sábado, 28 de junio de 2014

La experiencia de lo cotidiano (II)



+ Sinuosas presencias, destacadas y ambiguas invitaciones. Son retratos entrevistos en las últimas horas de la mañana en cualquier museo de cualquier ciudad. Mientras, indiferentes, se pasean y nosotros interrumpimos lo diario que hay en sus discurrir. Carece de importancia. Regresan de sus fiesta y no importa. Hay una estampa de calidad superior, una lámina que muestra lo diario: ese asomarse a lo que no se cuestiona, lo que fluye sin riesgo de interrupción. El viaje retrata  las rutinas ajenas: vistas desde el exterior todas son paradójicas. El café, el tránsito de viajeros, coches, taxis, dependientes, floristerías que abren en esa primera hora de la mañana del viajero, acero y brillo obediente que luce el policía, caballos de arcilla o porcelana en un escaparate, listas de bebidas, vino, azúcar, refrescos, el metro o la espera en un paso de peatones. Luces en el exterior de la habitación del hotel. Rememorar es construir. Los puentes entre el presente y el pasado son una invitación al plan y a evitar lo automático. El teatro o el cine hacen singular el sábado, lo transforman en una ventana abierta, es el salto hacia lo no definitivo. Café claro, casi traslucido, en el momento anterior a la función y el viaje está ahí para llevarnos durante unos días lejos de lo dado. ¿Turistas o viajeros?, es mejor evitar la cuestión y adentrarse en los preparativos: visitar alguna web, trazar una agenda en un folio en blanco: números azules, marcar con aspas verdes y aspas rojas. La promesa de otras realidades es una apuesta sin riesgo. El viento y la tarde es dorada, el avión despega y toda la ciencia que contiene se desvanece en el intersticio entre dos cuerpos, el amor se refleja en en ese intervalo. Sin demora se debe cuidar cada día y no separar abruptamente la noche de la vigilia, confiar en el sueño como se confía en los números de una cuenta bancaria, como un ateo que se afana en el conocimiento teológico.

+ Unos días para La miel salvaje, de Miguel Ángel Velasco. Ya el título anuncia una celebración. Hace unos días que llegó el libro, muy breve, oscuro y elegante en su tipografía. Como el ámbar, como el tierno regazo de la madre, muy joven: pálida y esperanzada. Su pecho tiembla, hay ceniza de los incendios en suspensión, el aire es alboroto y triunfo.

+ "Son muchos los que siembran los árboles tras los que se emboscará su enemigo" Ángel Crespo [Aforismos].

+ Un poco por casualidad, guardo un recorte de periódico [en realidad es una página entera, extraña como extraño es el hecho de a día de hoy guardar fragmentos de un periódico]. La guardo para leerla con calma, para releerla en cualquier momento: después de la siesta, antes del último momento del días, el que precede al sueño. No sé. La traducción y su imposibilidad. A diario, hay un enfrentamiento entre el discurso y su interpretación, con esa duda continua de se nos ha entendido correctamente. Me llama la atención que hoy traiga el periódico un extenso artículo sobre las disquisiciones entre el ser y el estar español. Esa complejidad no se deja comprimir, presionar, de ahí su imposible traslación. Traducir es trasladar, pero la mudanza obra en lo mudado mediante insospechadas y sorpresivas calas.

+ [Apunte entreverado en la lectura de Las palabras y las cosas]. Se detuvo y percibió en su totalidad lo arbitrario del orden alfabético. ¿Por qué? La realidad se abrió como una flor de té en una tetera de cristal. Había facetas de una misma realidad que se solapaban y de las que era complicado dar cuenta, podría hablar de imposibilidad si no le desagradase lo que tras lo imposible aguarda. Allí, en ese momento, simultáneamente, los instrumentos utilizados carecían de sentido, y no tenía otros nuevos. En esa desolación hizo que abandonase su cómoda condición de turista, sin embargo, todavía no adquiría una nueva personalidad. La ciudad era punto menos que infinita y él un observador atónito, pero ya no extemporáneo, fuera de su verdad se transformaba con el paso de los minutos. Todavía resiste el análisis y no hay en ello descreimiento, falsedad o impostura.

