado juicio que ninguno de los dos seguimos, pues el interés queda preterido, el paso de los días y su ritmo. Terminamos la conversación y regreso al trabajo: la lectura, las notas, los apuntes. Construir un mundo de la nada es imposible, pero a veces parece que así es mi trabajo. Las diez de la noche, el sueño me vence y no soy capaz de leer más que una pocas líneas de la novela que descansa en mi mesilla de noche. Cierro el libro, apago la luz y caigo en el sueño como el que se sumerge en bañera con agua tibia. El sueño me alcanza. Escenas superpuestas con una estructura que va desde lo cotidiano a viejas secuencias de la infancia: ahora trato de coserlas sin éxito, ya que el sueño más que reflejar, limpia y esa limpieza no admite discusión. Son las siete y veintinueve y es hora de volver al trabajo, mi trabajo alimenticio que desarrollo durante la mañana. Cierro el ordenador con la sospecha sobre la organización del día, como un ritmo se impone por encima de nuestra voluntad, de nuestros deseos. Es jueves y no puedo retomar el discurso del día anterior, pero ahora estoy a otra cosa: el tráfico, el trayecto de los commuters, la fibra vibrante de las primeras horas del día.

+ [Jueves; extensión] El paso siguiente es la entrada en el centro de trabajo. La circunstancia y el desarrollo del rito: unas conversaciones, el ordenador, un vaso de agua. Todo parece medido y no lo está, todo semeja dado y por todo hay que luchar, todo debe ser defendido. Preparo café. Me siento en el ordenador y comienzo a realizar las primeras tareas, las previsiones del día anterior. Agradezco la semejanza de los días y la rutina me gusta, es confortable y rechazo esa boba idea que nos invita a abandonar nuestra zona de confort. No estoy dispuesto a alejarme de aquello que garantiza mi tranquilidad por agradar a los predicadores del emprendimiento; me gusta centrarme en mi trabajo, desarrollarlo con prontitud y diligencia, pero a las cuatro de la tarde me gusta mucho más cerrar ese capítulo y pasar al otro: la investigación. Este sistema de compartimentos estancos lo he construido con mucho esfuerzo y no estoy dispuesto a abandonarlo. Todo esto viene a cuento a rechazar las consignas que se nos lanzan a diario sobre cómo debe ser nuestro comportamiento; en este caso ese salmo: abandona tu zona de confort. No quiero, no me apetece, podría pero no quiero. ¿Una rebelión? No importa la etiqueta, no soy un mártir ni los mártires me gustan.

+ No veo la televisión pero la televisión ronronea en la sala, algo más que un zumbido, poco menos que la ráfaga de viento que agita en la lejanía algún árbol al borde de la ría. Una tendencia al zen se dibuja en el aire, pero no la atrapo. Una vez más, la tendencia zen que anida en lo diario.

+ Hoy sé de alguien que ha perdido súbitamente su trabajo. Tiene hijos, tiene una mujer, pero ha perdido el trabajo. Un pequeño drama que a nadie le importa. Así son las cosas. Una decisión en Holanda desemboca en una serie de despidos en la Rías Bajas: 200 despidos. La noticia aparece brevemente en el parte diario pero se desvanece con rapidez. La empresa ha sido escrupulosa con el procedimiento. Es su mujer quien me lo cuenta y no deja de invocar a que no es un final, sino una oportunidad. He oído esas consignas que se deslizan desde no se sabe muy desde dónde, qué aspectos infectan de la realidad, zonas que deberían permanecer limpias y se ven mancilladas por la simpleza del vulgar adagio. Ese tipo de cosas que invitan a pensar que todo es posible con esfuerzo, que la voluntad y el trabajo todo lo pueden; algo que se enlaza con esa desagradable consigna que invita a abandonar la zona de confort. En este caso, en el del despido, acepto que puede ser una oportunidad, aunque sé que de poder elegir, ellos hubieran preferido continuar con el trabajo perdido.

