sábado, 28 de julio de 2018
Lo necesario, lo bello y lo superfluo
+ Revuelvo viejos papeles y entre ellos emerge un recorte de periódico. Oporto. Una guía de viaje, una exigua guía de viaje. Son fotos, recomendaciones y un breve texto. Se habla de Miguel Torga (cosa que me sorprende y me agrada), de las características de la ciudad (desde tópicos gastados), de la laboriosa vida de los portuenses (sin venir a cuento), y se concluye con que Oporto nunca podrá estar de moda: el tiempo se ha encargado anular esta última afirmación. El recorte tiene más de veinte años, de treinta años y las referencia que ofrece eran en su momento unos reclamos turísticos manidos. Tenía yo ya un conocimiento de la ciudad que resultaba ser más intuición que aproximación a una posible verdad, pero una intuición en la dirección correcta. Todavía se mantiene ese instinto. La mirada del viajero que hace fotos siempre es errónea, me digo, pero admite en su interior una chispa de aproximación, el acierto por la vía de la casualidad, la nota exacta en el piano porque una piedra cae sobre la tecla precisa. Finalmente, lo que resta es la nostalgia de un tiempo de tabaco, vino y conversaciones, la apertura de los sueños y el reflejo del adolescente en la trama urbana de esas ciudades que desconocía. Todo es cambio y el artículo es ya un otro artículo, de la misma manera que el que lo lee es otro: éste que escribe y muta en cada segundo.
+ La triada que encabeza esta entrada responde a una concepción de la génesis del arte, de cómo es la evolución de su razón de ser. Según la serie que plantea Winckelmann, estaríamos en el tercer estadio. Aunque el autor pertenezca al siglo xviii y su serie no alcance nuestros días, yo lo tomo y lo utilizo en mi provecho. Sobre todo la última fase: lo superfluo. Creo ver ahí un nexo con las visitas a los museos, la lectura o los paseos por la ciudades que se transitan sin mucha esperanza de tener un conocimiento profundo. Esta articulación de los intereses es superflua, ya que sin ella se puede vivir. Lo digo con cierta frecuencia desde hace un temporada: leer está sobrevalorado. Descanso en la afirmación y me dejo mecer por lo superfluo, en oposición a lo necesario, pero no a lo bello. La belleza inútil, esa estampa que recogemos de la calle y nuestro bric-a-brac la colocamos en el corcho que preside nuestro estudio: billetes de metro, calendarios caducados, gomas de borrar con forma de guitarra eléctrica, escudos de coches que han sido encontrados en la cunetas [el accidente y sus restos, el memento mori], una foto estropeada que un día encontré en la calle [quizá una atractiva muchacha que se ha quedado anclada en ese tiempo roto, que ya no es ella, salvo la constatación del paso del tiempo], fotos, postales, etiquetas, tarjetas de visita, un chiste antitaurino, notas a mano, recortes de periódico (…) Ese imprescindible acumulación de fragmentos de lo diario da cuenta de mi forma de habitar el mundo, de una manera intencionada se acumulan en ese corcho. ¿Arte? En ese mar nadamos, en ese mar nos sumergimos: lo necesario, lo bello y lo superfluo.
+ La palabra: crestomatía. Me enamoro de las palabras que el corrector informático no reconoce.
+ Recuerdo días de playa ahora que a la playa no voy. Las últimas veces llevaba yo un libro de poesía y leía con empeño, me gustaba el condicionante de los cuerpos, el rumor del mar y la calidez del sol. Un velo, una frontera, la realidad dada en contraste con la construcción de una imagen, lograda o no lograda, que se elevaba sobre esa vibración que resulta ser una playa en verano. Así lo hice hasta que leí a uno que en los periódicos escribe decir que él leía a Luis Alberto de Cuenca en la playa. Entonces entendía algo sobre mis posiciones, mis gustos y esa manera de elegir y rechazar. Cómo despreciamos lo que nos arroja nuestro reflejo. Hoy soy ajeno a la playa, no por aquel paralelismo sino por un aislamiento impuesto mediante la lectura y la espera. Recuerdo la playa con ternura. La sal, la arena, las barcas y los veleros que se alejan y se pierden en el horizonte. Latas de refresco tan brillantes, el color eléctrico de algunas sombrillas, el juego con el mar que los niños todavía creen posible. Veo que todo está condicionado por el tiempo que surcamos y según me adentro en las profundidades de la edad madura más alejado me siento de ese fragmento de vida, tan vital = me digo en redundante sobreimpresión hacia el final de la tarde. Todo es una cuestión de gustos, me agrada repetir en una frívola disposición de herramientas para triunfar en la batalla contra la abulia diaria. La playa cumplía esa función ayer, hoy es una niebla pálida de lo que fui. Ya no soy aquél, tampoco seré éste que escribe hoy.