+ Lo residual: la poesía, la lectura, el silencio. ¿En este orden? No es necesario establecer ni cantidades ni calidades, pero la triada, como podrían, tal vez, mostrarse otras, es significativa.  a) Poesía: tardes de verano en un espacio preservado, un libro escogido entre los clásicos o entre los ultimisimos poetas, el tacto sedoso del café frío, la amarga constatación de la muerte, como contrapeso: Bach; se extienden paisajes urbanos, rostros, la finitud de toda empresa humana: otra consolación. b) Lectura: partiendo de lo anterior, se eleva una abstracción en ese ámbito, en el claustro de la lectura, donde reina la vigilia, al tiempo que se trenza el sueño: donde estamos solos, auténticamente solos. c) Silencio: Bach nos aísla de todo ese tumulto de la calle, el ronroneo del ordenador y las posibilidades psico-sociales que admite y rechazamos; son polos de la misma brújula: el silencio y Bach [Misa en Si bemol]. Escombreras, escoriales, la tinta azul de la pluma, el papel, la grafía, edición y puntillismo, atracción y verdad [construida, modificada, explicada]. Tiempos de charlatanes, televisiones y redes sociales. ¿Tanto ha cambiado todo? La cáscara no es el huevo. Ex ovo.

sábado, 21 de junio de 2014

La experiencia de lo contidiano (I)



 

+ "Un caserón desconocido y oscuro (sólo había luz en el comedor) significa más para un niño que un país ignorado para un viajero". Borges, El informe de Brodie: El encuentro.


+  Fernando Pessoa: Ortónimo e Heterónimos, Porto Editora. Apenas es un volumen, porque es más folleto que libro. Un dibujo transparente, en un papel transparente, algo caligráfico y escolar. Destinado al ámbito del bachillerato, es una guía de lectura adecuada, precisa y ajustadas a su propósito. Compré el libro en Aveiro, la Venecia Portuguesa, como anuncian algunos folletos turísticos. Yo creo que esto último es inexacto en todo punto: la única semejanza con Venecia son unos canales, pero su encanto es otro y es esto lo que debe ser subrayado. Recuerdo una excursión en coche hasta Figuera da Foz, en particular el regreso por una carretera entre las playas y los pinares. Algo de todo aquello ha quedado posado en el libro [me doy cuenta cuando lo abro y la sucinta biografía de Pessoa despliega en sí el asombro de una vida que es más novela o página de la literatura universal que vida en sí y sin otro aderezo: siempre sucede lo mismo]. Una manera intencionada condiciona la lectura. Parecíamos perdidos en aquella carretera, pero un viejo mapa nos ayudó a encontrar el camino de regreso. Era el efecto del paisaje y del idioma, si uno se deja contaminar encuentra vías de penetración: nadie conoce esa magia del paisaje, que en un momento se transforma en realidad, una realidad construida y elegida. Nuestro hotel era el hotel Venecia y sus habitaciones y pasillos tenían esa impronta. Puedo volver a ver el libro sobre Pessoa en la mesilla de noche, la incandescencia de la lámpara y los ovos moles. Un dulzor antiguo, la prosa y el verso, la escueta biografía de Pessoa: breve pero suficiente [ay la literatura]. Hoy la vuelvo a repasar. La oscilación entre el verso y la bebida, las cartas comerciales, el amor y la incertidumbre, el inglés y el portugués, hoy gloria nacional, anteayer un errante naufrago de tabernas y versos, teosofías y adivinaciones, los espíritus y la comunicación con el más allá. El poeta es un fingidor, puedo recordar, quizá lo recuerde en demasiadas ocasiones, conexiones con el interior del principio rector del poeta: la ficción que enmascara la vida: la vida como teatro y como representación. Volver al libro y establecer las pautas significativas de un modo escolar es muy reconfortante: en estas tardes calurosas del final de la primavera, mientras  suena Shostakovich: una  arqueología necesaria, los cimientos de la persona que hoy transforma el escenario en posibilidad. Así, vuelvo a Pessoa, sin mayor intención que otro personaje en el que vivir: bastará con colocarse ese sombrero de funeral comprado en Camden Town y continuar con la redacción de esta entrada: mis fingidos heterónimos.

