sábado, 11 de marzo de 2017
Un dios llamado Oscuridad
+ ¿Nos referimos a la Fortuna y a su caracterización, a sus detalles y diferencias? El gobierno del mundo por parte de la Fortuna es una explicación medieval de la realidad, en relación con la voluntad divina y con una posible corrección mediante la virtud. Interesa una Fortuna que se declara caprichosa y sin posibilidad de cambio, ni de enmienda sobre sus designios. Sobre lo divino y lo humano, sus decisiones son inapelables. A uno le tocan 5 millones en la Lotería Primitiva y es su desgracia; otro se emparienta con aquella ‘la mujer de sus sueños’ y comienzan a sufrir los dos; el más alejado entra por la puerta grande de esa soberbia colocación laboral, y aquí localizamos su muerte en vida. Tentar a la Fortuna supone exponerse a su maldición y sus caprichos, como bien sabían los griegos, ya que el peor de sus castigos es la consecución de los deseos. Así se puede invocar el inicio del siglo XXI, las razones del capricho de la ‘varia diosa’.
+ He visto caer la nieve. Lenta, esponjosa, llena de una apariencia mortecina. Cubría prados y árboles, una niebla densa desdibujaba el paisaje, la música de piano en la radio reflejaba bien el contenido del pronóstico del tiempo. Ningún pájaro volaba, no había más sonido que la radio del coche y el run-run acompasado del motor. Siempre vigilante, siempre atento. La niebla es hipnótica en un sentido estricto. La nieve es fría y hermosa, la conjunción nos lleva a pensar en un sueño del que nunca se despierta: palacios de hielo, praderas de nieve, carreteras sin fin. El camión pasó y me devolvió a la vida. Un rugido de bestia insaciable. Acordes superpuestos, zumbidos y acoples de amplificador. Ay, el ruido bajo la nieve. Blanca diosa de la mañana, levántame cuando me caiga.
+ «Yo soy muy sensual. El día que me falle la sensualidad, tomar una copa, sentir el buen tiempo, meterme en una piscina, o en el mar, ver a alguien que está muy bien físicamente… El día que todo eso me falle, la vida será un sitio inhóspito». Dice Gil de Biedma en una entrevista que leo un sábado por la mañana, que apunto ahora aquí. ¿De qué da fe? Una celebración necesaria de la vida, una prontitud de frivolidad y sustancia que nos arrebata, el disfrutar excelso del estar vivos. Los cuerpos, la comida, el paisaje, un poema, un cuadro, la poca necesidad de hablar [en ocasiones], un paseo, la lejanía del horizonte, el trabajo bien hecho, está página sin dimensiones. Esto y mucho más, que se atesora en el interior y nos permite sobrellevar la planicie de lo diario, de la realidad circundante. [Según leí el diario del autor estas afirmaciones suyas en la entrevista han sufrido una metamorfosis: no es la misma sensualidad la suya que la mía, pero prefiero conservar lo escrito y no enmendarlo].
+ La nieve me otorga una imagen que guardo como oro en paño. Qué hermosa expresión la de «oro en paño», qué colores contradictorios: el blanco puro y el amarillo del oro. [Minutos después, caigo en la cuanta de que el blanco y el oro son los colores del Vaticano; desde luego que los tiros no iban por ahí].
+ Llega un momento que, tras haber leído unos cuántos versos y unas cuántas opiniones y juicios del poeta, uno cae por la pendiente de buscar acontecimientos y fotografías personales. Reconstruir una vida es peligroso, pues siempre se está en el filo de confundir motivos vitales con esas tenues verdades estéticas que algunas obras de arte atesoran pero que no pueden ser traducidas a otro lenguaje, que no admiten reflejos viales. Sólo son posibles en lo propio. En ese filo se debaten los vídeos que veo sobre Gil de Biedma, del que leí ayer unos diez o doce poemas, una lectura que se alargó hasta más allá de la una de la madrugada, más allá de lo deseable. Ahora, en un intermedio que me concede el Siglo de Oro, regreso a su figura y hay muchas cosas que no comprendo, que no puedo estilizar en una línea biográfica, pero que sé que todo ello va en detrimento de la propia lectura, de la propia poesía, pero debo continuar esa investigación mínima. Cierro los vídeos y vuelvo sobre Góngora, sobre la fábula de Píramo y Tisbe: su poesía, la ausencia biográfica. Hay momentos en los que sólo cabe un formalismo lector; éste es uno de ello y de ello dejo constancia. Queda abierto.