+ Sonidos inesperados. La electrónica transformó nuestro sentido musical, nada fue lo mismo después del nacimiento del sintetizados. Leo la Obra abierta de Umberto Eco y se habla de Henri Pousseur Scambi (es decir, Cambios). Busco la obra y la escucho. Me interesa como me interesan lo sonidos reiterados del oleaje, me interesa esa posibilidad de lo aleatorio y esa obra por construir. Dejo que suene durante unos minutos y no veo diferencia entre el ruido blanco y este fluir. No tengo una opinión clara. No quiero sumarme a los que aquí sólo verían una acumulación de ruidos, pero al mismo tiempo reconozco el ruido, pero un ruido con unos valores estéticos y sensoriales que me ayuda a modificar el sentido de ciertas apreciaciones. Escribo y trato de tener clara la diferencia entre señal y sentido, la música de Pousser agita la calurosa tarde, enfatiza el ir y venir del segundero del reloj que guía las jornadas. En suspendo dejo la idea que tengo de música, salvo la necesaria apertura que la conforma.
+ Un poco más tarde, mientras el reloj sigue su curso: el insoslayable metrónomo que preside el cuarto, continuo con la lectura de Obra abierta. U.Eco pasa a describir una suerte de obras plásticas en movimiento de Bruno Munari, donde se componen cuadros mediante láminas coloreadas que difieren por la acción de lentes que el espectador puede manipular. A la vez que leo la descripción trato de unirlo a las cosas que ayer en una cena con amigos escuché. Conversaciones sobre la irrupción de los teléfonos inteligentes en la vida y su paradójica realidad: entre lo útil y lo diabólico. Lo que antes era inocencia ahora es inocencia perversa, me digo. Me gusta la obra del Calder: ese inestable equilibrio, la música seriada, una idea de futuro que se desprende de aquellas manifestaciones artísticas que hoy parecen tan alejadas de este presente de la ultra-velocidad y el espanto y sus simulacros. Estoy más próximo a los colores que se forman mediante la suma de láminas de acetato y la operación de las lentes que de la pantalla que todo lo puede y todo lo advierte. ¿Soy mayor? Sí, algo de ello hay, pero sobre ello está la cuestión de los puntos de vista variable, aleatorios, intencionados, irónicos o cínicos, con el gobierno de la adictiva lectura. Así, no puedo dejar de ver el presente de una manera arqueológica, literaria, técnica o experimental, arquitectónica o culinaria, sumida en los recodos de lo cotidiano, un presente enfrentado a lo que otros leyeron antes y la constitución de un otro punto de vista: posible, negado, afirmado, ignorado. La identidad atraviesa el haz de luces que de las pequeñas pantallas surge con mágica verosimilitud. Yo trabajo para deshacerme de toda identidad y las pantallas son identidad. La lectura me vacía y en ello descanso. Prefiero el instante lúdico e irónico del diseñador-artista italiano, como si ahí estuviese una posibilidad no explorada. Quizá lo suyo tenga una mayor permanencia, al menos en mi imaginario, en mis construcciones perceptivas. Eco, Pousser, Munari, los tres han reinado en esta tarde del 25 de julio de 2018, yo soy el espectador impasible del desfile.
+ Las novelas de formación cuajan en el desarrollo diario de las ilusiones, las certezas y las decepciones. Una forma de ver: todo es novela, todo es novela de formación. Se estructura la narración de vidas en el cristal de las conversaciones. Sigo con interés esa manera de contar: como novela que es, ese poso moral, la alegoría y el dato sin interés pero que confirma lo anterior, que se vierte sin intención y así taladra todo lo contado. Las cenas y sus extensiones depositan propuestas y sugerencias que, narrativamente, no se llevan a cabo. Yo no escribo novelas.
