sábado, 17 de febrero de 2018

De la sombra a luz, de la luz a las sombras


Costa Nova- Aveiro


+ Se corta el flujo eléctrico y las tinieblas se adueñan de la casa. Enciendo un flexo que funciona con pilas y tiene bombillas led, su luz es tenue y macilenta, de un romanticismo empastado en el óleo y las veladuras. Sigo con mi lectura gracias al divino flexo y lo único que se escucha es el tic-tac del reloj, que también funciona con pilas, que preside el cuarto: para saber cuánto hemos gastado y cuánto hemos malgastado. Aristoteles, su Retórica. Leo y subrayo. Dejo el libro, abro la puerta principal  y salgo al pasillo para saber qué pasa, bajo hasta la portería y escucho las explicaciones con atención pero sin mucho interés. Soy un fingidor. Tengo mis dudas, no creo que se soluciones el problema fácilmente y me equivoco, en menos de quince minutos el flujo eléctrico se ha repuesto. Y en esto, que había decidido disfrutar de la ausencia de electricidad. Con el regreso del flujo vuelve la maquinaria del ruido, que comienza su movimiento sin pausa: electrodomésticos, televisores, un taladro. Son casi la diez de la noche y el taladro es todo un emblema del progreso y sus incomodas aristas.

+ «Ven, muerte, tan escondida» Comendador Juan Escrivá en el Cancionero General de Hernando del Castillo.

+ La copistería agrupa a personas diversas. Una mujer que copia escrituras notariales en su impermeable bueno y viejo; un señor que copia los planos de su casa: tiene problemas de dicción y al empleado le cuesta comprende sus instrucciones; otro hombre le entrega a la empleada un papel cebolla con una fachada dibujada a lápiz e indica que se lo reduzcan al veinte por ciento: ¿al veinte por ciento o lo que quito un veinte por ciento? oh, sí, le quietas un veinte por ciento, por favor; jóvenes universitarias con los temas y la prisa: ahí está el carnaval: pelo rojo y largo, medias de seda y zapatones ambiguos, gafas de pasta y la línea del ojo entre el oro y la violeta elegancia de las noches sin fin. Veo a las persona y muestran un espectáculo sin variación, por esa misma insistencia se hace apetecible, es su ritmo, el ritmo de los días y las impresiones. Doy mi memoria electrónica y me imprimen lo que yo deseo que me impriman, encuadernan bajo mis ordenes y, después, me cobran 11, 20 euros. Me alejo con mis papeles y paseo por la ciudad. Observo el interior de los establecimientos y trazo un paralelismo con la copistería. Esas intersecciones entre las vidas, ni se observan, ni se estudian, pero yo sí: un espía sin función ni fundamento. Recordaré los rostros y los enlazaré con otra ubicaciones, sin propósito, salvo la pintura de los cotidiano. Este año el carnaval cae en febrero, febrerillo loco, tiene días veintiocho.

+ La belleza de los objetos cotidianos se ve incrementada por su uso. El uso les aporta vida y personalidad, nuestras manos inciden sobre ellos, la huella, el tránsito de lo nuevo a lo  gastado se hace virtud. Vemos esa silla donde nos sentamos desde hace años y en ella reconocemos nuestro gesto, el hueco que nuestro cuerpo opera sobre su tapicería. Si encontramos en un rastrillo las pertenencias [siempre de un muerto] semeja que adivinamos algo de su vida [nos equivocamos]: la boquilla de la pipa mordida, la inclinación del plumín de la estilográfica, el rayarse un reloj en su esfera. Prístinas en su embalaje, el tiempo las personaliza las cosas en un vago reflejo del poseedor, de sus poseedores. Así siempre me llaman la atención las guitarras envejecidas en talleres guitarreros, con el fin para que tuviesen una vida. Una vida falsa, una vida construida por manos expertas que saben de cómo envejece una guitarra que va pasando de mano en mano. Golpes, quemaduras de cigarrillos, la incidencia de la púa sobre las maderas y los plásticos de la guitarra eléctrica, el roce de un cinturón sobre su parte trasera: a lo largo de los años. Pero eso no es lo que me interesa porque esa ilusión no aporta nada más que una máscara verosímil y prescindible. Vuelvo al rastrillo y después observo mis pertenencias y trato de establecer el camino que allí las conducirá. Ay, no es pequeña enseñanza: el uso, la muerte y la venta de los pequeños objetos cotidianos de los muertos, de los que es casi imposible descubrir su biografía, el sentido de las huellas en su objetos, los roces y los desconchones que allí habitan. Vuelvo a la lectura si el ensordecedor ruido de los tambores carnavalescos lo permite.

