sábado, 22 de agosto de 2015
La niebla
+ [La importancia de lo fallido o la tarea y el fracaso]. A punto de coronar la cumbre, decido dar vuelta: la niebla comienza a rodearme y siento una punzante desilusión que anida en lo más interno de mis convicciones: las socava, las trocea, convierte en polvo el mármol y en astillas el acero que un día trazó la estructura de unas ideas de fuerza. La niebla me impide ver más allá de un metro y medio y las piedras comienzan a humedecerse: esas lajas de piedra pizarrosa que me escrutan. Minúscula y fortísima vegetación de alta montaña. La prudencia es la primera ley: quizá la única ley, la niebla es como una droga: alguien me dice. Te atonta y si comienzas a caminar, lo harás en círculos, sin una dirección. Mi corazón late con rapidez, me duele el pecho y noto esa humedad en el rostro y en las manos. Un frío delicado, una sutil y delgada capa de realidad. Es otra realidad, tan extraña a lo común: a mi vida ordinaria. ¿Hay algún indicio en el rostro? Pienso en mi rostro y no termino de encontrar una correspondencia con lo que veo en el espejo cada mañana y una cierta idea que tengo, que me acompaña, es uno de los efectos que produce la niebla: más allá de la tristeza.
+ Un pensamiento más: (ti)niebla. Descomponer palabras es un arte de filólogo en vacaciones que no tiene más (des)tino que un chiste fácil para encauzar el vértigo y la certeza de la muerte. Aquí sería un buen lugar para adentrarse en las simas y los miedos: conjurarlos, pero hay que avanzar hacia la base de la montaña, volver a atisbar el glaciar de circo, volver al mundo de los vivos. No, tampoco es para tanto. Hace frío, pero es soportable y el peso de la mochila no llega a los cinco kilos. Se avanza como los automóviles se deslizan por autopista en un atasco postvacacional, con aparente facilidad, con exasperante lentitud, sin tener en cuenta lo que se acumula en su diseño del automóvil, en sus funciones, en su historia, todo eso humano que ningún hombre en su individualidad puede contener. No, sin pensamientos: un grado cero, por favor.
+ El desánimo es una herramienta ocasional, mejor: un contraste. Esa tristeza que aporta la niebla, ese extraño descenso hacia un núcleo desconocido, que reside en la mismidad de lo propio. ¿Es tiempo de hacer un balance?
+ Como vampiros que flotan en la noche, las citas vagan en el insomnio: poetas, filósofos, novelistas. Estos fragmentos contribuyen a la construcción de un relato que aspira a la conciliación del sueño. En paralelo, historias sobre corrupción política y administrativa, fortunas que se han levantado al amparo de lo público al tiempo que se desprecia y se degrada su importancia. Este cruce de voces aporta una extraña tranquilidad, cerca de las cumbres, pero con el sonido de una verbena lejana: música electrónica y risas jóvenes: el deseo y su consecución. Ideas que se resisten a sumergirse en el lago del sueño. Salvaremos este obstáculo.
+ El otro día le vi, mientras nosotros paseábamos con desgana por la feria: tarde de domingo. Allí estaba, en la feria, tras una de la barracas: ese era su trabajo: una consumación que no hería ni a la lógica ni al destino. La vida se compone de estas simetrías, me dije mientras nos alejábamos. En fin: las ferias siempre llaman mi atención porque se me aparecen como un cofre que atesora peculiares historias, entre la canallesca y el romanticismo errático del circo: como rendirse a todo lo fotográfico que hay en ellas. Ese estatismo me produce una extraña vibración: no puedo dejar de observar a las personas que atienden las casetas: generalmente parecen agotados y al borde del colapso, una congestión general y una ausencia de ilusión que espantan: poco sonríen y los que lo hacen esbozan una mueca cansina. Qué importa, allí le vi, tras el mostrador de una tómbola en la que se rifan esos peces dorados sumergidos en esa pecera de plástico barato, con su comida y una red. El lugar natural para su persona, me dije y estudie por breve tiempo su cara como de madera y tristeza. Ordenaba las peceras para formar una pirámide. Qué viejo estaba, como se habían desleído sus tatuajes: corazones rojos y esquemas de grupos de rock duro. Recuerdo que una vez compró un mono y ese fue su mayor atributo: paso a ser Luis el del Mono y hasta ahora. Paseaba con el mono por las calles como un emblema de lo singular de su persona. Sristocracia de lo cutre. Trabajó en un circo, sirvió en la legión y, una vez, tuvo una novia. La cocaína y el hachís eran sus particulares pasatiempos cuando no trabajaba en el puerto descargando pescado congelado. Hacía tantos años que no le veía, y estaba tan envejecido: no pude menos que verme reflejado en su decadencia, en ese nerviosismo ordenancista con las peceras y con los tatuajes, bajo esa tintura de los fluorescentes. Pero no me reconoció, ni yo quise saludarlo a él. Sólo era una aparición de las navidades del pasado. Todas esas historias que son la misma: la soledad. ¿Se llamaba Luis, Luis el de Mono? Sí, al menos lo del mono está dentro del campo de la verdad. Ay, qué palabra: la verdad.
+ Imagen: refugio de montaña: como un emblema, como un escapulario.
