sábado, 24 de febrero de 2018

El dios del segundo


aveiro-costa nova

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+ Quizá se trate de una imagen producida por un ordenador, me digo. Dudo, durante un momento dudo y una sensación de ebriedad me invade. Es inhóspita y cambiante. Algo similar sucede tras una larga sesión de lectura: todo cobra una dimensión excesiva: el extrañamiento de la realidad asusta, ese subrayado. En este momento contemplo otra vez ese rostro y vuelvo a dudar: no es humana esta mujer y su codificada belleza responde a lo que de nuestro deseo se espera, pero no cumple el objetivo: demasiada perfección nos aproxima al terror. ¿Debemos acostumbrarnos al enfrentamiento entre lo creado electrónicamente y lo natural, la verdad que nos ha sido dada, que no es otra que la imperfección? Discuto las palabras verdad e imperfección.

+ [Sin intención]. A veces oigo conversaciones por la calle, fragmentos yuxtapuestos, y me da la impresión de que participan de un largo texto deshilvanado, imposible de concretarse. Palabras, frases, interjecciones. Ese texto poetiza la transición entre mi casa y la biblioteca, entre mi casa y el trabajo, entre mi casa y paseos o excursiones de fin de semana por los bares y los cafés. Escucho el rumor de la ciudad y sólo las palabras tienen peso, sigo sin buscar un sentido, pero lo hay: es una respiración de un animal sin nombre, un animal que, débilmente, percibo. Una mujer habla de un curriculum falsificado, un hombre de la inexactitud de su reloj, un aviso, una reprimenda leve, noticias y encubrimientos, la ineptitud del político local o la soberbia del alcalde, campos sin trabajar, los cultivos olvidados, cenas o la firma de una escritura, un proceso terminal o los caprichos de un conserje en la última oficina bancaria digna de tal etiqueta. Nada casa con nada y vuela un idea, que se desvanece entre la multitud. No la atrapo. Es jueves y la radio arroja música y afirmaciones contundentes, se recorta el parte metereológico y los Estados Unidos son hoy el protagonistas: el presidente tuvo relaciones con una actriz porno, eso se afirma, quizá sin pruebas, y uno de sus empleados pagó una importante cantidad de dinero para que ella se mantuviese en silencio: sin pruebas, sin elementos de juicio y con una espesa verosimilitud. El silencio, la verdad y la mentira. Son las siete y media y el día comienza y yo, en mi coche, camino del trabajo, pensaré en ese hilo inasible que se produce ya, que nunca duerme. El parloteo de la ciudad, las verdades y las mentiras que la radio arroja. Ruido que entorpece el sueño.

+ [Dos personajes de mi infancia]: Clovis Dardentor Y Tartarín de Tarascón. Los dos viajeros, los dos franceses, los dos excéntricos. Ellos colaboraron en un imaginario que todavía permanece: el viaje y la excentricidad. Cuántas veces ambas cosas se han transformado en un vaporoso esnobismo, con sus flecos de arrogancia y presunción. El tiempo ha limado sus aristas y queda una tendencia a la nota discordante, la apreciación ingeniosa y el acento amargo sobre el vacío que todo conlleva. Así la postura estética que sufrimos nos retrata, para nuestro gusto y disgusto. La confesión en este punto se produce cuando oigo en la radio hablar de viajes y el que relata los suyos me recuerda a mí mismo. Pero yo he renunciado a esa postura, me digo, pero sé que no es verdad, nunca podré apartarme de esto, nunca totalmente. Esas cuestiones nos remiten a una modulación de nuestros vicios. Así, siempre quisimos ser alguien y ese alguien se ha ido replegando secuencialmente hasta formar un personaje interior que no se muestra con la facilidad que antes se mostraba. Ay, los dos viajeros con sus poderosas presencia me acompañan, pero ahora guardan silencio y yo les permito emerger a veces, sin demasiado estruendo, con la sordina de la prudencia.

