sábado, 14 de abril de 2018

Relaciones

Pontepei

Combarro

Londres



+ Veo el retrato de Rimbaud de Forain y envidio esa síntesis que su técnica de acuarela ofrece. El negro, los ojos son un rasgo suficiente, la gama de grises. Leo y no recuerdo nada, alguien decía y en eso estoy. Pero debo recordar, reconstruir lo leído, recomponerlo y volver a olvidarlo. Mis ejercicios me abocan a una investigación sobre mi biografía, y no me agrada. Algo veo en ese retrato de R., algo próximo y no agradable. ¿La ebriedad? ¿La ebriedad de los venenos, la ebriedad de la poesía? Ay, ahí veo mi romanticismo, lo detecto y regreso al deseo de capturar trazos y sugerencias.

+ [Nápoles] Según pasa el tiempo y las impresiones se sedimentan emerge una idea de transición. Me interesa mucho cómo germina esta idea, como se expande y fertiliza los trabajos y los días. Cómo hemos pasado de ser unos a ser otros y continuar siendo los mismos [ay, qué amor por la paradoja]. De un punto a otro sin interrupciones, sin bruscos saltos, se eleva su mayestática presencia: Nápoles y una cierta idea de vida. Es decir, hemos estado en Nápoles y algo de la ciudad ha quedado en nosotros debido a que ya estaba en nosotros. Presencias mineralizadas e inconscientes. Pasamos de ser unos a ser otros, me pregunto a qué responde la afirmación, pero paulatinamente, sin rupturas, dejo la cuestión en suspenso. Veo una compleja comunión que está anclada en la construcción sentimental que he realizado a lo largo de los años, y la visión estética se unió a intuiciones que se remontan a la infancia. Respiraba bajo el manto de lo ordinario, las obligaciones y la rutina, y, a veces, pensaba en la Bahía de Nápoles y un enamoramiento súbito me embargaba. Total, que hemos asistido al despliegue de la rara belleza que la ciudad atesora, que se reservaba para nosotros, y entiendo que lo apreciamos porque, como dije antes, ya había algo nuestro en ese despliegue caótico y sensual. El cielo, la trama urbana, las edificaciones y su envejecimiento, una nota elitista, una nota popular, la comida, las tiendas como escenarios, los trenes, hombres y mujeres, motos y automóviles, cuestas, avenidas y el mar, la línea del mar y el Vesubio, los perros y sus dueños, el pesebre como arte, la calle como religión.

+ [Pompeya] Reviso las fotos del viaje a Nápoles y veo que aquello que fotografié lo había fotografiado anteriormente: temas y motivos. De entre ellas rescato una foto donde se refleja la base de una escultura vista en Pompeya: un centauro de Igor Mitoraj. En la base hay rostros vendados. Intenté descifrar su significado, pensé en anclarlo en una imposible antigüedad grecolatina, lo dije y me callé. Algo había que invitaba al silencio: la certeza de que Pompeya habla de la finitud de toda empresa humana, independientemente de consideraciones morales. La ruina es un emblema y los rostros vendados nos hablan de ceguera, una ceguera que permite al vendado distinguir siluetas, pero no detalles. Caminamos por las calles de la excavación y sentimos nuestros cuerpos como vaporosas plumas en la corriente violenta de la historia. Como Fabrizio del Dongo, ni quiera sabíamos dónde estábamos, ni a quién acabamos de ver. Se sedimentan las impresiones y somos transición, repito. Volvimos en tren y el perfil de la bahía invitaba a las melancólicas reflexiones sobre lo fugaz y la necesidad de aprovechar la vida y sus regalos, evitando el dolor, sin olvidar que siempre está al acecho. Nápoles fue un escenario más que propicio para el amor, el fruto de más de veinte años en compañía y comunión, la enseñanza de Pompeya fue otra. Caras del misma moneda: Nápoles y Pompeya, la vida y la muerte.

+ Los dos apuntes anteriores me trasladan a una cita de Goethe donde afirmaba que todo aquél que haya estado en Nápoles tiene la posibilidad de recordar la ciudad y curarse de la afección de la tristeza. No sé. Pienso en Nápoles y reconstruyo historias que nunca han sucedido. Ahora regreso a Dante, a los laberintos de su interpretación. Algo se me escapa y sé que en esa fuga está lo nuclear. Indagar es el pan nuestro de cada día, lo que no implica necesariamente aciertos y certezas. Quizá, incluso, todo lo contrario.

+ Mientras leo: las voces se deslizan hasta mi espacio de lectura. El espacio es mi límite, pero evito pensar en el volumen, en la cristalización del cuerpo. No. Hay otras posibilidades, pero están contenidas en este espacio y en este tiempo, lo que constituye el presente, la presencia. Volvemos a la idea de que no somos otra cosa que tiempo. Las voces que vienen de otras viviendas están vivas: risas, llamadas, advertencias, gritos solapados con amenazas [los niños en esta hora se ponen imposibles]. Esa vitalidad contrasta con la acumulación, de libros, libretas y papeles, bolígrafos, lápices y gomas de borrar. Mi mundo altera lo diario en el punto de cocción de lo ficticio, aunque verosímil. Mi reclusión voluntariamente me aparta de lo diario y regresar es un ejercicio, nunca penoso, nunca fácil.

+ La primera hora de la mañana. Todo se repite y la reiteración resulta agradable. Lo previsible, contra la propuesta que ofrece aventuras sin fin, tiñe lo diario de la necesaria tranquilidad que ayuda a enfrentarse a la lectura. La lectura gobierna el núcleo. El núcleo varía, pero mantiene ciertos rasgos: la permanencia de la lectura, una incierta alucinación, el ritmo y la disciplina. El día comienza y ayer me llegó un disco de canción napolitana. ¿Relaciones?


+ Imagen: una vez más, el sentido llega desde la yuxtaposión. Pompeya, un paseo por Combarro, una exposición en Londres. Tras las tres fotos, estamos nosotros dos: es ese el nexo. ¿Cómo desverlarlo, por qué desvelarlo?