sábado, 14 de junio de 2014

Abstracciones



+ Un viejo tomo: una antología  de Juan Ramón Jiménez. Allí está, en la portada, el retrato de un JRJ. Joven, altivo, escultórico. En un juego de reflejos y simetrías se desdobla en el negativo de la imagen, ésta es la portada: el haz y el envés. Recuerdo ver el libro cuando era era niño. Me intrigaba, era un misterio: a quién pertenecía la mirada, por qué aquél desdoblamiento, cuál era su importancia: había una evidencia. Todavía permanece el misterio. Hasta qué punto puede condicionar una portada el núcleo de la lectura. Una frívola consecuencia del apartamiento de lo diario, del utilitarismo, de la lucha del momento, poco más. Mientras me dirigía a otras tareas, sentí la punzada de la incompatibilidad de la poesía con la prisa, con lo dado, lo que asumimos subordinadamente. ¿Es, así, incompatible o hay una transmisión de instrucciones, indicios más sólidos que el plano análisis de los medios de comunicación? En este momento el libro asume su posición espacial. Es un hiato. Sólo somos este tiempo en el que vivimos, este instante. El tomo ocupa un lugar junto a otros libros que componen la lectura diaria. Meandros y afluentes, pero el río continua su curso, sin voluntad, sin determinación, sin pausa. ¿El mismo río, cambiante, fluctuante, imosible? Mineral, automático, neutro. La actualidad siempre merece una ruptura, una elevación, pero se debe volver a ella, sin extravíos. Invocar al dios del instante es vencer al tiempo. Ese es el conjuro.

+  ¿Una construcción espontánea, un estímulo, un asidero? Los libros son extraños como también es extraña su agrupación. Así, el muro de los libros es color. Los ladrillos, el muro, la tipografía, su disposición, su orden, las categorías, las jerarquías. Azules, verdes, rojos. Intensos, desvaídos, plásticos. Rosa pastel,  azul bebé, amarillo canario. Según la cámara fotográfica desenfoca el motivo, el muro se vuelve pintura y exactitud: la abstracción.

+ Por otro lado, y carece [aparentemente] de relación con todo lo anterior, hace un momento tomé unas tijeras. Debía recortar de una tableta de pastillas, esas láminas con ampollas plásticas que contienen cápsulas [naranjas en este caso] y tan preciosistas son: elementos incontestables y posibles de una obra de arte en el museo de arte contemporáneo: así las veo. Me di cuenta que tomo y manejo las tijeras como lo hacía mi madre. La recuerdo en esta tarea de una manera clara. El muro de libros y las tijeras se unen en una aproximación, en la constitución de un inventario de pertenencias lejos de lo material. Esos trazados o mapas domésticos se incorporan sin dificultad al discurrir de lo diario. Ahí palpita nuestro núcleo  verdadero o auténtico. Everyday life, me digo sin ningún cuidado, tenue y pasajero, indicios, conjeturas sin fundamento y sin consecuencias.

+En muchas ocasiones, en demasiadas ocasiones creo que lo único que merece la pena es leer. Posiblemente esté equivocado, pero tantas y tantas veces resulta tan útil, tan placentero. Tener esa idea: un lugar personal, preservado, con música escogida y en semipenumbra. Una luz adecuada y un castillo de libros, libros que ir tomando en secuencias: comenzar por el primero y terminar por el último, luego volver al primero y así: indefinidamente. Los días se transforman. Estáticos placeres, herméticos y prístinos. Total, he terminado un libro y comienzo otro: Las palabras y las cosas, Foucault. El primer encuentro nos lleva a las Meninas de Velázquez. Una detallada descripción, entre la percepción y el hecho constatado. Se eleva un edificio en torno al cuadro, que es propicio para este tipo de digresiones. Inabarcable y, al tiempo, irreductible. Pintura, sólo pintura, transciende la abstracción que estructura cualquier imagen. Mientras leo recuerdo con dificultad conversaciones en torno al cuadro. Eran tiempos para el desprecio y la suficiencia: Veláquez está superado, dijo con el vaso ancho y pesado de whisky y veneno. Era muy tarde y la atmósfera se dibujaba en humo y sudor, letanías y bellezas locales en la hora de las demoliciones. Un día le vi y no era el mismo, había cambiado, el bigote lo hacía diferente, lo relacionaba con un mundo helado  e intransitivo. Supuse que otro tanto se podría decir de mí, aunque no me importó mucho. El punto inestable: nunca es el mismo río, sin embargo, como proponía Sloterdijk, qué sucede con la orilla. Sentí la punzada del tiempo y la eternidad del cuadro, en ese preciso momento. ¿Es el cuadro la orilla, a donde regresa el nadador que nos muestra Heráclito? No lo sé. Todo se difumina sin demora, regreso a la lectura ausente y hermético.