+ Imagen: en Berlín tomo una imagen con mucho cuidado, ya en el disparo se busca la geometría y la distancia con la ciudad misma, como si ese muro, esa hierba pudiese estar en cualquier otro lugar, porque el objetivo no es otro que el no-lugar como sortilegio e ilustración de las novelas que se nos aparecen a diario, esas novelas propuestas que nunca terminan por plasmarse, por resolverse, por, en definitiva, escribirse.

sábado, 9 de febrero de 2019

Derivación [-es]




+ [Derivadas]. Detengo el coche en una gasolinera y entro en la cafetería. Me gusta la cafetería de la gasolinera porque resulta ser una conjunción de no-lugar y de centro de reunión de trabajadores y paisanaje: el chatarrero y su hija [que trabaja con él en la chatarrería], los empleados de la carpintería de aluminio [uno de ellos se ha casado con la camarera], repartidores de pan o vendedores de pescado, jubilados que resultan ser ávidos lectores de periódicos y revistas del corazón, y camioneros, vendedores de cupones de la Once, parlanchines semi-profesionales, simples desocupados o borrachines de ocasión. La cafetería es un enjambre de múltiples conversiones en donde la opinión se cruza con el chiste o el enfado breve y portátil, fingido. Así, entro, cojo un periódico, y me dirijo a la barra. Cuando la camarera me mira, yo le digo que sí, sonríe y  me pone el café americano y un vaso de agua, nada de pastas, ni mini magdalenas, ni mini croissants. Paro allí cada cierto tiempo, evitando hacerme habitual, tal vez dos semanas, tal vez un mes; con la camarera, que es guapa y segura de sí misma, intercambio frases amables, pero nunca hemos conversado: ni siquiera un comentario sobre la lluvia o el sol de verano; yo, como he dicho antes, cojo un periódico de la balda  y me enfrasco en una lectura superficial: titulares, entradillas o tres o cuatro frases entresacadas de una noticia. Hay unas tendencias que se afirman: la degradación salarial, la problemática de las pensiones, el aumento de los precios, y por otro lado los nacionalismos, el auge de la extrema derecha y el liberalismo rampante. Una vez superadas las páginas de nacional e internacional, me centro en las páginas locales: desgajo asuntos de obras, presupuestos y fiestas culturales que no dejan de ser proclamas políticas para construir una identidad [ay, las identidades, cuando es momento de perderlas]. Y entre el mar de cifras y nombres emerge la historia de un amputado que duerme desde hace cuatro días en la calle, bajo un soportal. Observo su rostro y lo reconozco. La historia se puede resumir en que no le alcanzan los casi quinientos euros para alquilar un piso, lo acaban de expulsar de un piso compartido porque la propietaria dice que con la silla le raya las puertas, no puede optar a las pensiones que los servicios sociales del ayuntamiento tiene contratadas porque las escaleras le impiden el acceso. Vuelvo a estudiar la fotografía: tiene el pelo cano, gafas y un rostro tempranamente envejecido, ¿dolor? Sé quién es, lo recuerdo hace años por las calles de la zona vieja borracho y faltón; incluso en una ocasión a K. y a mí nos increpó, pero todo quedó en nada después de sus insultos absurdos, finalmente se declaró fascista [yo creo que desconocía el significado preciso del adjetivo y lo único que podía atrapar era la violencia implícita]; luego, despareció calle abajo. La historia es triste; yo sé que tiene familia, unos padres, unos hermanos; da la impresión de que lo que se narra en la noticia está incompleto, falta el reverso de la moneda, lo que intencionadamente se oculta y resulta ser la clave de la historia. Me digo que todos sus problemas vienen, probablemente, dados por su carácter, repito ante el café mediado, su falta de entendimiento de su propia circunstancia, una cierta soberbia y un punto difuso que va desde la indisposición hasta el dolor, un dolor profundo y sin remedio que se ve agudizado por su incapacidad para comprender las reglas que gobierna su propio mundo, nuestro mundo: la institución y el dinero. Hay un punto conmovedor que se acentúa cuando llego a casa y veo la noticia en la edición digital del periódico, que remite a una página de una red social: hay una piedad compartida, que se matiza con una acusación que niega todo lo vertido en la noticia, en el relato periodístico. Es un borracho y un sinvergüenza, dice una mujer en un comentario. Cierro el ordenador y apago la luz para dormir una siesta de media hora, pero no soy capaz: la visión aletea y vuelvo a pensar en lo ya pensado y oriento mi juicio a la siempre presente máxima: el carácter es el destino, porque veo en todo lo leído en el periódico un abocarse al precipicio que no conoce freno. ¿Está escrito su destino?