+ La biblioteca de Petrarca tenía entorno a doscientos ejemplares, todos ellos, como resulta lógico, manuscritos. Y finaliza así el primer soneto del Canzoniere: «che quanto piace al mondo è breve sogno.» Qué se desprende de la oposición de ambas afirmaciones. La brevedad es la cualidad que recubre todo lo humano, la cantidad no importa, importa la calidad. Doscientos libros son muchísimos libros si en ellos se abriga lo que precisamos, si hemos escogido bien. ¿Qué precisamos, un sueño, el sueño sobre nuestra trascendencia, sobre el desaparecer en lo diario? Petrarca ya no es y hoy volvemos sobre su poesía. Vemos la forma y es la forma la que cobra sentido, pero ¿dónde está el que vivió, el que trabajo en su obra hasta lograr esa cerrada perfección? No es una cuestión de preguntas, el tránsito comenzó hace mucho. Pero el sueño es breve, la vida es breve.

+ En la tarde del domingo, cuando ya el día comienza a declinar, paseamos frente a la plaza de abastos, cerrada, dormida, fría o ausente. Caminamos y vemos una montaña de lo que parece basura y lo es. Son los restos que han quedado del mercadillo que se celebra todas las mañanas de domingo en esa calle próxima al mercado. Cajas, zapatos usados, lámparas rotos, libros absurdos, revistas muy viejas y en buen estado, libretas, tenedores de alpaca, y otras piezas que, estoy seguro, antes habían sido rescatadas de los contenedores de basura. Así es como se hacen los mercadillos, basura que vuelve a la basura, objetos de muertos que los compran muertos para regresar otra vez. Es un ciclo como lo es el ciclo del agua. Hay un plato que llama mi atención y tentado estoy a rescatarlo, pero desisto porque sería romper una suerte de sortilegio. Nos alejamos y comentamos la capacidad que la vida ordinaria tiene para establecer metáforas, límites a nuestra ingenuidad. Los mercadillos siempre dan grandes lecciones, incluso en su ausencia.

+ Un día festivo, entre semana. Música sacra, café y viejos textos sobre vieja retórica. Luego, un soneto y un insoslayable deseo de dormir. Hay una pereza con gran carga erótica. Fotos de gatos, tatuajes, cigarrillos electrónicos, la mensajería automática, fotos de mujeres risueñas, papeles por revisar, más sonetos que esperan nuestro juicio ( y qué poco vale éste), herramientas unipersonales, el sonido del edificio es un sonido orgánico: digestiones, respiración, viejas articulaciones que rechinan, alguien tose y ese tosido refleja la edad de los habitantes: así por ensalmo. El tic-tac del rojo que preside el estudio me acuna, yo me dejo llevar y me adormezco: una siesta de quince minutos que reblandece la voluntad: cuánto me cuesta retomar la lectura. Sólo deseo ver cómo la lluvia esmalta el asfalto, cómo caminan los pocos que a la calle salen. Es un festivo sin mucho sentido, pero mañana es jueves y se dibuja el fin de semana: ámbitos de expansión y familiar despensa: libros, chocolatinas y música. Cierro el miércoles con una sonrisa, como las mujeres que la red me arrojó: mujer + sonrisa.


+ Imagen: objetos sin importancia, un detritus de lo cotidiano, se eleva sobre el día a día y contiene una metáfora: todo se desgasta; quizá un día fue vanguardía, hoy sólo es una baliza en el camino de dos turistas que aprovechan la tarde anterior al día de fin de año. La niebla otorgó su pátina de romántica expresión: del 2017 al 2018.