sábado, 7 de noviembre de 2015

Permanencia




+ Qué fatiga: autobuses, trenes, estaciones, aeropuertos, aviones. Gente con su aislamiento en manera de teléfono y auriculares, barritas de chocolate, gominolas, café cargado, o un bollo con regusto a mantequilla rancia y un poco de mermelada de fresa o melocotón. El agua fría y reparadora de la fuente de acero espejado que se encuentra en un pasillo, un pasillo sin identidad ni pretensiones. El desplazamiento. El metro, las paradas y los rostros cansados ajenos a los días de ocio y aventura urbana que nos regalamos: el senderismo de las aceras y las avenidas, el tránsito de la conversaciones y el cansancio honesto al final de la jornada ante un televisor al que se le ha quitado la voz. La fatiga del viaje la compensa la compañía y la amistad. Una vez oí una compañera de oficina decir que el hecho de entrar en el aeropuerto levanta su ánimo: ese era el comienzo del viaje y lo múltiple y modernísimo del recinto la trasladaba a algo similar a una película, donde ella, por supuesto, era la protagonista. No lo asumía en aquel momento, ahora lo aparto y sé que era más un deseo que el poso filtrado de sus experiencias. Es un tránsito lleno de perplejidades que van desde quitarse el cinturón y las botas a sufrir las incomodidades de la presión artificial de la cabina, los precios elevados de los puestos de comida y bebida de las terminales o los sillones incomodos y escasos que se disponen en hilera: emblema de la espera. Pero la fatiga tiene su recompensa, que es la que nos impulsa: bien el amor, bien la amistad.

+ Días de Madrid, días para la amistad. Días de Lisboa, días para el amor. Londres, el olvido o el recuerdo: por actualizar.

+ Extrañamientos. ¿Por qué las ovejas trasladan mis divagaciones al ámbito de lo medieval? Sí, sin duda es un extraño proceso. Las veo en una loma, en un prado, casi estáticas, bajo un sol dorado y suave de otoño, su pelaje que destaca contra el verde intenso, su forma, su queda mirada: entre la estupidez y la resignación. Nada les importa, pero ahí está lo medieval: me digo y es una intución pictórica, un pictorialismo centrado y verdadero. Ahí es donde reside la representación de la vida pastoril, del bucle del cuadro, la reiteración y el subrayado: son manías que uno atesora y, al tiempo, se acrecientan sin saber cómo. Y, en ese momento, recuerdo cuadros vistos de los que no rescato ni el nombre ni el autor, sólo las ovejas en un extremo, en un pequeño recuadro que forma una ventana al paisaje. El pastor y su rebaño. Allí están. ¿Lo medieval? La vida diaria se construye así, sin pausas y con un poco de alegría o imaginación, en el corolario y en el conjuro contra la muerte.

+ Hay una definición de lo qué es arte que se resume en la tautología: arte es todo aquello que se cuelga en las paredes del museo. Sí, tal vez sí o tal vez no, pero sólo es un enlace, una conexión con una idea que se vierte desde algún texto más o menos técnico sobre una cierta visión de la realidad en el Siglo de Oro: en este preciso momento. La vida como museo. Y ese museo, ámbito, en principio, permanente, está atravesado de una innegable sensación de transitoriedad. Nos gusta lo paradójico. Cuando uno se asoma a lo de hoy aparece ya no está.

+ El bosque es un lugar en el que pensar, un lugar que sirve de refugio en el momento que la desconexión con lo ordinario es algo más que necesaria. Sendas que se adentran en la espesura, la luz que desciende entre las hojas, la desnudez de las ramas en invierno, los árboles de hoja caduca, de hoja perenne. Todo ello y muchas otras cosas conforman unidades estables, que dan una pista por donde comenzar cuando de mantenerse al margen se trata: no pensar porque esto es una pérdida de tiempo. El tiempo supone un lastre, el mero nombrarlo es ya un lastre.


+ Imagen: callejón en Oporto. La presencia de la valla publicitaria establece una frontera con la realidad, pero cabe preguntarse qué realidad, porque ni es ésta única ni permanente.