+ Imagen: encuentros con la abstracción que se resuelven en un disparo, me fijo en la recurrencia de las imágenes que atesoro y creo ver ahí un mensaje. No hay un mensaje, soy yo: la bandera de un apátrida y su cinismo.
sábado, 21 de julio de 2018
Ilusivos zafiros en el viento
+ Me fijo en la foto de una entrada anterior: una botas, tomadas en picado desde la altura: y se comprueba que los lunares de las botas se reproducen con exactitud en las mallas. Una continuación de la propuesta. Las botas tienen el tacón muy fino, hubo un día que conocía el nombre de ese tacón, pero, como tantas veces ya, su nombre se me ha olvidado: eso me inquieta, necesito conocer el nombre de las cosas [como ya he dicho en alguna ocasión]. Cuando voy, temprano, al trabajo veo a una chica que usa esos mismos tacones, fuma con ansia y el humo que tras de sí queda es una promesa de virtuales enamoramientos. Me detengo y observo el instante. Observar y tomar notas es dejar de vivir. Ese momento de suspensión da paso a la música y a la reiteración en lo diario. Me fijo en la foto, otra vez. Sobre el pavimento de hormigón pulido, muy machacado, se produce un hiato: la fina estampa de la las botas y las mallas se enfrenta a la brutalidad de ese hormigón con cicatrices de golpes y martillazos (quiero pensar porque me conviene en la versión compositiva de la foto, en su versión adaptada para este diario). Otras veces no me paro tanto, pero, me digo, en ese detalle se alojan todas las alturas de aquel día de arte contemporáneo y alejamiento, desengaño y desvelada certeza, también se aloja en sus simas: la decepción, el encuentro ante el espejo, el olvido de los espejismos, el regreso de intuiciones erróneas: yo ya soy otro, no hay ninguna forma de evitar el cambio. Me abandono sobre la cama poco antes de comenzar la siesta y me digo: hay que fracasar para fracasar con más estilo: el snobismo se trata de crear un estilo y una imagen cínica y pomposa, pero ni siquiera en eso creo ya, hasta aquí debe llegar la paradoja y la ironía.
+ Una definición: método es el tratado sobre el camino. Una etimología aplicada, evanescente, dominical. Odómetro: instrumento para medir distancias: el camino; meta: consecución de un objetivo.
+ Abro el libro de Paco Gómez y sus fotos retratan muros. Yo disparo sobre los muros, también, pero con mayor chapuza y menor calidad. Disparo con la cámara para atrapar irregulares informalismos, estelas de cuadros que no han llegado a ser, pero que podrían estar ahí: el museo. ¿Se trata de demostrar que hay una pintura cotidiana que se podría colgar en ese museo imaginario, impoluto, irónico? El contexto es mi meta, el tema es contextualizar y descontextualizar. Carne de laboratorio, espíritu nebuloso.
+ Una amplificada tendencia a reiterar manías, indagaciones y estrategias.
+ Otro sueño urbano: ciudad castellana sin concreción, torres medievales y colas de mendigos a la puerta de un cotolengo, fotos y modernos que fuman y beben cerveza entre risas, hombres altos con voz profunda, el tren que espera, el día que nace. No tiene un sentido oculto: sólo es un sueño, la expulsión del detritus. No insistiré.
+ Veo un vídeo didáctido sobre los Triumphi de Francesco Petrarca. Tomo el ejemplar que L. me trajo de Bolonia. Leo el Triunfo de la Muerte y pienso, mientras me dejo llevar por el viento de viento de la tarde, ¿podría cada persona tener asociada una muerte particular y personificada con apariencia humana, una personificacíon que va con nosotros allí a donde vamos, una ángel de la guarda en negativo? Qué tontería me digo y dejo en suspenso esta pregunta, pero comienzo a notar una presencia en mi entorno. Quizá un diálogo abierto con esta supuesta personificación nos ayudaría a sobrellevar los contratiempos de lo diario, restarle valor a lo que carece de importancia, evitar los pronombres y enfrentarse a los sustantivos desnudos y certeros. La reconstrucción de lo cotidiano pasa por establecer estrategias: los miedos, la inseguridad, la planificación del futuro; las aves que vuelan sin preocupaciones nos rebasan, la muerte nos podría devolver esa indiferencia creadora.
