sábado, 14 de junio de 2014
Abstracciones
+ Un viejo tomo: una antología de Juan Ramón Jiménez. Allí está, en la portada, el retrato de un JRJ. Joven, altivo, escultórico. En un juego de reflejos y simetrías se desdobla en el negativo de la imagen, ésta es la portada: el haz y el envés. Recuerdo ver el libro cuando era era niño. Me intrigaba, era un misterio: a quién pertenecía la mirada, por qué aquél desdoblamiento, cuál era su importancia: había una evidencia. Todavía permanece el misterio. Hasta qué punto puede condicionar una portada el núcleo de la lectura. Una frívola consecuencia del apartamiento de lo diario, del utilitarismo, de la lucha del momento, poco más. Mientras me dirigía a otras tareas, sentí la punzada de la incompatibilidad de la poesía con la prisa, con lo dado, lo que asumimos subordinadamente. ¿Es, así, incompatible o hay una transmisión de instrucciones, indicios más sólidos que el plano análisis de los medios de comunicación? En este momento el libro asume su posición espacial. Es un hiato. Sólo somos este tiempo en el que vivimos, este instante. El tomo ocupa un lugar junto a otros libros que componen la lectura diaria. Meandros y afluentes, pero el río continua su curso, sin voluntad, sin determinación, sin pausa. ¿El mismo río, cambiante, fluctuante, imosible? Mineral, automático, neutro. La actualidad siempre merece una ruptura, una elevación, pero se debe volver a ella, sin extravíos. Invocar al dios del instante es vencer al tiempo. Ese es el conjuro.
+ ¿Una construcción espontánea, un estímulo, un asidero? Los libros son extraños como también es extraña su agrupación. Así, el muro de los libros es color. Los ladrillos, el muro, la tipografía, su disposición, su orden, las categorías, las jerarquías. Azules, verdes, rojos. Intensos, desvaídos, plásticos. Rosa pastel, azul bebé, amarillo canario. Según la cámara fotográfica desenfoca el motivo, el muro se vuelve pintura y exactitud: la abstracción.
+ Por otro lado, y carece [aparentemente] de relación con todo lo anterior, hace un momento tomé unas tijeras. Debía recortar de una tableta de pastillas, esas láminas con ampollas plásticas que contienen cápsulas [naranjas en este caso] y tan preciosistas son: elementos incontestables y posibles de una obra de arte en el museo de arte contemporáneo: así las veo. Me di cuenta que tomo y manejo las tijeras como lo hacía mi madre. La recuerdo en esta tarea de una manera clara. El muro de libros y las tijeras se unen en una aproximación, en la constitución de un inventario de pertenencias lejos de lo material. Esos trazados o mapas domésticos se incorporan sin dificultad al discurrir de lo diario. Ahí palpita nuestro núcleo verdadero o auténtico. Everyday life, me digo sin ningún cuidado, tenue y pasajero, indicios, conjeturas sin fundamento y sin consecuencias.
+En muchas ocasiones, en demasiadas ocasiones creo que lo único que merece la pena es leer. Posiblemente esté equivocado, pero tantas y tantas veces resulta tan útil, tan placentero. Tener esa idea: un lugar personal, preservado, con música escogida y en semipenumbra. Una luz adecuada y un castillo de libros, libros que ir tomando en secuencias: comenzar por el primero y terminar por el último, luego volver al primero y así: indefinidamente. Los días se transforman. Estáticos placeres, herméticos y prístinos. Total, he terminado un libro y comienzo otro: Las palabras y las cosas, Foucault. El primer encuentro nos lleva a las Meninas de Velázquez. Una detallada descripción, entre la percepción y el hecho constatado. Se eleva un edificio en torno al cuadro, que es propicio para este tipo de digresiones. Inabarcable y, al tiempo, irreductible. Pintura, sólo pintura, transciende la abstracción que estructura cualquier imagen. Mientras leo recuerdo con dificultad conversaciones en torno al cuadro. Eran tiempos para el desprecio y la suficiencia: Veláquez está superado, dijo con el vaso ancho y pesado de whisky y veneno. Era muy tarde y la atmósfera se dibujaba en humo y sudor, letanías y bellezas locales en la hora de las demoliciones. Un día le vi y no era el mismo, había cambiado, el bigote lo hacía diferente, lo relacionaba con un mundo helado e intransitivo. Supuse que otro tanto se podría decir de mí, aunque no me importó mucho. El punto inestable: nunca es el mismo río, sin embargo, como proponía Sloterdijk, qué sucede con la orilla. Sentí la punzada del tiempo y la eternidad del cuadro, en ese preciso momento. ¿Es el cuadro la orilla, a donde regresa el nadador que nos muestra Heráclito? No lo sé. Todo se difumina sin demora, regreso a la lectura ausente y hermético.