+ No puedo evitar un aire de melancolía que viene dado por una circunstancia que soy incapaz de controlar. Se suman lecturas venenosas, un tiempo inestable y el espejo de la edad. Desafíos, batallas perdidas y algunas humillaciones perdidas en el tiempo. Pero me deshago de este fardo y escucho con atención el rumor de la primavera, que comienza a despuntar en los brotes de los árboles. Cojo el ligero tomo de Marco Aurelio y recuerdo que todo malestar es siempre interno, y la tarea es localizarlo y anularlo. Lo intento y lo consigo.
+ Ahora, un poco más tarde de haberme duchado, dejo a un lado el libro de Gil de Biedma, su diario. No sé, creo que no continuaré, aunque no lo puedo asegurar. Hay algo en el personaje que no me gusta, que me pone nervioso, que detesto. Una estridencia molesta. El sábado devolveré estos libros a la biblioteca pública y dejaré Las personas del verbo, su poesía, en el lugar del estante que le corresponde. Al mismo tiempo, mientras escribo lo que escribo, me parece que todo este su mundo es algo antiguo y gastado, desligado de los poemas, que su contemplación perjudica con enojo la lectura. Curiosamente, insisto, creo que no arrojan luz sobre la poesía sino que, al contrario, enturbian una suerte de limpidez, como si un barro sedimentado en el fondo aflorase para pervertir el agua clara.
+ Termino por dar con la clave de mi malestar, y la raíz está en los Diarios de Gil de Biedma.
+ Lo recuerdo. Fue en los diarios de Andrés Trapiello donde tuve la primera noticia de la estancia de Gil de Biedma en Filipinas y su trato sexual con niños, vaya: la pederastia del gran poeta. Lo había olvidado, pero cada vez que volvía sobre sus poemas algo desagradable parecía respirar en su profundidad. Sí, es eso, una miseria profunda. Cuando llegué a la lectura del episodio en su diario no podía creer lo que leía, la frivolidad destilada, una abrumadora verdad que provenía de su propia y no culpable confesión. No había arrepentimiento, sólo frivolidad. Se derrumbó la grandeza de su poesía en un instante. No sé si estoy obligado a separar una cosa de la otra, pero no quiero hacerlo, no creo que se pueda hacer, ni se deba tan siquiera.
+ Y algo que extraigo de El Confidencial, escrito por Alberto Olmos: «Los aficionados a la diarística emparentarán enseguida ese gusto por los chicos de Gil de Biedma, y su consiguiente relato en páginas privadas, con relatos similares que figuran en el conocido Diario de André Gide, autor de cabecera de nuestro poeta. ¿Qué hacer con esas páginas, con esa delincuencia? ¿Callarla, evitarla, enterrarla? Entre el apetito de castración de quienes sacarían a un autor de los libros de texto por haber mantenido relaciones sexuales con menores, y la connivencia amical de otros que se limitan a hacer la vista gorda, solo queda apelar a la literatura como juez imparcial de una obra concreta. Esto es: ¿hay verdad y belleza y testimonio en ese libro?»
+ Lo anterior me lleva a una frase que suelo repetir: nos gusta el arte, pero no nos gustan los artistas. Hace años se la oí a una persona brillante en lo suyo, la Historia del Arte. Conservo esta enseñanza con cariño. Y ahora la recupero mientras dejo esta poesía de Gil de Biedma en cuarentena.
+ Imagen: hojas secas, el otoño, la ampliación de una verdad que se oculta pero termina por emerger.