+ Entre la lluvia y las conversaciones se van las mañanas. A veces me quedo en suspenso y lo que oigo solo es un rumor que se subordina a esa reflexión sobre lo que yo leí la noche anterior, poco antes de dormir. Me adentro en los límites de la democracia, en una definición de la misma extensa y precisa [¿es esto posible? me pregunto sin convencimiento], en la imposibilidad de atrapar tantos y tantos destinos, que nunca responden a un hilo narrativo claro. Llueve, llueve mucho. Pienso, luego, en la lectura del imprescindible libro de Saramago Viaje a Portugal. Pienso en que, en realidad, Portugal lo conozco poco y que las ideas que tengo sobre su realidad responden más a ciertos tópicos que las verdades que puede esconder el paisaje pero, también, las gentes. Y recuerdo comprar periódicos portugueses y revistas semanales portuguesas con la intención de aproximarme a un cierto núcleo de actualidad e historia; leo en portugués, escucho la radio portuguesa, desde Twitter me llegan noticias, pero no soy yo el que escucha o lee sino aquel adolescente que fui, que continua fascinado por la idea romántica del viaje y el tiempo que se desvanece, de la lectura y la escritura son herramientas del observador, de escapista. La lectura, me digo, la lectura llega a ser la única realidad, la única razón de los días y no estoy seguro de que esto sea necesariamente positivo. Quizá tampoco negativo, no hay sentidos porque, a partes iguales, soy determinista, soy nihilista. No es cierto, la lectura solo es un acento en la vida cotidiana, la vidaque se impone sobre la lectura como se impone sobre la totalidad de los afanes: los trabajos y los días, los placeres y los días [en referencia al escritor latino, en referencia al admirado escritor madrileño que solo es hoy una fantasmal aparición de mi adolescencia, una vez más la adolescencia y sus determinaciones]. El día es claro por un momento, pero la lluvia está al acecho. Aguarda la lluvia. Oigo sus razones; sin embargo, son poco más que un rumor. Ahora espero la llamada de mi doctora, no sé qué dirá, no tengo malos presagios. Las esperas, últimamente, son el tono vital. Esperar, con paciencia, esperar.
+ No fueron malos los resultados de las analíticas. Estoy sano, me dicen al otro lado del teléfono. Es un tesoro la salud, me digo a mí tras el comunicado. Después de la salud vendrá todo lo demás, todo lo que se puede construir o arreglar, adecuar al momento, mantenerlo o modificarlo. Sin embargo, no fue mi doctora quién me atendió, sino otro doctor, otro titular que se hace cargo de los pacientes de su compañera, que está de baja [así me lo ha dicho mientras me pedía disculpas por la tardanza, tiene tantos pacientes que atender que la tarde no le llega]. Los problemas de la sanidad son nuestros problemas. Serios problemas. ¿Qué le pasa a mi doctora, por qué otros doctores tienen que hacerse cargo de sus pacientes, por qué no se contratan sustitutos, por qué las plantillas disminuyen sin remedio ni una explicación clara, convincente? Tengo respuestas firmes y bien orientadas, repuestas fundadas, pero no tengo pruebas. La pruebas son esenciales y por ellas espero. Se eleva esta certeza formada por indicios e intuiciones. La privatización rampante, sin vergüenza ni frenos. Ay, la importancia de la salud y la capacidad de transformar en mercancía lo que nunca debería ser mercancía, el tiempo pasa y se consolidan tendencias tenebrosas. La noche caerá pronto, me digo y no pienso en otra cosa que en mi estado de salud: por el momento, más que aceptable.
+ ¿Qué es preferible, ser engañado en el precio o en la mercancía? [Compongo la pregunta tras leer, antes de dormir, a Baltasar Gracián]: y respondo: siempre el precio, porque el engaño en la mercancía es un engaño doble, pues se contiene también engaño en el precio: la mercancía mala no vale lo que nos han cobrado por ella. Ahora es momento de buscarle acomodo y aparece sin demasiado esfuerzo: engaño, precio, mercancía. Hermes: mensajero de los dioses, patrón de los comerciantes y hacedor del engaño. Ahí queda palpitante la repuesta sin demanda.
+ Hay un desgaste que posee una cierta nobleza. La madera ejemplifica esa forma de envejecer que se engrandece a sí misma, digna y espiritual. Esto último se manifiesta con prístina delicadeza en algunos instrumentos musicales.Me fijo en ellos. Las manos han rasgado las cuerdas y queda su marca sobre la tapa de la guitarra, el barniz desaparece y al descubierto la veta de la madera se manifiesta como una realidad más allá del que construyó el instrumento y él que con él interpretó las partituras o desgajó las improvisaciones. Lo he visto. He visto guitarras, violines o pianos, sus teclas de marfil que han envejecido con la aristocracia y con el olvido, amarillas y sucias, como la vida misma. Ahora no, ahora se tiende a un cierto desacuerdo fungible, muebles que han de durar dos años y canciones para una semana. La ropa que desaparece con el fin de semana y remata en montañas de basura. La palabra mágica es monetización, válida para las relaciones y para las canciones, válida por un instante, evaporada y pasajera. El dinero como medida de todas las cosas se impone. A grandes rasgos, así lo veo: según se populariza un arte se degrada. Valga como ejemplo la fotografía, que carece ya de interés. Imposible es tener cuenta de la fotos que diariamente se disparas. No recuerdo quién decía que en su origen la fotografía producía pocas obras pero de muy alta calidad, con el paso del tiempo se aumenta la producción pero la calidad disminuye. Y en eso estamos. No se admite el desgaste o el envejecimiento que transforma los objetos en antigüedades, al contrario: la palabra es obsolescencia. Lo obsoleto se ha convertido en emblema.¿Es malo? Tampoco es bueno, solo un rasgo que se acentúa. Así lo percibo y así lo muestro, hoy domingo.
+ “Para la mariposa que nace con la mañana y muere al anochecer, la noche no existe; para el que ya encontrado al rey de la quinta, la respuesta honrada es siempre.” Saramago en Viaje a Portugal
+ Imagen: secuencia que regresa del pasado pero todavía no es presente.