sábado, 16 de febrero de 2019

La novela de la vida


Berlin-2018


+ Hay mucho tiempo para pensar, me dijo y yo no respondí, sólo esbocé una sonrisa de aprobación. Había aparcado su coche y hablamos de su nueva situación: nunca es tarde, es un asunto sencillo: debo ponerme bien y encontrarme a mí misma, saber quién soy. La circunstancia lo es todo, añadió y yo asentí. La mañana presentía la lejana primavera: un aire limpio, lavado, el brillo del sol en los edificios más altos y la alegría de los caminantes: ociosos y jubilados, febrero se había inaugurado y los flecos de la Navidad desaparecían, aunque todavía restaban luces ornamentales, una banda roja que volaba y una guirnalda verde en el mismo viento. Parecía contenta, ilusionada; con todo, noté como el tiempo había pasado, como su juventud se diluía en una madurez segura y fértil. Sonrió y nos dimos dos besos; yo me sentí mayor. Se alejó y me quedé, durante treinta segundos, absorto, mientras caminaba hacia su coche, su deportivo negro. No sabría decir si ella acertaba o se equivocaba, su decisión no me parecía totalmente errónea, pero tampoco se ajustaba a lo que yo podría esperar, en pocas palabras: me desconcertaba. Ahí está la cuestión, terminé por decirme, nunca conoces a alguien totalmente y realizar vaticinios es una apuesta por la equivocación. Me dije: no tengo opinión, mi juicio está suspenso, de ahora en adelante me cuidaré de mis intuiciones. Mis dudas se dirigían hacia mi juicio y mi juicio preguntaba por el porqué de mi desconfianza: es imposible acertar: tantas veces te has equivocado. No tenía importancia, se trataba de otra cosa, la única obligación posible: la alegría, la tranquilidad, el mudo susurro del paso de los días. La mañana fluía y yo había comprendido algo, un algo que todavía no se concretaba.

+ Todo es cambio, reiteré mientras conducía: importan más el cambio en los procesos que el proceso en sí. Podría ejemplificarlo con mi variable impresión sobre la realidad, como me influyen las lecturas, el ir y venir de explicaciones, comentarios, interpretaciones; que se decantan y dejan un poso de duda o de asombro ante la inmensidad de lo real, tan inasible. Por ejemplo, me llama poderosamente la distancia: tomo el coche y me sitúo a doscientos kilómetros; tomo el avión y nos hemos alejado mil quinientos kilómetros de nuestra casa. Parece obvio, pero reflexionar sobre cómo se han derribado las distancia me lleva a centrarme en el momento en que vivimos: quien realmente derribó la distancia y la temporalidad fue internet. Libros del siglo xvii en copia fotográfica con posibilidad de búsqueda, compra de billetes de avión, la bolsa en tiempo real, vídeos, comunicaciones, hervor político y social, la crónica del corazón o el pronóstico del tiempo; todo ha mutado. Lo dejo, me centro en la conducción y en la música. La música permanece inalterable en interior hermético de mi coche, inalterable por un momento, pero este fragmento tienda hacia la eternidad; me veo zen y me recojo, apago la música y sólo conduzco. Sólo conduzco.

+ Voy a caminar sobre las doce y media de la mañana del domingo. Bajo una cuesta y veo que el hombre que camina delante de mí se para a hablar con una mujer. Según me acerco ella le sonríe y él se aleja. La miro, su echarpe se ha enganchado en una zarza, se libra y me mira, con intensidad: unos ojos azules profundos. Es joven. No ha ido a dormir, todavía. Debe de tener poco más de treinta años, su aspecto induce a la piedad: no sé quién es, pero hay un rastro de dolor en su gesto; el alcohol vibra en sus ojos, en su boca, en la dificultad de su caminar, en su bolso abierto, en sus zapatos sucios de barro. Todo esto lo he visto hace años y permanece. La luz destruye al vampiro; por un momento la imagino en el cenit de la noche, el maquillaje y el atuendo, el efecto que transmite su figura, su juventud en el ropaje de la oscuridad; pero ahora es de día y el día acentúa los efectos del exceso y la tránsito por la ebriedad habla de y muerte, algo que contrasta con todos los que vamos a caminar, a hacer deporte: como si nosotros fuésemos eterno y ella mortal. No, no es así. Hay algo moral en su presencia, que nos habla del pecado y de la depravación; centrarse en el reproche es equivocarse. Dormirá y volverá a su vida, el paréntesis nocturno no transforma a nadie, pero le causa una herida, las heridas no son necesariamente mortales, pero erosionan un algo por nombrar. La piedad se transforma en indiferencia y me digo que le doy demasiadas vueltas a las cosas, cosas que no me incuben, cosas propias. Las cosas, así, en su generalidad, admiten tantas visión que sólo nos podemos aproximar a su verdad mediante la multiplicidad de sus facetas, para llegar a saber, finalmente, que esa verdad no existe. [En resumen, la mujer con el echarpe enganchado a la zarza era más una posibilidad fotográfica que ninguna otra cosa].

