sábado, 30 de abril de 2016

Los detalles




+ Hay una lujuria cierta en la acumulación de detalles de la vida cotidiana. Por esta razón me gustan determinadas novelas, películas o cuadros. Ni busco lo excelente, ni lo ejemplar, me vale el apunte rápido, la foto justa que desvela esa marca de refresco y cómo ésta se relaciona con su entorno y, mientras, lo contiene. Pantalones vaqueros, zapatillas, aparatos de música, ordenadores, chocolatinas, cigarrillos, cerveza o vino, agua con gas, agua sin gas, una vista de una ciudad muy conocida, el turismo y los aviones, los aeropuertos, el metro y los taxis negros en la noche oscura del alma. Hay tránsitos que son más llevaderos si a ellos se suma una construida frivolidad, inocente y despojada de toda soberbia. Un ejercicio que nos aproxima a los camaleones: coleccionamos sobres de azúcar, tarjetas de hotel, bolígrafos, billetes de autobús, monedas, postales, púas para guitarra o bajo eléctrico, fotos antiguas que nos han costado menos de dos libras [esos mercadillos en los límites de Londres, que han pasado de moda y no lo saben], los jaboncillos que se dejan todas las mañanas en la habitación del hotel, servilletas donde anotamos asuntos sin importancia y que el único propósito que tienen es ser apunte, nota, vuelo inútil y gratificante. El detalle lo es todo. Como un maniático hiperrealista compito con la foto y el vídeo y no consigo nada, pero, lo dicho, el propósito es hacer, trazar, proyectar y dejarse llevar por la marea de los días y las noches.

+ La lectura continuada de poesía durante días me ha producido una discreta y certera ebriedad: limpia, transparente, substancial. John Dowland. La música es una discreta acompañante y poco antes de ir al gimnasio para hacer pesas siento la certeza de la muerte, que ha venido de la lectura y se cristaliza en todo aquello que veo. Esto nos hace dignos, si no olvidamos la condición mortal que nos arropa.

+ Copio un verso de Roger Wolfe: “Pero mi trabajo es constatar lo obvio”. Aquí se queda y yo me centro en los detalles que pronto florecerán ante mí. La conducción hacia Vigo, para resolver unos asuntos administrativos. Un viaje a A Garda para comer pescado en la explanada: hoy, un viernes cualquiera de abril, cuando no hay turistas, cuando sólo furtivos amantes y adúlteros se regalan las excelencias del mar y el vino translucido y fuman, luego, en el espigón. El regreso a Vigo para gestionar una compra, o dos. Quizá alguna librería y de regreso el puente y la ría y la esperanza de que el tiempo se mantenga seco y la lluvia se demore. Se van los días de vacaciones, pero en ellos hemos encontrado lo que buscábamos: nada en especial, salvo leer, hacer ejercicio y dormir plácidamente. Sic.

+ Una casualidad me llevó a una película de Bergman. Comencé a verla sin voz y rebobiné (metafóricamente) y volví al principio. Se titula Como en un espejo [Såsom i en spegel]. El mar en blanco y negro me estremece. Los barcos, los rostros acuchillados por el filo de las sombras, puertas, ventanas y mesas. Hay algo tan esencial en la fotografía que en lugar de subrayar el tema, lo supera, se eleva sobre él y muestra esa duda existencial de una manera más dolorosa, más certera. Finalmente, cuando llegué al final, una sensación de pérdida de tiempo me embargó. Había pasado una hora y media  y no escribí lo que debía escribir. Contemplar las escenas me produjo un goce estético, sin duda, pero no me aportó nada, no me entristeció, no me transmitió alegría, pero tampoco pena. Apago el ordenador, son las once menos diez y mañana debo madrugar: antes de dormir pensaré en la protagonista, Karin, y en su enfermedad: la esquizofrenia. Sólo la palabra queda sostenida por el recuerdo de su rostro: Harriet Andersson.


+ Imagen: final del verano en Lisboa, comienza a declinar el día y todo se ha detenido. La precisión es saberse humano: cae la noche.