sábado, 28 de noviembre de 2015

Señales




+ Caligrafía. A veces me gusta observar la letra de otras personas, sin intención de llegar a ningún punto, sin el objetivo de desvelar su personalidad o el estado de ánimo que les condujo hasta esos trazos, esos quiebros, la ruptura o el continuismo. Luego, me fijo en la mía y en su evolución. La letra es algo tan personal como lo son las huellas dactilares, en donde se reúnen estados de ánimo y avances de una intención. La caligrafía es la sublimación de un estilo, la transformación del gesto en una suerte de arte menor, pero con su gran importancia. Plumas, papeles, tintas. La tinta rojo o la tinta verde, el trazo seguro y la curva de un gesto. Decían los calígrafos chinos que todo surge del interior y que la mano sólo es el último punto antes de llegar a su destino: el ideograma recorre el cuerpo y se hace materia en el último momento; mientras, es un espíritu, un fantasma que vuela a través de las entretelas misteriosas del que escribe. Cuánta ignorancia se atesora en el que desprecia la letra, el oficio manual del escribiente y prefiere un teclado en su geometría y exactitud.

+ Con cuánta frecuencia mi letra no se entiende, con cuánta frecuencia.

+ Dibujo. Unas limpias líneas que duermen tras el cristal, brilla el cristal por la luz que incide sobre él con una violencia leve, pero constante. Líneas que tallan una mano y esa mano es la vida que resiste tras el tránsito del tiempo. Ya no está aquél que dibujó con maestría esa suerte de metáfora de la totalidad: la mano como herramienta, que junto al lenguaje forma y conforma lo humano, lo verdaderamente humano: la herramienta y la comunicación. Sí, es redundante dibujar una mano: pues es un gesto que se hace así mismo, como el ouroboros que nos posee: aunque lo ignoremos. Ese círculo que se cierra y habla de sí: el inicio es el principio, el principio es el inicio. Salgo de la sala y contemplo mi mano bajo las cuchillas de luz que traspasan los ventanales y caen sobre mí, sobre el enlosado de fría piedra gris. Ahí está todo: para el amor, para el asesinato. "¿Por qué es el mismo el giro del brazo cuando siembra que cuando siega, el del amor que el del asesinato?", escribía Claudio Rodríguez. Eran otros tiempo, pero algo permanece y lo hemos visto en el dibujo de la mano, que es mi mano y no es mi mano.

+ Como un koan: es mi mano y no es mi mano, cuando la luz cae sobre ella y la dibujo, sin prisa.

+ Fotografías. Otro tiempo, otra edad. Fotos en blanco y negro. Rescato del álbum familiar una en concreto, se ve a nuestros padres cuando eran jóvenes, en una fiesta en la que se finge una boda: una fiesta de disfraces. Son muy jóvenes y se ríen ante la cámara. Ay, esa entrega de la certeza: mi madre ya no está y eso es un punto de dolor constante y sordo, como un zumbido. La foto establece una frontera, una barra infranqueable. ¿Dónde está aquel momento, dónde se ha ido aquella felicidad? ¿Es posible rescatarla? Esas preguntas flotan sin descanso, ahora y siempre. Mejor sería no plantear estos y otros imponderables. ¿Se trata de acallar las voces del homúnculo que nos habita, que quiere recordarnos quién somos, qué no somos? Hoy ha comenzado a hacer frío y vuelvo a ver la foto, yo ya soy mucho más mayor que ellos en ese momento: veinte, veinticinco años. Tengo edad suficiente para ser el padre de unos jóvenes como ellos: en la foto, en el vértigo del tiempo. No sé, aquí se ve próximo el fin del otoño y la entrada del invierno. Luego, por teléfono, hablo con mi hermano de exposiciones de fotos, de la Barcelona de los años cincuenta, de gitanos y hogueras, de un flamenco esmaltado y verdadero. Pero las fotos están ahí, como recuerdo de nuestra caducidad, el tiempo limitado y feliz que se derrama en cada inspiración, expiración. Cierro los ojos y vuelve a mí aquella fiesta de disfraces en la que mis padres fueron tan felices.