+ Otra vez sueño con ciudades: paseos junto al mar, cafeterías y grandes vías de comunicación. ¿La Francia Atlántica?

+ Ha salido el sol y he vuelto a correr. El agua colmaba el río. La represa permanecía oculta por el ímpetu de la corriente: una sedosa onda que deja ver los fragmentos de hormigón. Belleza contenida. La senda, los árboles, el todavía invierno, los ya vertiginosos brotes de los árboles, el atuendo tan colorido de los corredores, yo me visto de negro, el molesto ciclista: mejor permanecer en la ignorancia, el sonido de la corriente, música. La música resulta imprescindible. Me canso, llevo una semana sin correr. Tenía planificado obviar la lluvia y salir a correr, pero no lo hice. ¿Me causa desazón? Pienso detenidamente en las bibliografías que manejo y un abismo se abre ante mí: qué poco tiempo tengo. Los limites vitales establecen un contexto y un vértigo, también una nausea. Mejor dejarlo a un lado, como la presencia de los ciclistas. La indiferencia que aporta la edad no es un regalo, es un don. Y eso me recuerda al poema de Claudio Rodríguez: «Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas / sino muy por encima, y las ocupa / haciendo de ello vida y labor propias.» Es el «Don de la ebriedad». Volvería mi pequeño Rimbaud, pero desisto, no son horas, no tengo edad. Corro y noto la fatiga, ya estoy de vuelta, en los dos últimos kilómetros. Me cruzo con una compañera de trabajo y sonreímos, nos saludamos por nuestros nombres; cada uno en su dirección, direcciones contrarias. Me saluda un policía nacional que siempre me saluda, se aleja en un sentido, digamos, perpendicular. Casi he llegado y el cielo es azul, muy azul, pero una brisa suave me otorga un minuto de divinidad. Soy un dios. El dios del segundo.

+ El tiempo y el espacio. Tengo una extraña sensación cuando visito centros de veraneo en invierno. El recogimiento de esas arquitecturas desmontables: kioscos, veladores, carpas o toldos. El vacío de las calles, la rutina del invierno tan opuesta a la rutina del verano. Silencio, un sordo vagar, las motos lejanas, la playa entre el gris y la ceniza, el apagado gris. Todo son atenuaciones y ese clima se inyecta en el ánimo. Una cerveza helada, sin alcohol, música de actualidad en una grandísima pantalla que nadie mira, conversaciones sobre resultados escolares, alguno fuma despistado, otro atiene afanado a su teléfono (¿todavía se debe llamar teléfono a lo que es ya un espacio?), mientras: el camarero en su indolencia ve como algún coche se desliza por el paseo con una exactitud metafórica. Un libro y la mano amada. Tomamos el coche y nos perdemos en el perfil de la costa. El vacío persiste y emerge una melancolía agradable, sin culpa, sin prisa, sin penitencia. Sin convencimiento, disparo sobre el paisaje o sobre la arquitectura: las vacaciones que tendrán que llegar, el verano que hará multitudes donde hoy solo hay vacío. Disparo, otra vez, contra el mar encrespado, sobre la maquinaria que eleva un espigón, contra el paseo de tablas y postes que deben ser reparados, cuando la temporada comience: faltan meses y, mientras, se mantiene este clima de irrealidad. En la senda hermenéutica me digo: no hay hechos, sólo interpretaciones.

+ Imagen: tres imágenes que se yuxtaponen para dar una idea del día anterior al fin de año, en la navidades del 2017. Queda en suspenso esa irrealidad navideña en el ámbito dormido del centro vacacional y de los no menos durmientes atractivos turísticos. El dios del segundo nos iluminó y nosotros obramos en consecuencia. [Las tres imágenes y la de la entrada anterior se deben incluir en una serie, que, a su vez, la componen otras imágenes dormidas en ese limbo electrónico: ¿cuajará?]