sábado, 7 de mayo de 2016

Zonas de sombra




+ Cambio de opinión. En la sobremesa hablan y hablan, se enfadan y beben lentamente, con rabia, se podría decir. Sus ideas fundamentan todo un mundo. Los sábados se someten al mismo enfrentamiento. Los veo y no puedo determinar dónde está su principio rector, ése que gobierna sus impulsos. Yo no encuentro placer en esas largas discusiones, que en realidad son inmotivadas y lo único que les da sentido es el enfrentamiento en sí mismo, no hay más motivo que ver quién gana, y nunca gana nadie. Al final se despiden con un poco de malhumor, pero con la certeza de que no pasa nada, que hay unas normas que impiden que la sangre llegue al río. Les observo, una vez más, y no les comprendo. Yo no soy así, no me apasiono, no me gusta el futbol y no veo la televisión. Mi tiempo libre tiende a la lectura, al recogimiento, más a escuchar que a hablar y aunque no siempre estoy de acuerdo, procuro no intervenir demasiado; no tengo interés en ganar, ni me molesta perder. Ahora, que es un poco tarde en esta noche de transición del sábado al domingo, el silencio toma la habitación y sólo se oye el rumor sordo de los altavoces sin música. Un constante zumbido que me adormece, que me traslada a la lírica de los aviones y  los transportes públicos, en días de semana. Cierro el ordenador.

+ Las casualidades me llevaron a entrar en aquel bar de tapas y griterío. Sólo iba al baño; la urgencia. Hace tiempo, de alguna manera, rompí la relación con viejo amigo debido a que se había empeñado en cortejar a una subdirectora de sucursal bancaria. Yo entendía que era una traición y se lo hice saber, finalmente no quedó más opción que el alejamiento. Quería que yo fuese su confidente y no habría habido ningún problema si él no tuviese pareja. Me hablaba de su risa, de la lozanía de su piel, de la inteligencia de las manos de aquella mujer. Ayer la vi, entre todo ese tumulto gritón, con su marido y otro matrimonio. Me pareció vulgar, un gesto tonto y esquivo, una risa escandalosa. Hay cosas que no entiendo y prefiero que continúen así; no entender es un escudo contra otras agresiones.

+ Realmente, me sentó mal ver los cuadros de Georges de la Tour. No tenía ganas, me encontraba mal allí, en El Prado. No era la primera vez que sufría esta sensación, pero allí estábamos, como si fuese una novedad, ese malestar repentino que nos envuelve y no sabemos cómo reaccionar; por ejemplo: un bajón de tensión, el estallido de una borrachera indeseada, el mareo en el coche o en el barco. Era algo físico que tenía que ver con los cuadros, con la aglomeración y con un olor indefinido, que no tendría porque ser desagradable, pero lo era. Nunca hay un solo motivo, una conjunción se eleva en contra de nosotros y nos vemos obligados a luchar. Sé que una sobredosis de cuadros es letal, que produce una melancolía que comienza por excavar la confianza en el poder de la pintura: se torna superficial y prescindible. Pero con Georges de la Tour era algo personal y eso no me gustaba. ¿Se trataba de esos rostros que emergen pasmados del fondo de la oscuridad o la propia oscuridad de la sala, o lo que había leído anteriormente del afamado columnista? Se sumaba todo y nada restaba. Allí estábamos los dos y con ganas de salir y caminar, ansiosos por recibir aire limpio, la caricia de los árboles en marzo. No me dio igual ver los cuadros de Georges de la Tour, sus cuadros, aquel día, me hicieron daño, pero eso, sin duda, debido a que la pintura tiene vida y como el gato que acaricias y se deja, en un momento, se revuelve y te araña o te muerde; los felinos son así.


+ Imagen: sumergirse en una instalación, hacer una foto, guardarla en el ordenador y recuperarla [hoy]. No hay un lamento en lo simbólico, no es una metáfora, lo literal se impone: luz es azul dentro cuarto y la luz que llega de la sala es blanca. El efecto se difumina al contacto con la ciudad, durante el paseo. Otros hubieran pensado en una invitación a la muerte. Yo no.