+ Imagen: última foto que tomo cuando me voy de Madrid a principios de noviembre. El pasillo del metro, deshabitado, gris, vibrante. Soy yo o es el viento que llega de la meseta, no hay nadie más allá de las luces, me digo y me encamino hacia el andén, donde el convoy me llevará al aeropuerto. Una vez más.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Huesos mortales, alma inmortal




+ Hay algo inesperado en los museos, siempre. Es una sorpresa que aguarda y que se relaciona con el estado de ánimo del visitante. Es imposible la duplicidad, un día la visita se compone de aburrimiento o tedio, días después se descubre, una vez más, el deslumbrante misterio de la pintura. La pintura: reina sobre la abulia del día y transforma el vacío en luminosa certeza. Así buscaba yo en el Prado La caída de Faetón. Como una chispa que salta en el bando de trabajo del metalúrgico, me di cuenta de que no era posible, que es un cuadro que no está expuesto. Sin embargo, el azar me llevó, otra vez, hacia La Condesa de Vilches: su carnalidad, su acuosa y penetrante mirada: el cielo de sus ojos. Lo admito, tengo enmarcada una pequeña reproducción del cuadro, que cuelga en mi cápsula de lectura, desde donde esto escribo; a veces abandono la lectura y me centro en el cuadro: un momento, un instante. En fin, qué gozoso encuentro: un emblema y un amuleto. Lo recuerdo, la calles de Madrid me había sobrepasado, un cansancio delicuescente y antiguo me lleva al fondo de mi mismidad: donde los posos son oscuros y satinados se agitan, pero ella, Amalia, la condesa, me rescató, me liberó del hombre de luto. Ese ámbito francés, la lejanía en lo oscuro, la luz, esa posición del cuerpo, la línea de las manos, qué cercanía, qué enamoramientos. La luz que se desliza por la piel desplaza la tristeza, la curva del retorno. Una medicina.

+ Rescato de la estantería Los huesos del poeta, de Pedro Flores.

+ Los barrios del extrarradio. Los veo desde el avión, sé que por alguno he paseado: hace tiempo, unos años atrás. Llegar en autobús o en un metro lejano y transparente, a la luz del paisaje, lejos de los túneles y las estaciones oscuras. Edificios repetidos hasta la nausea, sus torres clonadas, el vacío de los parques humildes y pelados, otras veces no: parques altivos y con árboles enhiestos y arqueológicos. Las calles peinadas por el trabajo diario y la obligación regular de los hijos y los matrimonios que perviven más allá de la jubilación. Pasear aquellas calles, beber el coñac honrado de las horas vespertinas, fumar tabaco rubio y ver cómo los mercadillos se extendían hasta los inicios del campo. Eran otros tiempos, otros afanes. La poesía se transforma en poética, en tesis y explicación. Hay una pérdida en todo ello y eso está bien, el cambio es único significado posible que se puede entrever desde el avión. El cambio es la única respuesta posible. Se extienden esos barrios y son nuevas edificaciones, nuevos matrimonios, renovados afanes. Siempre lo mismo: cambio.

+ Petrarca y su desenterramiento. ¿Es ese el tema, los ladrones de cadáveres sublimes? Petrarca, por ejemplo, Cervantes como complemento de esa cacería de turismo y oportunidad: como dicen los cursis: poner en valor. La muerte del escritor, del músico, del pintor. Las exequias y el cadáver: inflado polvo gris, dador de dineros y escultor de progresos y turísticos faros. Estamos ante el parque temático total, que necesita de nuevas atracciones que hagan de cebo para los turistas: esa industria. El barrio de las letras, los viejos y los jóvenes creen verse reflejados en esas biografías, con el testimonio del ataúd, de la cripta, las monjas que custodian al muerto celebre. Pero no, el libro es una larga reflexión sobre el amor no correspondido, sobre el amor, su sentencia. Esa distancia que establece la figura de Laura. La vemos en la iglesia, vemos al poeta, nos vemos a nosotros: como lectores de ese juego de espejos. Pero esto parece no interesar, se trata de hablar de cajas registradoras y de recuerdos de plástico malo, de fotos junto a la tumba y de cafés con el nombre del poeta a tres euros cincuenta. No es el mal, es la banalidad.

