+ Entramos en la notaría y el valor de los elementos simbólicos era muy claro. La calidad de las maderas, la prestancia de los tejidos, el olor, los atuendos, el ambiente que el flujo de dinero da. Estudié la situación como hago desde un tiempo, como si ensayase apuntes para un cuadro de costumbre, detalles que me acercarían a la técnica de Flaubert, pero sin llegar a concretarse ni en un texto ni en un lienzo. Solo por apreciar ese placer que produce la acumulación de datos y apuntes. Vi al notario. Alto, pelo al viento, blanco, peinado con un estudiado desorden, también su barba participaba de la misma característica, a ello debemos sumar el paño del traje, la calidad de la piel de los zapatos, la camisa como un pergamino recién terminado por el artesano que le da vida. Era un hombre muy seguro de sí mismo, con esa seguridad verdadera que da el dinero y el poder. Pero me fije con más detalle: anillos, pulseras y otros complementos que desentonaban, a pesar de no ser baratijas. Me llaman mucho la atención las personas que están pendientes de su aspecto, del equilibrio entre sus gestos y su ropas y su status. No sé, creo que había algo que desentrañar allí, pero no continué, salvo por la acumulación de detalles, que me aclaraban más que una reflexión sobre la sociología del dinero y el poder.
+ Los empleados de la notaria eran un conjunto heterogéneo. Me fijé en uno de ellos. Alto, bien formado, musculoso. Seguro de gustar. Me fijé en algunas mujeres y me sorprendió la profusión de tatuajes. Llegué a la conclusión de que cuando uno penetra en el interior de cierta rutina sin llegar a participar en ella, tiene a su alcance una serie de detalles que de otra manera le pasarían desapercibidos. Los empleados de la notaría, creo, reciben buenos sueldo y eso marca. El dinero hace patria, la fortuna edifica confianza y belleza. No lo es todo, pero es mucho.
+ Ahí palpitaba la novela de vida.
+ Unos días fuera de casa. Pasamos de Galicia a Asturias y de Asturias a Cantabria. El paisaje desarrolla una relación extraña con el el viajero, esa relación tiene rasgos de autobiografía. No era la primera vez que atravesábamos aquellas autovías, tampoco por primera vez nos desviamos a las playas y a los pequeños pueblos, pero todo había cambiado. La mirada sobre las cosas sufre modulaciones inesperadas y todo pronostico es una apuesta por el error. Las nubes, el mar, los bosques y los montes habían estado siempre ahí, como si esperasen nuestra llegada, aunque no fuese así, me gustaba pensarlo mientras conducía plácidamente por la A-8. Los automóviles se deslizaban con cierta soltura y se dibujó una alegría inesperada en horizonte. La arquitectura excusaba la necesidad de reflexionar sobre su función y solo restaba el aliento estético. Un decorado teatral, tal vez, poco más. Así, la vida se impone. Hablamos, mientras yo conducía, sobre personas y sobre la evolución de las biografía, sus meandros inesperados, la lógica y la falta de lógica en las acciones, hablamos sobre los previsible de las conductas si estas se analizan desde la perspectiva de una trayectoria, así: poco margen para el error, siempre que se respete una amplia gama de posibilidades. Nadie nos molestaba y el sueño, cuando llegaba la hora, resultaba reparador. Fuimos felices mediante la alegría compartida, a través de las conversaciones y los cafés a media tarde en insospechados bares y cafeterías. Todo era perfecto y solo podía anunciar perfección, nuestra doméstica perfección.
+ [Una comida]. Analizar los meandros que el alcohol establece en el comportamiento es la labor del abstemio, por esta razón resulta inquietante su presencia. Es el que se abstiene un juez severo, que comprende y no comprende los actos de los que tiene ante sí. El alcohol establece muros y fronteras, que separan a los durmientes de los despiertos. La realidad, compuesta de pliegues y dobleces muestra, nunca tiene una sola cara. Los observé sin intención, pero el juicio comenzó a sedimentarse. El vino, los licores, los combinados de ginebra y tónica plenos de hielo y limón. Todo ello descubría algo que no recordaba pero que había conocido muy bien. Sentí que me mareaba. La comida se había alargado demasiado y las conversaciones degeneraban, para el que no bebe esto resulta muy desagradable, una sima y guardar silencio solo contribuye a incrementar la inquietud de la presencia del abstemio. Yo no elegí el papel y me dio la impresión de que mejor hubiera sido no asistir, pero fui y solo deseaba regresar. Los volví a observar y no deseaba hacer juicios y los había y esto me molestaba. Me fui y una tristeza mineral me invadió. Había visto esta escena tantas veces, pero todavía me producía tristeza, una tristeza mineral, por dura, por oscura, por reconcentrada. Leía algo sobre la geografía física de la Cornisa Cantábrica y me reconfortó, como si la distancia que establece las edades geológicas fuese la medicina necesaria para cualquier desatino de lo humano. Volví a pensar en Asturias y en Cantabria, también en la Mariña, y me quedé dormido. Afortunadamente, nada recuerdo del sueño.
+ Observo que me observo en demasía a las personas. No soy un pintor de batallas.
+ Imagen: en una playa, en Santander, en la Playa de los Peligros, los peligros nos acechan, pero los sorteamos, los evitamos con habilidad inusitada.