+ La primera hora del día. Hoy llueve y la música no resulta propicia. Vuelvo a leer el punto anterior y veo que me ha dañado: no hay nada gratuito. Es curioso como una noticia sin importancia en la página de local de un periódico de provincias nos lleva a plantearnos asuntos sobre el destino, el carácter, la banalidad de todas las empresas humanas. Aunque sé que no es propio de mí, no puedo evitar su contaminación, la visión que ofrece la noticia. Me voy a la cama y pienso en los soportales húmedos, en la lluvia, en el frío. No es cierto que todo el mundo tenga una cama. Recuerdo haber leído no hace demasiado, en otro periódico, en una página de opinión, que una gran parte de la gente que duerme en la calle no desea volver a una vida convencional; no sé si eso se respalda con datos, pero parece razonable, aunque la afirmación no parezca conveniente. En la afirmación se contiene, también, la misma sentencia: el carácter es el destino, y en la permanencia en esa rebeldía hay un punto aristocrático, nos guste o no nos guste. Pero, regreso al mismo punto: el determinismo y no me agrada.

+ Una tristeza sorda se ha instalado desde la lectura de la noticia, como si me obligase a un examen de conciencia. Con esta guía vuelvo a leer un cuento que escribí hace tres años, un ejercicio de estilo para ilustrar los huecos que se producen en el texto y que pueden llegar a ser más importantes que el texto mismo. Me pareció un texto malo, malísimo. Me quedé abatido durante dos o tres días. Me recupero y vuelvo a mantener una calma necesaria para mi investigación. Las piezas que componen mi yo se enfrentan entre sí, pero siempre alcanzan una paz, un equilibrio, un equilibrio precario que debo cuidar.

+ La tristeza se aplaca según fluye la semana, según fluyen el trabajo y la investigación. El trabajo es una vacuna contra la angustia, el aburrimiento es el alimento del dolor; la investigación confirma el camino correcto.

+ Imagen: Insectos.

sábado, 2 de febrero de 2019

Extensión




+ [Sábado]. A las cuatro y media nos dirigimos a Portugal C. y yo. El día era limpio y con las canciones de los Beatles encontramos un ajuste perfecto entre nosotros, el paisaje y la conducción [mi siempre lenta y segura conducción]. Junto al Miño el coche se deslizaba con gracia, con su elegante estela negra, su forma anticuada y la contundencia de un coche no muy caro pero sí muy fiable y económico [qué cariño le tengo a Caballo Loco, que así lo hemos bautiza, o si se prefiere: Crazzy Horse, como el sioux, como la banda de Neil Young, como un bar entrevisto en Madrid o en Zamora, quién sabe]. Sobrepasamos Vilanova da Cerveira y nos encaminamos hacia Caminha. Allí recorrimos las calles, vimos escaparates, bebimos ese mágico café portugués sin dejar de saborear unas mediocres torradas [les falta ser más torradas y les sobraba mantequilla, pero en fin, no todo puede ser perfecto y una leve imperfección contribuye a la perfección: en mi idea particular de paradoja]. Cayó la noche, con suavidad, sin estridencia; las luces en la otra orilla cobraron presencia y el cielo continuaba despejado, un frío casi agradable desde el océano nos remitía vidas olvidadas de naufragios, por ensalmo. Los escaparates y sus botellas vino, ropa de rebajas, semillas o aguacates. Recorrimos las calles y finalmente C. compró un pantalón y unas preciosas Gazelle. Me llamó la atención la profesionalidad del vendedor, la capacidad para leer en los clientes sus necesidades y para adivinar aquello que los clientes iban a comprar, lo que ignoraban que comprarían, su emblema parecía ser dad a cada uno lo que precisa; sobrepasados los cincuenta, con un aspecto entre lo juvenil y lo asentado, muy del momento, algo que se manifiesta especialmente en sus gafas de pasta mate, grandes y cuadradas, como dos televisores de espalda ventruda, aquellos televisores del siglo xx. Salimos y deshicimos el camino, cruzamos el río y nos paramos en Tui, para comer algo. Las calles eran más un escenario que cualquier otra cosa: piedras húmedas, el perfil de la catedral y su vocación de fortaleza, ventanas cerradas, la luz escasa y amarillenta. Entramos en un bar y pedimos algo de queso y ahumados; no era la primera vez que estábamos allí, pero había decaído y todo era un poco desolador, desde los platos hasta el pan, que no llegaban a la corrección precisa. Allí estaba el no muy famoso cantante de los ochenta; con un aspecto envidiable para sus sesenta y un años, una red de relaciones culturales que se desvanecían y sus opiniones trilladas; recordé que no cantaba bien, pero es un gran mérito mantenerse casi cuarenta años en la escena. La jornada declinaba y ya no había otra cosa que hacer que regresar. Podría hacer un balance de la tarde del sábado, pero lo dicho es una contabilidad es más que suficiente. Hablamos, guardamos silencio y nos reímos, una suma de placeres sencillos y baratos. En el aurea mediocritas descansamos, en su justo punto medio.