+ Baraka: la suerte, la racha, quizá el carisma en un sentido de triunfo y comunión con los otros: casi como una capacidad para enamorar. No creo que esta defición sea todo lo precisa que deba, pero a mí me vale. Baraka es una palabra que proviene del árabe y es muy del gusto de los jugadores de poker. Tener baraka es que todas las cartas vengan con su particular bendición: el triunfo sobre las otras manos. Así hay políticos con baraka o actores o empresarios: cualquier puede estar ahí. ¿Cualquiera? Es algo que he aprendido en el casino de la vida cotidiana: se tiene o no se tiene y oponerse o intentar forzar la situación sólo produce perjuicios. Por qué éste y no aquél, no es algo de lo que ocuparse. Es complejo cuantificarlo, determinar la cantidad de trabajo o éxito que compone ese triunfo, pero está ahí y se puede ver, cómo llega, cómo cuaja. Así se aproximan las elecciones, en clima que reina más la oportunidad que la capacidad. Mientras, se dan las cartas: una vez más. Baraka 2015, sería el título de la película

+ Imagen: a la entrada del museo: con una contenida emoción, con una contenida impaciencia: ¿seremos más cultos a la salida? Ahí está la lista de los más grandes. Qué unión, qué certezas.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Emblemas



+ El avión aterriza en Madrid sin incidencias. Un martes cualquiera de un noviembre cualquiera y el aeropuerto es una pausa en la vida, como si nos hubiesen desconectado, convertidos en mercancía. La estabulación es precisa y nuestro caminar fluye: entrar, salir, la cinta mecánica, entrar y salir, la escalera mecánica, los controles, los puestos de comida y de objetos de lujo, un recorrido que es resultado de muchos saberes y extensas experiencias. Entrar y salir de pasillos y recibidores grandísimos y muy luminosos, tan cegadores a veces. Todo se nos escapa y nuestra visión se condiciona, intencionadamente, por los siglos XVI y XVII. La poesía es de gran ayuda o, se puede decir, un manual para encarar el desasosiego que aporta el viaje en el low-cost: henchido de vanidades y asperezas. Espejos y trucos. Nunca tiene demasiada importancia. Madrid es el destino.

+ Los poetas malditos. Camino por los pasillos que comunican los andenes de las estaciones de metro con otras estaciones. Lo que carece de personalidad nos sitúa ante la nuestra: el vacío. Los rostros son un espectáculo en sí mismo y nuestro rostro es uno más entre mil, en su sucesión, en el efecto yuxtapuesto que resulta de su contemplación. Sin demasiada esperanza me dirijo a la biblioteca central. He de encontrar unos libros y proceder a entresacar información y datos. Son labores subalternas que me resultan muy agradables: el viaje, la localización del edificio y la petición de los libros. En la soledad, en la penumbra que ofrece la biblioteca me paro a pensar en si es el estilo de vida deseado el que marca una vocación. El ejemplo más claro es el de los poetas malditos, que navegan entre lo excelso y el hambre. Esa distinción, esa libertad que tiene un precio alto y extraño. El precio, el coste y el beneficio. Alguien decía que la vida es un negocio que no cubre las pérdidas. La biblioteca, los lectores, el bibliotecario, libros, luz tamizada. En la biblioteca central el tiempo se ha detenido y carecen de importancia las preguntas que hace un momentos nos llenaban de un ácido desasosiego. ¿Una esquirla de luz y paz?