+ Horas después llego a esa ascensión que supone el orden de los triunfos: el amor, la castidad, la muerte, la fama, el tiempo, la divinidad. En su ámbito, en su contexto tiene sentido. Nosotros estamos obligados a hacer nuestra lectura desde nosotros, pero no debemos dejar a un lado esos sentidos perdidos. Recuperar el sentido es parte inexcusable de la lectura. Ésta es la tarea del lector, me digo en la infiltración de otras lecturas: veneno y medicamento a un tiempo. En silencio, en aislamiento. Tarea ardua y estéril. El el principio el amor, en el final la divinidad. ¿Hoy dónde estamos? Por dilucidar.
+ «ilusivos zafiros en el viento» Conde de Villamedina v. 80 de la Fábula de Apolo y Dafne.
+ Después de una prolongada siesta, me despierto sumido en una boba confusión, que no termina de desvanecerse. Se mezclan los asuntos del día con propósitos no alcanzados, pero una niebla espesa hace que no sea capaz de incorporarme, y así permanezco sobre la cama durante unos minutos. Minutos donde se desarrolla una reflexión sobre la casa donde habito, el calor en esta época del año, los itinerarios que reproduzco diariamente y una posibilidad entre mil millones de acertar con un boleto de lotería. La suma de elementos es absurda, se mezclan los perros asustados que cruzan la carretera y los bolígrafos estropeados, se mezcla con la oscuridad de la primera hora del día, desleída, a la que se unen cables inservibles, flores de neón y papel y libros acumulados que nunca se leerán. En este estado de postración necesito un impulso, una voz autoritaria que me levante de mi indolencia. Me levanto, me sirvo un largo café y toda la bobería anterior se aleja. Comienzo a leer y ahora escribo, este es el rumbo y olvidar las quejumbrosas. El café es un divino brebaje: templado, oscuro, amargo.
+ Alguien me dice que en los bares se sabe que si a un jugar se le aconsejaa que no meta más dinero en la tragaperras, nunca volverá. Has perdido un cliente.
+ Cada día que llega nos trae una contradicción, una al menos, cuando no otra más. En ella descanso. En la contradicción y en la paradoja. Las horas transparentes de la tarde, calidad vegetal. La brisa, la textura de una piel joven, el surco del tatuajes sobre esa misma piel. Un rotulador rojo, el dibujo del neumático, la líneas rectas que componen los edificios. Ese poso, el sedimento, la estratificación de lo vivido, todo lo que quiere explicar nuestras contradicciones que se resumen en: hoy estoy vivo y mañana habré muerto. Qué cosa extraña es vivir, me digo y retorno a los libros, ese sucedáneo de la vida.
+ Imagen: Arco 2018. El negocio del arte y su teatralidad, evaporada y efectiva. Ahora, con la distancia, la foto se constituye como emblema de unas jornadas, el colofón de un desengaño. Soy otro y la foto lo muestra: yo tengo el sentido, pero ese sentido no se ha fosilizado, cambiará como yo cambiaré. Los colores intensos resultan engañosos, la tendida muchacha es mi vieja ilusión: snob y deliscuescente. ¿Quién es ella? ¿Quién soy yo? Otra mujer la observa y yo disparo. Yo soy una aparición, en aquella hora, en el instante del disparo. Los colores engañan.
sábado, 14 de julio de 2018
La distancia
+ La catarsis como eje principal de la tragedia. Compasión y temor, estos son los elementos que componen la tragedia: nos identificamos con el héroe trágico (generosidad), pero, al mismo tiempo, tenemos miedo a tener que soportar la terrible carga que él sufre (egoísmo). Como un medicamento, la tragedia nos ayuda a ver la vida desde otro punto de vista, más sereno, menos sumido en las posibilidades y sus engañosas bifurcaciones, en el punto justo de cocción. Huir del destino no es posible y, como decía Heráclito de Éfeso, El Oscuro, y yo repito tantas veces, demasiadas veces, con una cierta tendencia a una insistente pesadez, «el carácter es el destino». Las certezas que se desmoronan son escombros válidos como material para unos nuevos cimientos, que, quizá, haya que demoler de la misma manera. Leo a Marco Aurelio en la primera hora de la mañana, regalo sus Meditaciones a quién las necesita y merece, tengo presente una máxima, una sola hoy: «Entiende aunque te desespere que los hombres cometerán los mismos errores». Y tenía Marco Aurelio un esclavo que le susurraba: «recuerda que sólo eres un hombre». 6:29, el día comienza, otro afán con sus bendiciones y sus males, pasto del viento, polvo que será esparcido por el olvido.