+ Colecciones de insectos [disecados y vivos], colecciones de botellas de vino [que debido a su edad no se pueden beber], colecciones de guitarras o violines [sin cuerdas], colecciones de sellos y/o monedas, colecciones de estilográficas [tinta seca, tinta verde, tinta muerta], colecciones posavasos, colecciones de relojes [que ya no funcionan], colecciones de guías de viaje, colecciones de camisetas, colecciones de bolsos, colecciones de pintura antigua, colecciones de figuritas, colecciones de zapatos [usados o sin uso], colecciones de zapatillas de deporte [en vitrina, en caja o con celofán], colecciones de cucharillas, colecciones de mecheros [sin gas], colecciones coches en miniatura [todos verdes, todos descapotables], colecciones de cromos [desparejados], colecciones de (…) ¿colecciones de libros, tal vez una biblioteca; la biblioteca o el archivo; el orden o la acumulación arbitraria, caótica, vulnerable?

+ La novela es la epopeya de un mundo sin dioses, decía Lukács, el teórico marxista. A mí me parece que Lukács lo expresa con una cierta pena, con la nostalgia de lo perdido. Qué somos sin los relatos, qué nos dará seguridad, qué nos orienta; y, claro, la novela, muy al contrario, en lugar de responder ni siquiera plantea preguntas, simplemente muestra y somos nosotros los que estamos obligados a reconstruir la propuesta: así se diluye el autor y el lector se constituye en un artista.


+ El arte de leer, afirmo.

+ Los abismos siempre son aterradores, para luchar contra su presencia hay una posibilidad: armarse con el reflejo que la novela moderna ofrece [¿la novela moderna?]. Me detengo ahora que he terminado Serotonina. La ausencia de certezas configura el presente y conforme nos sumergimos en lo digital la apariencia se impone sobre lo posible y lo tangible, lo necesario sucumbe ante la líquida pantalla, la redes sociales, las compras inmediatas a cientos de kilométros, el descrédito de la opinión, la mentira que se esparce como semilla al viento. El pensamiento se desvanece cuando prendo el televisor y surje un enjambre de consignas: soluciones fáciles para problemas difíciles, problemas que han sido mal formulados. Ahí está la novela, que no trata de héroes sino de lectores que se constituyen en dioses ínfimos: el encierro silencioso y solitario,  el núcleo de su verdad siempre en revisión: cada novela un mundo, cada propuesta una extensión.

+ Con todo, Lukács tenía razón: ya no se trata de dioses. Se trata de nosotros y el libro, nada más.

+ E. me las trae impresos los papeles que de internet he bajado: los clasifico, leo, estudio, anoto y subrayo. Es un gran trabajo que hace E. por mí. No puedo perder tiempo y los textos que descargo precisan estar impresos: no me puedo alejar del bolígrafo, del subrayador, del lápiz, la nota rápida, la iluminación que el flexo otorga. ¿Es una cuestión personal o una lírica intersubjetiva? Podría amplificar la pregunta para no llegar a ningún punto razonable, pero hacer preguntas es una estrategia, como recubrir de oro la madera [a esto se llama estofar] y en lugar de ver ya madera se puede ver una voluta de oro: la magia del pan de oro [el sintagma es un hallazgo], y la madera esta ahí.


+ Las anotaciones describen un arco vital: desde el presente el pasado cobra sentido; como si aquello que pasó anunciase una distancia o una unión. Portugal, las compras, las impresiones, la ilusión de la llegada de E. Los dioses son propicios.

+ Imagen: andén y pasajeros a la espera; cada vida, una novela.