sábado, 7 de junio de 2014

Bosques (II)


+ [1] Romanticismo_Escenas de un bosque_Schumann: Mientras conduzco, en la radio la locutora presenta el tema del día. Los bosques. Creo que lo primero en sonar fue La entrada en el bosque [Shumann].  Una conexión, un pronostico, un acierto. Adentrarse en el bosque, presagiar el rumor de la espesura, los caminos trazados, como la magia recóndita que otros rechazan, como otros rechazan el romanticismo en sí, tal que los venenos que antes defendieron y disfrutaron, que ahora denostan con violencia. Hay poemas como señales, que transmiten instrucciones precisas para llegar al abismo.

+ [2] Tejos. Entre las copas de los tejos la montaña se alzaba, de vez en vez, vigilante. La cumbre y su gris acerado de carbón o de muerte. Riscos, desniveles, cortes asimétricos.  Allí se preserva un principio rector por desvelar, por trazar, planos paralelos en el ámbito del presente: un indicio que conduce a la multiplicidad. Para investigar.

+ Aparece entre papeles un recorte de periódico del año 1996. Las tres sobrinas bisnietas de James Joyce celebran el Bloom's Day. Son hijas del presente, quizá. De aquel presente. El presente del año 1996. El maquillaje, el atuendo, la sonrisa. Cazadora vaquera, un fular deshilachado, unos pendientes de falsos diamantes. La que posa en el centro luce un atuendo victoriano: camafeo, una camisa de cuello volátil, un chaqueta que semeja terciopelo, terciopelo negro. La última, parece ajena. Allí está. Hay una vibración en sus rostros. Jóvenes y lucidas. Sonrientes, con un punto antiguo en su presente. ¿Dónde están hoy, pasado el tiempo, casi veinte años después? Ay, cuántas veces las vi en otras ciudades. En las calles, en los parques, en los gimnasios, en las piscinas públicas.  Es turbio el comienzo del olvido. Pronto llegará otro Bloom's Day, sin esperarlo, por sorpresa: nos lo anunciará un periódico, mientras un café milagroso hace que penetremos en la vigilia. Así de destituyen los reyes y las fechas. Conmemorar que el tiempo nos otorga un gesto temprano, que se desarrolla durante toda la vida, como un intercambio de monedas, la filatelia del día: coleccionistas de mariposas e insectos. Lúgubres joyas en la solapa para este día incierto.

+ En la última hora del domingo vuelvo a leer el poema de Miguel Ángel Velasco La tregua. Mentalmente, mido los versos, cosa que no es conveniente, me digo al momento. Los leo, una vez más y el dibujo que transmite me resulta muy cercano. La heroína, esa droga, esa muerte en vida [creo que el poema lo pone de manifiesto con acierto, pero sin la dulce y empalagosa moral del instante: irreflexiva y mezquina]. Se han visto tantos y tantos mordidos por ese veneno. Las astillas humanas, esas heridas que nunca cicatrizan. Las ciudades no son capaces de explicar su presencia, y siempre han estado ahí. Viento fantasmal en la hora pútrida. Pero, en realidad, me interesa el final del poemas, sus últimos versos:

" (…)
Te alejas afanoso,
tu porción de letargo en el bolsillo,
y sales a la arteria donde bulle,
en la noche del sábado, la multitud festiva.
Te miran unos ojos
al pasar, y no saben
que en tu puño apretado va una tregua
de sombra con la vida."