+ Con la misma seriedad que los niños juegan, los hombres trabajan. Observo la dedicación al trabajo y la entrega a la tarea, hay algo misterioso en ello. Ese misterio es lo que mueve el mundo, pero no deja de ser un sin sentido, pienso mientras veo como un encargado de obra se afana en comprobar si ha quedado bien la tongada. Tareas sin un objetivo digno de ese nombre, salvo evitar el aburrimiento. Como el gato que bebe una gran cantidad de agua porque nota que no orina y en la ingesta puede estar el remedio [le dice su instinto], así veo trabajar a los hombres: evitar hacerse cargo de lo absurdo de la existencia, como si en este gozne estuviese el sortilegio que pueda vencer a la muerte. La jornada ordena la vida y no hay nada más angustioso que las certezas del ocioso o del aburrido. Trato de sumergirme en esos afanes pero no soy capaz, únicamente alcanzo a fingir el mismo entusiasmo con verosímil pericia. Mi farmakón, remedio y veneno, a partes iguales, es la lectura, que no consigue evitar que yo me sumerja en lo cotidiano, en la conciencia de la fragilidad. Muere el día.
+ Fue Lucrecio quien escribió sobre el origen de las cosas, en su extenso poema De rerum natura. En el inicio del domingo leo en un periódico digital las apreciaciones de un antiguo político sobre el poema, sobre la realidad de la historia como determinación o como posibilidad abierta. El poema afirma de la materialidad única y final de todo lo que existe, y se trata de consolar a los hombres de esa certeza, del sinsentido de la vida. El hombre está solo: sin dioses, sin alma, sin trascendencia. El cuerpo tras la muerte se disuelve en la nada y la conciencia anterior ni siquiera humo es. El cambio caracteriza la existencia, en él nos reflejamos y al cambio estamos sometidos: para lo bueno y para lo malo. Las ideas anteriores, mal casadas por mi impericia, me rondan desde hace días. Como un zumbido mientras trabajo, mientras leo, mientras conduzco. Parece un gato que reclama su comida, la golosina que lo hace tan feliz. La muerte como medida, la muerte como explicación de toda la lírica. Pero es domingo, hace sol y oigo a mi padre trabajar en la cocina, con la seriedad del niño que juega. Invoco al dios del instante y me dejo mecer por lo que no permanece.
+ ¿Qué importancia tiene conocer el nombre de una grúa, esos pórticos que todas las semanas veo en el puerto de Marín? Esa pasión por dar con el nombre exacto de las cosas, al modo juanramoniano, desliza en mí una manía por la coloración de la realidad. Como si lo real fuese monocromo y la etiqueta le otorgase el color que le corresponde: si somos capaces de establecer una taxonomía, comprenderemos mejor la totalidad, parece desprenderse de esta manía léxica. La grúa es una grúa Post-Panamax, es decir: que puede descargar buques más anchos que el ancho del canal de Panamá. ¿Qué saldo arroja la palabra, cuándo la utilizaremos, qué desvela tras el arcano de su nombre? La poesía es palabra (tautología donde la haya), y yo pienso en su cambio, en su constancia, en el intento de iluminar las sombras que el sentido ofrece, que el significado oculta. El nombre Post-Panamax se posa en una parte de la rutina diaria como la chincheta roja en mapa. La cartografía perfecta sería en el 1:1, quizá la única fiable, aquí reposa mi esperanza: por eso llego hasta el preciso nombre de la grúa. La tarea no se detiene, todo está abierto.