+ Son las siete y media de la tarde: estoy saturado. Suena el teléfono, me levanto, lo descuelgo. Es E. Hablamos sobre los quehaceres del día, las obligaciones y el necesario descanso. La lectura, un sonado juicio que ninguno de los dos seguimos, pues el interés queda preterido, el paso de los días y su ritmo. Terminamos la conversación y regreso al trabajo: la lectura, las notas, los apuntes. Construir un mundo de la nada es imposible, pero a veces parece que así es mi trabajo. Las diez de la noche, el sueño me vence y no soy capaz de leer más que una pocas líneas de la novela que descansa en mi mesilla de noche. Cierro el libro, apago la luz y caigo en el sueño como el que se sumerge en bañera con agua tibia. El sueño me alcanza. Escenas superpuestas con una estructura que va desde lo cotidiano a viejas secuencias de la infancia: ahora trato de coserlas sin éxito, ya que el sueño más que reflejar, limpia y esa limpieza no admite discusión. Son las siete y veintinueve y es hora de volver al trabajo, mi trabajo alimenticio que desarrollo durante la mañana. Cierro el ordenador con la sospecha sobre la organización del día, como un ritmo se impone por encima de nuestra voluntad, de nuestros deseos. Es jueves y no puedo retomar el discurso del día anterior, pero ahora estoy a otra cosa: el tráfico, el trayecto de los commuters, la fibra vibrante de las primeras horas del día.

+ [Jueves; extensión] El paso siguiente es la entrada en el centro de trabajo. La circunstancia y el desarrollo del rito: unas conversaciones, el ordenador, un vaso de agua. Todo parece medido y no lo está, todo semeja dado y por todo hay que luchar, todo debe ser defendido. Preparo café. Me siento en el ordenador y comienzo a realizar las primeras tareas, las previsiones del día anterior. Agradezco la semejanza de los días y la rutina me gusta, es confortable y rechazo esa boba idea que nos invita a abandonar nuestra zona de confort. No estoy dispuesto a alejarme de aquello que garantiza mi tranquilidad por agradar a los predicadores del emprendimiento; me gusta centrarme en mi trabajo, desarrollarlo con prontitud y diligencia, pero a las cuatro de la tarde me gusta mucho más cerrar ese capítulo y pasar al otro: la investigación. Este sistema de compartimentos estancos lo he construido con mucho esfuerzo y no estoy dispuesto a abandonarlo. Todo esto viene a cuento a rechazar las consignas que se nos lanzan a diario sobre cómo debe ser nuestro comportamiento; en este caso ese salmo: abandona tu zona de confort. No quiero, no me apetece, podría pero no quiero. ¿Una rebelión? No importa la etiqueta, no soy un mártir ni los mártires me gustan.

+ No veo la televisión pero la televisión ronronea en la sala, algo más que un zumbido, poco menos que la ráfaga de viento que agita en la lejanía algún árbol al borde de la ría. Una tendencia al zen se dibuja en el aire, pero no la atrapo. Una vez más, la tendencia zen que anida en lo diario.

+ Hoy sé de alguien que ha perdido súbitamente su trabajo. Tiene hijos, tiene una mujer, pero ha perdido el trabajo. Un pequeño drama que a nadie le importa. Así son las cosas. Una decisión en Holanda desemboca en una serie de despidos en la Rías Bajas: 200 despidos. La noticia aparece brevemente en el parte diario pero se desvanece con rapidez. La empresa ha sido escrupulosa con el procedimiento. Es su mujer quien me lo cuenta y no deja de invocar a que no es un final, sino una oportunidad. He oído esas consignas que se deslizan desde no se sabe muy desde dónde, qué aspectos infectan de la realidad, zonas que deberían permanecer limpias y se ven mancilladas por la simpleza del vulgar adagio. Ese tipo de cosas que invitan a pensar que todo es posible con esfuerzo, que la voluntad y el trabajo todo lo pueden; algo que se enlaza con esa desagradable consigna que invita a abandonar la zona de confort. En este caso, en el del despido, acepto que puede ser una oportunidad, aunque sé que de poder elegir, ellos hubieran preferido continuar con el trabajo perdido.

+ Imagen: en Berlín tomo una imagen con mucho cuidado, ya en el disparo se busca la geometría y la distancia con la ciudad misma, como si ese muro, esa hierba pudiese estar en cualquier otro lugar, porque el objetivo no es otro que el no-lugar como sortilegio e ilustración de las novelas que se nos aparecen a diario, esas novelas propuestas que nunca terminan por plasmarse, por resolverse, por, en definitiva, escribirse.