Es el dibujo que presiente una gran verdad: el contraste del individuo con la masa, su incrustada soledad ante la fiesta del sábado. No hay otro consuelo, para ese yo poético: la posibilidad de una tregua, la que precede a la derrota, a la hecatombe. No sé. He visto ese reflejo en muchos ojos. El otro día alguien se dio la vuelta y me preguntó por mi hermano, cómo le iba la carrera. Todo pasó hace veinte, veinticinco, treinta años. La debilidad, el reloj o el calendario se habían parado. Ceniciento, adelgazado, saltarín. Pensé en el poema. No sé, en esta hora  del domingo a penas puedo leer, a penas puedo escribir. [Cerraré los ojos y pensaré en el murmullo que acoge el bosque en esta hora, pero el latido de estas imágenes acompañará mi entrada en los aposentos del sueño, los aposentos de la noche].

+ [3] Asimilación_presente_silencio: Un día, en invierno, súbitamente, me llamó la atención aquél bosque pequeño y recoleto. La disposición de los árboles, su perfil, quizá.  En la lejanía se agitaba el líquido resplandor de la luz incandescente contra la pizarra. Casi había amanecido, el invierno hunde el paisaje en pantanos y simas. Allí duerme el dios del momento. Las historias oídas días atrás eran una confluencias de deseos y ambiciones. Los bosques inspiran una arqueología de evocaciones, recuerdos que se alzan en un cruce luminoso. Pero llovía. Un zorro se asomó entre la maleza y volvió a la espesura. Era su pelo un rojo apagado, una luz de oro o paja, que se fundía en el verde casi negro. Esas horas y sus colores, sus sonidos, su impericia.

+ Tres pájaros se debaten en torno a un árbol muerto. ¿Tienen el instrumento del lenguaje? Semeja que sí. Ramas plateadas, el tronco roto por su base, un árbol recostado contra la hierba. Un mirlo y dos urracas. ¿Charlan o debaten, discuten o se entrevistan? El viento es suave y desde aquí se puede ver la ría, la bocana de la ría. Espejo humano: los pájaros. Coches y camiones, una motocicleta adelanta indebidamente: el mono negro con detalles en azul metálico no es un ornamento, el brillo acerado del depósito rojo, las reverberaciones, el ruido del motor, su estatura y el filtro de luces que las nubes arrojan en esta hora: afiladas sombras, humo traslucido, la arista exacta del casco. La moto se aleja. El árbol es escultura, volumen y tiempo. Bastaría con llevarlo al contexto de la sala de exposiciones. Allí en su desnudez, recortado contra los blanco lienzos de pared. Vaciarlo, quizá, en bronce, aunque eso ya lo hemos visto [Oh, London]. Esquirlas de otra vida. El árbol contiene inviernos y muertes, pero no lo sabe, pero allí construye un deseo. Los pájaros han desaparecido y un todo terreno blanco aparca en el área de descanso. Baja un hombre y prepara una pipa, se mueve nervioso. Amplios pasos e intensas bocanadas: columnas de humo sucio. Se baja, después, una mujer y enciende un cigarrillo. No hablan entre ellos, pero fuman nerviosos, miran en direcciones opuestas. No es conveniente suponer cualquier vida y los modos que la sostienen, los embates que la derrumban. El humo es una compañía fiel, agradable, desinteresada. Él se esconde tras un árbol para orinar, ella permanece con la vista fija en la nada, impasible. Su rostro es un rostro de virgen románica: recta nariz, ojos grandes, pelo lacio, pulcramente ordenado. Pronto serán las doce y hay una tarea que realizar. Suben al coche y se alejan. Un todo terreno blanco, muy nuevo, con su misterio o con su novela, con su vacío. Las urracas, una vez más, sobrevuelan el área de descanso. ¿Caligrafía, un ejercicio de caligrafía?