sábado, 18 de marzo de 2017

Madrid (marzo 2017) [1]




+ Aterrizo y la ciudad me espera impaciente [esto me gusta creer a mí]. Me aguardan ocupaciones y afanes que se extienden a lo largo de un año y en quince minutos conocerán su resultado. El viaje ha sido tranquilo.

+ [Avión]. Me siento en el lugar que me corresponde, lo ordeno todo, pero algo se me ha olvidado. Me levanto, me siento de nuevo y noto que algo se rompe. El reproductor de Mp3 se ha roto, le ha saltado la tapa y ahora muestra su intrincado interior. Veo una semejanza con una cabeza a la que se le hubiese quitado la parte superior del cráneo, esas figuras didácticas para comprender la anatomía del cuerpo humano. Esto no interesa demasiado, lo que me llama la atención es el hiato entre el exterior y el interior. Un exterior mínimo, un interior laberíntico: impenetrable. ¿Una traducción poética? He arreglado con mucha pericia el cacharro y sé que he aprendido algo que ahora debe sedimentarse, un proceso que me ayudará a concretar una otra idea del interior y del exterior. Queda abierto.

+ Por la calle oigo a alguien que su novia es coaching en una empresa de big data. ¿En qué consiste su trabajo?, le pregunta el interlocutor, y el chico, muy joven, muy anillado, muy tatuado, responde que hace juegos para animarlos y que aumente la productividad. Me alejo no sin antes escuchar un dubitativo y escéptico “ajá”. Madrid se ve inundado por la luz del sol de marzo, hay viento y la gente se engalana para la esperanza del verano (es decir: se quita ropa), pero todavía no es verano, ni siquiera es primavera. Palabras que vuelan de boca en boca que remiten a una realidad más allá del tiempo y del espacio. La esperanza de una agradable vida con la persona amada. Aquí reside todo, no hay mucho más.

+ Veo pasar por la Gran Vía al cantante que ha modificado su imagen recientemente. Del pop cínico a un estilo de coñac, espesas alfombras y pesados muebles. Barbour, náuticos, pantalón de lona, camisa de rayas; barba, gomina y pipa en arabesco. Tengo su canción en el Mp3. A L. no le gustó y lo entiendo, en ese sentido que a ella no le gustó a mí tampoco me gusta, pero yo me he rendido a un desarrollo guitarrístico ascendente, rápido y bien rimado. Ninguna de las otras canciones del disco me gustan,  el disco no me parece gran cosa: prescindible. Continuo mi paseo y creo haber comprendido el sentido de la canción, que no es más que un formalismo que no cuaja. Es el vacío que impone la necesidad de producir, la demanda del mercado.

+ Mientras recuerdo el día que pasé en Madrid, con sus obligaciones y sus ornamentales entretenimientos, abro el paquete que llega desde Toledo. Viene entre otros, el libro de Santiago Auserón, El ritmo perdido, recojo una cita: «Quizá uno no acaba de entender las cosas hasta el día en que a nadie - o pocos más- interesan». Aquí queda, y continúo con la meditación sobre la ciudad y un futuro que se abre ante mí.

+ Lewis Baltz en la Fundación Mapfre. Es un día tranquilo y se agradece la poca afluencia a la exposición. Sólo somos tres personas, no nos molestamos. Las fotos me confirman mis expectativas: hay una conexión entre el fotógrafo y una idea que yo tengo de hacer fotos, que va más allá de las propias fotos y se convierte en una proyección integradora de la realidad, de un segmento de la realidad que yo deseo significativo y nuclear. Lo que no interesa, en definitiva. Cunetas, acumulaciones caóticas (qué rédito tiene la figura retórica), construcciones sin identidad, sin intención de poseer una personalidad o un estilo, automóviles recortados contra fondos neutros, almacenes, persianas, ventanas que sólo son un rectángulo. También, sus fotos en color. Pero para no abundar en la recolección de los motivos, lo dejamos en esa forma de seleccionar los elementos que ofrece lo cotidiano, toda la carga de las intenciones. Se eleva sin remisión lo posible, confundo lo mío con lo suyo sin solución. Fuera hace un día soleado y el capítulo arte del breve viaje a Madrid ha quedado cumplido. Poco, breve y bueno.

+ [El el metro]. Se sientan ante mí una pareja que están en sus treinta [ay, cómo me gusta este calco del inglés]. Ambos se entretenienen con sus pantallas. Ella tiene la cara plagada con unas manchas rosadas que se concentran en la nariz, el entorno de la boca y en las mejillas. Es rubia y vaporosa, una princesa renacentista con bolso de Purificación García, reloj Marc Jacobs y mokasines Todds; ay, ni es guapa ni es fea. Comienza un proceso que la transforma. Una crema que extiende por toda su cara con cuidado, el negro de humo que deposita en sus pestañas, un azul ligero en los párpados. Espera. Al cabo, deposita sobre el su mano una pasta color carne que ha de extender por su rostro con una brocha. Desaparecen totalmente las manchas. Sobre su regazo tiene una bolsa de tela de donde saca y retorna las herramientas, los botes y los tubos. Ahora es otra, su rostro ha ganado seguridad. Llega el momento de abandonar el vagón, besa a su novio y se dicen que se verán a la noche. Creo entender el germen de un poema, lo valoro y me abandono a la música de Santiago Auserón, sin poder olvidar el tema de la persona, el personaje y su máscara [¿cuántos somos a lo largo del día?].

+ Cuando se solapan las tres imágenes surge el espíritu del día, un dios menor y esquivo. Los árboles, su floración y una sombra (de un árbol, un otro árbol). El mesaje debe permanecer en lo criptico. Su éxito  se refleja en la sucesión de posibilidades. Son las condiciones de posibilidad, del proyecto que nace, que nace en Madrid. Creo que estas condiciones viven en los árboles que puede encontrar de camino a la Uned, al Edificio de Humanidades. [Jarvis Cocker: yeah, the trees, those useless trees produce the air that i am breathing. yeah, the trees, those useless trees; they never said that you were leaving].