sábado, 9 de febrero de 2019
Derivación [-es]
+ [Derivadas]. Detengo el coche en una gasolinera y entro en la cafetería. Me gusta la cafetería de la gasolinera porque resulta ser una conjunción de no-lugar y de centro de reunión de trabajadores y paisanaje: el chatarrero y su hija [que trabaja con él en la chatarrería], los empleados de la carpintería de aluminio [uno de ellos se ha casado con la camarera], repartidores de pan o vendedores de pescado, jubilados que resultan ser ávidos lectores de periódicos y revistas del corazón, y camioneros, vendedores de cupones de la Once, parlanchines semi-profesionales, simples desocupados o borrachines de ocasión. La cafetería es un enjambre de múltiples conversiones en donde la opinión se cruza con el chiste o el enfado breve y portátil, fingido. Así, entro, cojo un periódico, y me dirijo a la barra. Cuando la camarera me mira, yo le digo que sí, sonríe y me pone el café americano y un vaso de agua, nada de pastas, ni mini magdalenas, ni mini croissants. Paro allí cada cierto tiempo, evitando hacerme habitual, tal vez dos semanas, tal vez un mes; con la camarera, que es guapa y segura de sí misma, intercambio frases amables, pero nunca hemos conversado: ni siquiera un comentario sobre la lluvia o el sol de verano; yo, como he dicho antes, cojo un periódico de la balda y me enfrasco en una lectura superficial: titulares, entradillas o tres o cuatro frases entresacadas de una noticia. Hay unas tendencias que se afirman: la degradación salarial, la problemática de las pensiones, el aumento de los precios, y por otro lado los nacionalismos, el auge de la extrema derecha y el liberalismo rampante. Una vez superadas las páginas de nacional e internacional, me centro en las páginas locales: desgajo asuntos de obras, presupuestos y fiestas culturales que no dejan de ser proclamas políticas para construir una identidad [ay, las identidades, cuando es momento de perderlas]. Y entre el mar de cifras y nombres emerge la historia de un amputado que duerme desde hace cuatro días en la calle, bajo un soportal. Observo su rostro y lo reconozco. La historia se puede resumir en que no le alcanzan los casi quinientos euros para alquilar un piso, lo acaban de expulsar de un piso compartido porque la propietaria dice que con la silla le raya las puertas, no puede optar a las pensiones que los servicios sociales del ayuntamiento tiene contratadas porque las escaleras le impiden el acceso. Vuelvo a estudiar la fotografía: tiene el pelo cano, gafas y un rostro tempranamente envejecido, ¿dolor? Sé quién es, lo recuerdo hace años por las calles de la zona vieja borracho y faltón; incluso en una ocasión a K. y a mí nos increpó, pero todo quedó en nada después de sus insultos absurdos, finalmente se declaró fascista [yo creo que desconocía el significado preciso del adjetivo y lo único que podía atrapar era la violencia implícita]; luego, despareció calle abajo. La historia es triste; yo sé que tiene familia, unos padres, unos hermanos; da la impresión de que lo que se narra en la noticia está incompleto, falta el reverso de la moneda, lo que intencionadamente se oculta y resulta ser la clave de la historia. Me digo que todos sus problemas vienen, probablemente, dados por su carácter, repito ante el café mediado, su falta de entendimiento de su propia circunstancia, una cierta soberbia y un punto difuso que va desde la indisposición hasta el dolor, un dolor profundo y sin remedio que se ve agudizado por su incapacidad para comprender las reglas que gobierna su propio mundo, nuestro mundo: la institución y el dinero. Hay un punto conmovedor que se acentúa cuando llego a casa y veo la noticia en la edición digital del periódico, que remite a una página de una red social: hay una piedad compartida, que se matiza con una acusación que niega todo lo vertido en la noticia, en el relato periodístico. Es un borracho y un sinvergüenza, dice una mujer en un comentario. Cierro el ordenador y apago la luz para dormir una siesta de media hora, pero no soy capaz: la visión aletea y vuelvo a pensar en lo ya pensado y oriento mi juicio a la siempre presente máxima: el carácter es el destino, porque veo en todo lo leído en el periódico un abocarse al precipicio que no conoce freno. ¿Está escrito su destino?
+ La primera hora del día. Hoy llueve y la música no resulta propicia. Vuelvo a leer el punto anterior y veo que me ha dañado: no hay nada gratuito. Es curioso como una noticia sin importancia en la página de local de un periódico de provincias nos lleva a plantearnos asuntos sobre el destino, el carácter, la banalidad de todas las empresas humanas. Aunque sé que no es propio de mí, no puedo evitar su contaminación, la visión que ofrece la noticia. Me voy a la cama y pienso en los soportales húmedos, en la lluvia, en el frío. No es cierto que todo el mundo tenga una cama. Recuerdo haber leído no hace demasiado, en otro periódico, en una página de opinión, que una gran parte de la gente que duerme en la calle no desea volver a una vida convencional; no sé si eso se respalda con datos, pero parece razonable, aunque la afirmación no parezca conveniente. En la afirmación se contiene, también, la misma sentencia: el carácter es el destino, y en la permanencia en esa rebeldía hay un punto aristocrático, nos guste o no nos guste. Pero, regreso al mismo punto: el determinismo y no me agrada.
+ Una tristeza sorda se ha instalado desde la lectura de la noticia, como si me obligase a un examen de conciencia. Con esta guía vuelvo a leer un cuento que escribí hace tres años, un ejercicio de estilo para ilustrar los huecos que se producen en el texto y que pueden llegar a ser más importantes que el texto mismo. Me pareció un texto malo, malísimo. Me quedé abatido durante dos o tres días. Me recupero y vuelvo a mantener una calma necesaria para mi investigación. Las piezas que componen mi yo se enfrentan entre sí, pero siempre alcanzan una paz, un equilibrio, un equilibrio precario que debo cuidar.
+ La tristeza se aplaca según fluye la semana, según fluyen el trabajo y la investigación. El trabajo es una vacuna contra la angustia, el aburrimiento es el alimento del dolor; la investigación confirma el camino correcto.
+ Imagen: Insectos.