+ Continuo con la lectura de Berlin-Alexanderplatz. Me gusta pensar en todo aquello que me resulta próximo, en cómo mi gusto se ha construido en torno a elementos que esta novela contiene. Como en Ulises, el punto de vista me resulta tan cercano como sorprendente: me reconozco en un cierto mirar, observar la realidad, trazar recorridos que para mí son válidos. Una combinación de vulgaridad, jerga, ingenio, chistes, corporeidad, sexo, tristeza, explosiones de risa, el trabajo y el embrutecimiento laboral, la tarea física, las conversaciones que no aportan índices de comprensión, la comprensión de la muerte en el diálogo con un anciano entre las montañas, en su vieja casa que se derrumbará cuando el muera, para lo que no falta mucho (…) Podría seguir, pero eso ya sería entrar en la ficción y no es ese mi deseo, sino solamente dejar constancia del recorrido que Berlín me propuso, que trato de alcanzar.
+ Releo lo anterior y no puedo dejar de pensar en una suerte de bric-à-brac. Mejor en una suerte de bricolaje, porque el bricolaje es parte de nuestra totalidad, ya que somos una suma de piezas que no terminan de encajar bien, pero sí hacen conjunto por estar unidas, nada más, por coincidir en el momento y en el espacio y colaborar en la función última del objeto, sea ésta la que sea. Me veo yo en esta realidad yuxtapuesta donde se dan cita anuncios televisivos, poemas ultraístas, novelas baratas, epopeyas clásicas, conversaciones de parada de autobús, neones, museos de arte contemporáneo o vídeos de cantantes sincopados, acordes, tambores, el siglo de oro o la guitarras eléctricas, cajas de ritmo, oleaje en formato Mp3 para atenuar el ruido y permitir la lectura o el sueño, el limón con agua templada y el salvado de avena del desayuno, la radio italiana, el resplandor de los primeros rayos de sol en verano mientras tomo el camino de la labora diaria, la radio clásica, las noticas, el relato del fin de semana que algún compañero hace en los inicios del día (…) Y así continuaría en el relato del mi everyday life, pero seguir sería entrar en la narración, y no es el deseo que guía estos apuntes. Regreso al Berlín que Döblin me ofrece. Punto.
+ Imagen: la abstracción del disparo fortuito.
sábado, 7 de julio de 2018
El tiempo de la oportunidad
+ Llega el viernes. Se ha terminado la semana laboral. recibo la hoja donde se refleja mi nómina. La guardo en el bolsillo trasero sin abrirla: conozco las cifras que me corresponden, no hay sorpresas. Regreso a casa. El tráfico es denso y se hace pesado avanzar. A veces me parece que hablo demasiado del tráfico. El tráfico es como el tiempo metereológico: conversaciones de ascensor. El mes de junio se ha terminado. Hojas que se caen del calendario, hojas que no han de volver. No deseo sufrir esa melancolía de lo evidente. Como, duermo la siesta y arreglo la cocina. Una densa capa de pesadez inunda mi cabeza: leo y no sé qué leo. Es el espesor de la tarde, que anuncia tormenta. No es tristeza, es neutralidad. Oigo hablar de hijos, de proyectos, automóviles o números. El debe y el haber. Me relatan unos problemas con hacienda y no sé qué decir salvo un contundente: yo de eso no sé nada. Y es cierto: todo, casi todo lo desconozco. Una cosa sí sé: mejor es no tener problemas con Hacienda. Los problemas nos alejan de la única verdad: el tiempo es limitado, el tiempo del reloj, el tiempo del calendario. ¿Y el tiempo de la oportunidad? Escribir se resuelve en un hábito doloroso que nos ayuda a comprender los huecos que en lo diario aparecen, las sombras junto al camino, el vacío, el silencio. No es una terapia, es un dibujo torpe de lo no dicho a lo largo del día. Viernes, final de junio.
+ «The pursuit of beauty in much more dangerous nonsense than the pursuit of truth or goodness, because it affords a stronger temptation to the ego.» N. Frye in Anatomy of Criticism, Four Essays.
+ Poderosamente nos llama la atención aquello que no podemos reconstruir, que no alcanzamos a entender, una belleza latente donde un posible significado no termina de emerger. La escultura en el museo arqueológico, la pintura medieval ante la que nos clavamos con nuestra visión de turista, el contraste entre la hipervelocidad y el sereno equilibrio simétrico de un parque que descubrimos por casualidad en una ciudad extraña y muy grande: un remanso de paz con niños y perros calmados, sin estridencia, arropados por el murmullo del agua que corre. Esas ciudades que se construyen en la imaginación, en las que nos plantamos un día y, por sorpresa, coinciden que lo elaborado en la fantasía. Así vi yo Nápoles, así pienso yo ahora Nápoles. Por extensión, también, Pompeya. Más allá, los jardines de Capo di Monti. Palmeras, césped y una cortina de sólidos árboles.