+ "Que necio era yo antaño /aunque hogaño soy un bobo", decía el romance de Góngora. Hay enfermedades que no se curan, cómo lo sabemos.

+ El bar de los emblematistas. Resultaba interesante escuchar cómo se expresaban aquellos tres hombres. Uno decía "es usted muy inteligente" y el otro replicaba "sólo es cultura general". Su conversación trataba de la belleza. Mujeres bellas, hombres bellos, bellas melodías de hermosísimos conciertos en el Auditorio Nacional. Mencionaron a Malher y se conmovieron. Qué inteligente. Sólo es cultura general. Vestían ropa vieja y remendada, bebían de pequeños vasos de cerveza y masticaban las patatas fritas como si de un manjar se tratase: y tal vez sí era un manjar, ya que la posición del gourmand es la que determina la calidad de la delicatessen . El bar era un bar asturiano en el centro de Madrid, una isla en un mar de gastronomía y pijerío tras el trabajo semanal: esos bares de la distancia y el saber sin fundamento, con sus decoraciones y la acumulación sintáctica de adjetivos y sustantivos elevados y contradictorios. Pero no. Se atesoraban allí lecciones que no se pueden llevar al papel porque giraban en una comunión perfecta de voces e imágenes. La belleza de Audrey Hepburn, su estilo, la elegancia hecha mujer. Y pregunta uno, sin venir a cuento, cuántas cuerdas tenía la guitarra de Narciso Yepes. Otro responde que ocho y que le dio clases particulares de dibujo técnico a uno de sus hijos. Qué inteligente es usted. Culto, te ha dicho que culto, no inteligente. Todos ríen con ganas, sin imposturas. ¿Cuál es la diferencia? La noche de noviembre era inverosímilmente cálida, la cerveza helada recogía todas esas verdades y otras: el fracaso, el emblema del fracaso, pero con una alegría de vivir muy doméstica, muy castiza, traspasada de serenidad y asunción. 

+ El metro. Hablan sobre sus proyectos de futuro y son jóvenes, muy jóvenes. Un máster, una boda, el trabajo y las posibilidades que se les ofrecen. "Pagaremos por trabajar y así tener experiencia para poder trabajar y cobrar un sueldo de mierda", se rieron. "Yo lo tengo claro, voy a hacer el máster de bioquímica, que me abrirá las puertas de la investigación". "Te pedirán un ocho, como mínimo". Trato de argumentar que podría entrar "ya que...", pero el otro negó con seguridad: sabía de lo que hablaba y esto le otorgaba autoridad. No puedo olvidar cómo su cara se ensombreció, poco antes de llegar a la estación de Moncloa. Todavía era joven, muy joven. Tercero o cuarto de carrera. Conozco estas desilusiones y el tiempo me ha enseñado que no merece la pena sumergirse en ese estanque de aguas putrefactas. Bajó la cabeza y no volvió a hablar.

+ Un hombre de luto habita en mi interior. Me examina y me explica cuáles son mis irreparables culpas. Es exhaustivo y certero. Desgrana el pasado sin piedad. A veces crece, otras mengua. Es alto y afilado, tiene un espeso bigote negro y un sombrero siniestro. Le escucho y hablo con él: qué error. Parece que lo hubiese dibujado con trazos nerviosos un hábil ilustrador de periódico, de chistes paradójicos y tristes. El hombre de negro no permite el descanso. Pero, cuando subo al coche, cuando enciendo la radio, suena Bach y puedo observar como ese hombre de traje oscuro de raya diplomática, se desvanece, se difumina, se hunde en su propia hiel. El viernes es luminoso.

