+ Hoy he vuelto a recordar aquel pequeño cuadro de Vermeer, La encajera. Lo vimos en Le Louvre. En el último viaje a Paris. El viaje relámpago. Lo buscamos en aquella última planta, que permanecía casi desierta, tras haber habitado por un instante en los apelotonamientos ante las más célebres obras del museo. Estábamos ante el cuadro casi solos, algunas personas que detenían un momento, pero, casi pasaban de largo. 20,5x23,9 cm. Un cuadro, en comparación con las grandes dimensiones de los encargos de Napoleón, resulta insignificante. Su importancia se medía en magnitudes bien distintas. Allí, de alguna manera, en una parte al menos, dormía mi infancia: contenida en el recuerdo de aquellos monográficos que compraba cada semana mi padre: unos cuadernillos de un tamaño algo superior al folio, con una breve introducción y un conjunto de pinturas más que significativas; llevaba la colección el sonoro y certero título de Maestros de la pintura. Había la posibilidad de encuadernarlos, pero esto nunca sucedió. Durante años me acompañaron, pero un día, alguien, en una mudanza, se deshizo de los cuadernillos. Como la ceniza que vuela entre el viento y el suelo. Eso regresó, allí, en París, en Le Louvre: la idea de mi padre sobre la cultura, inoculada en mi imaginario y sin olvido posible. Eso vi en el cuadro de Vermeer. Luego, caminamos por aquellos eternos corredores, y llegamos a Georges de La Tour, donde sí, allí sí, allí estuvimos durante un buen rato C. y yo, totalmente solos. Extraña soledad, extraño diálogo con aquellas figuras: El tahúr del as de diamantes (1635). Llegan, ahora, hasta este presente las pavesas del incendio que fue París aquellos dos días y medio. Vale.
+ Con L. y A. ayer mientras tomábamos cerveza fría y comíamos patatas fritas en una terraza. No hacía calor. Narramos fragmentos del viaje a París, de la estancia en sí y del desplazamiento. Fue agradable. Breve y fluida reunión. C. y yo regresamos tarde a casa, muy tarde para nuestros hábitos. Estaba cansado, muy cansado y el sueño resultó pesado e intermitente. A la mañana, antes de la bicicleta estática, el remo y las pesas, di un paseo por el prado. Fueron algo más de dos kilómetros. Mientras caminaba escuché un fragmento extenso de un podcast y otro podcast completo, el primero de la radio pública francesa y el segundo de El Diario. El primero sobre los ajustes presupuestarios que, tras el verano, el primer ministro tratará de aprobar en la Asamblea, el segundo sobre la organización de las cacerías humanas en Torre Pacheco: ese odio, esa estupidez, esa maldad. ¿Qué pensar?, se advierte en el aire un clima de conflicto, un enfrentamiento creciente que se reparte entre la maldad y su combustible.
+ Hay una obligación de saber en qué mundo se vive y esta obligación conlleva otra obligación: afinar lo máximo posible el instrumento para poder, así, situarse en el centro de la realidad: dada y construida.
+ Domingo, compra: La multitud en la historia. Los disturbios populares en Francia e Inglaterra, 1730-1848, de Georges Rudé. En la línea de lo expresado en la sentencia anterior.
+ Cuando leo algo negativo sobre la French Theory siento un rechazo contra el que debo luchar, pues, no por necesidad, tiene que estar errada la posición, aunque en una gran parte de las ocasiones sea así. Es una interesada confusión entre artefacto y el significado del artefacto en su sincronía o en su diacronía, imposible la primera, imprescindible la segunda. O hay una confusión entre lo que se pretende y lo que se desea leer, líneas de lectura sobrepasadas ya. Hay, por otra parte, una tendencia a desordenar la obra de ciertos autores y situarlos donde no deben estar. Un beneficio propio, de estilo tal vez, para agradar a los lectores que no llegan a comprender el arco que se dibuja desde el inicio de la escritura hasta su culminación o el intento de culminación. En el caso de Foucault cuanto se prueba a rebatir su obra y se invoca la ausencia de un sistema, la falta de conclusiones o el fárrago que suponen sus textos, creo que en lugar de desmontarlo, se están cimentando las virtudes de tantos y tantos libros suyos, fruto de un esfuerzo titánico. Se enfrentan a la literatura y a la historia con herramientas que no corresponden a estos dos ámbitos. El fin de semana dedicado a la filosofía no es suficiente, se debe profundizar hasta agotar las fuerzas, pero ya no hay tiempo. Leer, Leer. Leer. Mientras Foucault da frutos, el que opina en el aire se desvanece y, pronto, nadie recordará su nombre, ni sus pedantes flechas de desamor y pereza.
+ Imagen: ruinas que, en forma de archivo digital-fotográfico, que rescato del pasado. Tal vez: 2012.





