sábado, 10 de febrero de 2018
Un pensamiento circadiano que no termina de cuajar
+ Mientras conduzco, continuo reflexionando sobre la posibilidad de un carácter narrativo que configurase la carretera. Una posible configuración que se subordina a mis intereses. La arquitectura y el paisaje conforman un contexto, las casas contienen historias que ignoramos, que nunca llegaremos a conocer, pero que están abiertas a una sugestiva suposición. Las vemos mientras pasamos y somos conscientes de que nada sabemos. Recuerdo, ahora, aquello de que la calle es para desplazarse y la plaza para estar, en la carretera las dos circunstancia se dan, me planteo sin demasiada convicción. Al borde un hombre vende cestos, otro fresas, aquél naranjas; camiones, casas de comida, bares con café fuerte y humeante, rutilantes botellas de coñac o whisky, vasos rayados por insensibles lavavajillas. La hermosura del vaso, su limpia sencillez, colmado de agua, vacío, con una línea de vino en su fondo. No recuerdo poemas sobre las carreteras, pero mi memoria no es muy buena, y su fuerza ya es ruina sin posibilidad de reposición. ¿Habré leído alguno y no lo recuerdo? Se mezcla con la reflexión la música que llega desde la radio. Siempre música. Música clásica, música electrónica, música española o francesa. Evito las tertulias políticas porque enturbian el placer de la conducción: conduzco lentamente, con atención a todos los elementos de la señalización, la mirada fija en el horizonte de la marcha. Paro y pido un café aguado al que no añado azúcar. Leo los titulares del periódico, pero termino por fijarme sólo en las fotos, como en un ejercicio de desautomatización: elevadas cotas de lo cotidiano, pendientes de ser rescatadas de esa invisibilidad automática. ¿Es narración o es poesía la carretera? Sigo mi camino y sé que el camino añade y la meta es el final. Todavía conduzco.
+ Los libros en la estantería son un muro multicolor. Los veo y me pregunto si hay una lectura estética en la composición que se ha logrado. Pienso: tres estanterías: los libros con una edad tienen lomos oscuros y solemnes, dignos o catedralicios; los más recientes, son de colores vivos, colores próximos a nuestra realidad de publicidad, cartel de neón o televisores, pantallas y papelería varía. Azul-eléctrico, verde-marujita, rojo-pasión, fucsia-chicle. El contenido se desbarata. Pienso en la vista a una librería en Francia y que allí los libros, sus lomos, nunca sobrepasaban un delicado tono vainilla, tan neutro, tan necesario. Y así, en la mañana del sábado, en un alto en el camino [nel mezzo del cammin di nostra vita] me dedico a establecer para mi uso particular que los libros no deberían tener colorido, ni imágenes de gran calidad en su portada, ni tipografías atractivas, porque todo eso es otra cosa. Me rindo y regreso. No hay quién me entienda, mucho menos a esta hora. Las reglas que pretendo constituir son internas e inestables.
+ «a veces pierde el hablar / lo que el callar ha ganado» en La Galatea Cervantes.
+ Tomo del estante un libro de la Universidad de Alicante sobre la novela española durante la postguerra. Paso las hojas y sé que no busco nada. Se desliza una nota que me dejaron en una mesa de trabajo que ya no es mía. Leo la carta y veo que han pasado casi diez años. Finaliza con un: tu amigo Pablo y una rubrica nerviosa. El tiempo se ha detenido ahí. La nota me remite a un otro momento, a historias y personas con las que ahora no me relaciono porque la distancia obliga al olvido, sumerge toda aquella intimidad en una profundidad oscura de la que nunca se sale. Más que pena, se trata de perplejidad, me digo. La aparición de un papel nos trae un mundo, pero no lo podemos reconstruir, salvo en la imperfecta memoria, en sus intrincados pasadizos, como un laberinto. Todo es humo. Me veo barroco en mi recordar y en la lección que de todo ello extraigo. Con todo, años después volví a aquella oficina y los muebles eran otros, las personas eran otras y los asuntos habían cambiado. Los reconocía y me reconocían, pero habían envejecido y sus nuevos atuendos conservaban un aliento de una modalidad singular: lo que en la persona persiste. Hablamos, tomamos café y nos despedimos. Lo que permanece no siempre es fácil detectarlo, pero yo lo conseguí y eso me alegra. Dejé la nota donde estaba, con la esperanza de olvidar y en un otro momento verla emerger de su urna: el libro.
+ Una apacible acedía me invade. Un sueño pesado, el frío de la calle y el calor de la casa, libros, libros y libros sin leer, una luz dorada como el ámbar. El café humea, lápices, papel y fotos viejas. Todo decorado tiene un alma sin sospecha, con profunda verdad, líneas quebradas y fronteras: el público, la sala, la oscuridad. La acedía no se resume en teatro, pero una solución es el teatro. El teatro de esta tarde de febrero, el que soy y el que no seré. No ser es también una manera de ser, pienso en la cama mientras un taladro en alguna casa atenaza la tranquilidad de estas horas. Voces que llegas a través de las paredes, el llanto sordo de un perro, la risa inquieta de una niña. Libros de poemas, guías, diccionarios o libretas de notas. Escalar esa montaña del olvido y volver al valle, sin recuerdos. Hay un ejercicio que tiende al vacío. Escucho hablar a otras personas, conversaciones entrecortadas que adquieren su sentido por yuxtaposición: ese solaparse es la voz de la ciudad. Ahora comprendo todo, dice alguien, te lo digo yo, que su hijo abandonó los estudios y ahora trabaja en supermercado, añade otro, no es momento, dice, anoche y no llegará a Madrid, sentencia. Aquí y ahora, todo el sonido recordado, las voces y sus cristalizaciones, son un humo hurtado al capital fantasma de las apariciones. Ubi sunt.
+ La cámara de fotos tiene la posibilidad de dar un acabado de maqueta a aquello a lo que se dispara. Disparo sobre una parada de autobús, en unos jardines, en Madrid. Hay un propósito: la maqueta como sistema estético y social, la representación que engulle a lo representado. Yo estoy ahí, pero detrás de la cámara: esto me retrata a mí, todas esas elecciones: punto de vista, encuadre, efecto maqueta. Soy esto, pero mucho más, pero esto también, no lo olvides.