+ Retomo la lectura de Berlin Alexanderplatz. Ahí están esas materias muy próximas a lo que yo entiendo como una visión o un punto de vista, mejor: mi punto de vista. Un punto de vista no deja de ser una selección de elementos en bruto, pero la selección es el estilo. La selección aporta una estructura, una línea, un ámbito de reconocimiento. Yo sé que lo que yo veo en la novela está muy condicionado por una educación sentimental que tiene su base en la fascinación por la ciudades y una cierta imposibilidad por alcanzar esa meta. ¿Una meta? Suena una limpia guitarra en Venecia Radio Clásica. El día está nublado y la novela reposa en el anaquel. Habré de darle vida con mi lectura, pero esta tarde, no en esta hora. Quizá en la última hora del día.
+ Moderno viene a ser el resultado de unir modus y -ernus (= hodiemus: hoy). El modo, la moda de hoy. Así, todo se extingue en el momento de la modernidad, pues el hecho de ser moderno y estar ya en el pretérito es una sola cosa. El imposible de la modernidad
+ No es posible ser por siempre joven, leo en una introducción a un poema de J. Keats [«Ode on a Grecian Urn»], una introducción que comienza con la sentencia: «It’s hard to be human». Es fácil buscar en la red información sobre el poema , imágenes, datos. Referencias que hunden al lector en el océano de las suposiciones. ¿Se debe leer el poema desnudo o precisa apoyos que ilustren sentidos a un no leído lector? Responder a esta pregunta es partir en dos la inocencia. ¿Es la belleza el tema? ¿Qué belleza, de qué belleza nos habla el poema? ¿Me está vedado este sentido, su significado, ya que no soy un hombre del XIX inglés? Se abren estos abismos y sé que para la mayoría de las personas no tienen ninguna importancia, para mí sí. Se trata de enfrentarse a ese tiempo que nos muestra la urna, la vasija griega. Eso percibí en Pompeya y ahora lo recuerdo. Aquella sensación es la misma que la del poema, con la salvedad de que yo no alcanzo a trasladarlo a una forma. Pero la perplejidad ante la incontestable presencia del tiempo en las ruinas creo que es la misma. Una melancolía resignada. La edad, la lectura, una semilla antigua.
+ Debo ir a Correos a recoger un paquete, un libro que una librería de Madrid me envía. Es algo que sucede con cierta frecuencia. La costumbre que he adquirido se resuelve en la ausencia de entretenimientos en la espera, salvo el estudio neutro de las figuras que también esperan en el amplio hall de la oficina de Correos. Señoras que no pierden la coquetería, chicas que disimuladamente rezan un post-hippie rosario, hombre panzones y aburridos. Madres: una chica muy joven con dos hijos, negra y muy delgada, con un bolso caro, con un teléfono caro, pintada con discreción, un rojo cereza que la favorece mucho; una mujer en sus treinta o cuarenta, seria, disciplinada, que reprende a su nervioso hijo con un gesto severo; la joven madre de un bebe perfecto. Observo y no añado nada, salvo las posibilidad fotográfica que no se realizará. Es un martes cualquiera de un verano que no termina de cuajar, los que esperamos tenemos un punto de aburrimiento abúlico, lastrado, pétreo. Veo que mi pesadez tras la profunda siesta no resulta privativa. Ya con el libro, camino por la calle, hablo y mi teléfono es el teléfono de un anciano, porque yo lo soy cuando quiero serlo. Veo otras caras que me ofrecen caridad en asequibles porciones de domiciliación bancaria, vendedores de cualquier cosa que, trajeados, se desplazan por la densidad del día, un tanto pasmados, un tanto ansiosos, por momentos, en una síncopa eléctrica. Correos es un dédalo de posibles retratos que nunca se ejecutan. Me sorprendo con los pasatiempos que invento y que deshecho al instante. Soy un aficionado con poco interés.
+ Imagen: entrada, escaleras, introducción, imposiblidad de recuperar el instante, el momento y la oportunidad, su tiempo y su olvido.
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