+ Imagen: las sombras, la luz, el atardecer y esa geometría que no promete nada ni nada significa. La reparación de lo vivido, se podría poner allí: pero sería inexacto y las líneas hablan de lo contrario: lo exacto. Lo certero.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Permanencia




+ Qué fatiga: autobuses, trenes, estaciones, aeropuertos, aviones. Gente con su aislamiento en manera de teléfono y auriculares, barritas de chocolate, gominolas, café cargado, o un bollo con regusto a mantequilla rancia y un poco de mermelada de fresa o melocotón. El agua fría y reparadora de la fuente de acero espejado que se encuentra en un pasillo, un pasillo sin identidad ni pretensiones. El desplazamiento. El metro, las paradas y los rostros cansados ajenos a los días de ocio y aventura urbana que nos regalamos: el senderismo de las aceras y las avenidas, el tránsito de la conversaciones y el cansancio honesto al final de la jornada ante un televisor al que se le ha quitado la voz. La fatiga del viaje la compensa la compañía y la amistad. Una vez oí una compañera de oficina decir que el hecho de entrar en el aeropuerto levanta su ánimo: ese era el comienzo del viaje y lo múltiple y modernísimo del recinto la trasladaba a algo similar a una película, donde ella, por supuesto, era la protagonista. No lo asumía en aquel momento, ahora lo aparto y sé que era más un deseo que el poso filtrado de sus experiencias. Es un tránsito lleno de perplejidades que van desde quitarse el cinturón y las botas a sufrir las incomodidades de la presión artificial de la cabina, los precios elevados de los puestos de comida y bebida de las terminales o los sillones incomodos y escasos que se disponen en hilera: emblema de la espera. Pero la fatiga tiene su recompensa, que es la que nos impulsa: bien el amor, bien la amistad.

+ Días de Madrid, días para la amistad. Días de Lisboa, días para el amor. Londres, el olvido o el recuerdo: por actualizar.

+ Extrañamientos. ¿Por qué las ovejas trasladan mis divagaciones al ámbito de lo medieval? Sí, sin duda es un extraño proceso. Las veo en una loma, en un prado, casi estáticas, bajo un sol dorado y suave de otoño, su pelaje que destaca contra el verde intenso, su forma, su queda mirada: entre la estupidez y la resignación. Nada les importa, pero ahí está lo medieval: me digo y es una intución pictórica, un pictorialismo centrado y verdadero. Ahí es donde reside la representación de la vida pastoril, del bucle del cuadro, la reiteración y el subrayado: son manías que uno atesora y, al tiempo, se acrecientan sin saber cómo. Y, en ese momento, recuerdo cuadros vistos de los que no rescato ni el nombre ni el autor, sólo las ovejas en un extremo, en un pequeño recuadro que forma una ventana al paisaje. El pastor y su rebaño. Allí están. ¿Lo medieval? La vida diaria se construye así, sin pausas y con un poco de alegría o imaginación, en el corolario y en el conjuro contra la muerte.

+ Hay una definición de lo qué es arte que se resume en la tautología: arte es todo aquello que se cuelga en las paredes del museo. Sí, tal vez sí o tal vez no, pero sólo es un enlace, una conexión con una idea que se vierte desde algún texto más o menos técnico sobre una cierta visión de la realidad en el Siglo de Oro: en este preciso momento. La vida como museo. Y ese museo, ámbito, en principio, permanente, está atravesado de una innegable sensación de transitoriedad. Nos gusta lo paradójico. Cuando uno se asoma a lo de hoy aparece ya no está.

+ El bosque es un lugar en el que pensar, un lugar que sirve de refugio en el momento que la desconexión con lo ordinario es algo más que necesaria. Sendas que se adentran en la espesura, la luz que desciende entre las hojas, la desnudez de las ramas en invierno, los árboles de hoja caduca, de hoja perenne. Todo ello y muchas otras cosas conforman unidades estables, que dan una pista por donde comenzar cuando de mantenerse al margen se trata: no pensar porque esto es una pérdida de tiempo. El tiempo supone un lastre, el mero nombrarlo es ya un lastre.


+ Imagen: callejón en Oporto. La presencia de la valla publicitaria establece una frontera con la realidad, pero cabe preguntarse qué realidad, porque ni es ésta única ni permanente.