sábado, 20 de marzo de 2021

Relaciones de buena vecindad

 

Recorte

 + Avanza, capítulo a capítulo, la lectura de Tristán e Iseo. Encuentro un placer remoto en su lectura, en la evocación de momentos que había olvidado. Por ejemplo, hace años, en casa de mi abuela, mientras leía en verano a Valle Inclán, la Sonata de primavera, percibía una cierta calidad del texto, una armonía entre las imágenes y la prosa, algo que desconocía. Ahora mismo no sabría acertar a decir si esto fue positivo o negativo. Lo recuerdo y Tristán e Iseo arrojan una luz sobre el pasado que ilumina recovecos desconocidos, insospechados. Veo en ello que continúa una representación del pasado que tiene mucho que ver con el balance de lo vivido y no me gusta. Prefiero un presente diáfano y sin exámenes de conciencia, pero sé que eso no es posible en este momento, por el momento.

+ La marea extiende los restos del naufragio a lo largo de la playa. Los veo y no sé qué decir. Ya no me pertenecen y lo que fue ahora no es, salvo en el recuerdo, pero ya poca cosa vale, aunque su significado y peso sean grandes. Los paisajes que me ofrece Tristán e Iseo me trasladan a Normandía, donde un día estuvimos y ahora se ha ha convertido en un lugar de fantasía que no es posible más allá de los sueños. Toda esta conjunción junto la lluvia me entristecen, pero no es la agradable tristeza del spleen, sino una bruma pesada contra la que luchar. El viaje diluido ya no marca horizontes y la lluvia y los recuerdo, el peso de las aventuras de los dos amantes me muestran un sentido que pertenece a una vida que no he vivido, que no es la mía sino una alteración perceptiva. No hay nada más que lo que ante ti tienes. Leo, escucho y pienso, quizá piense demasiado y sé que eso no es bueno. La operación de restauración es compleja y me deja un tanto traspuesto, la lluvia no ayuda mucho y el naufragio todavía está presente.

+ He insertado dos veces una foto, se ha duplicado porque ilustra dos entradas. Se trata de la portería de fútbol en un descampado en Ávila. Es significativo que entre miles de fotos haya unas determinadas fotos por las que muestre un especial interés. Lo apunto y dejo la elección en su lugar.

+ Escucho, en línea en el coche del trabajo gracias a la conexión bluetooth entre el teléfono y el aparato de música, una conferencia del Collège de France que pronuncia William Marx, la conferencia es sobre bibliotecas y su orden, los posibles órdenes. De entre lo mucho expuesto, me quedo con la idea de la caracterización de la biblioteca mediante la relación de vecindad, de la buena vecindad entre los libros. ¿Dónde se sitúa tal libro, junto a qué otros libros? Pienso, entonces, en una posible sintaxis de la biblioteca, donde cada ejemplar sería un sintagma y las relaciones sintagmáticas esas proximidades y aquellos alejamientos. Estudio cómo he dispuesto mis libros y entiendo que la reflexión sobre su colocación da pie a una idea sobre mi manera de entender lo leído y lo que queda por leer, lo que venero y lo que he olvidado, la reunión de material y su dispersión. Los libros hablan muchísimo de nosotros, incluso cuando en una casa no hay ninguno o lo que hay no merecen la pena. Relación de buena vecindad, apunto.

+ [Viaje a Vigo]. Debo comprar un regalo y me dirijo a Vigo. Conecto la radio, pero resulta imposible sintonizar adecuadamente Radio Cinco; desisto y pongo Radio Clásica, aunque la dejo rápidamente, pues van a entrevistar a dos jóvenes estudiantes en Viene, dos brillantes mujeres, sin duda, pero no me interesa; abandono la Radio Clásica y me paso al CD de Kurt Weill. Un aliento de cabaret tiñe la atmósfera de la nublada tarde de sábado. Viajo solo. La conducción es agradable. Cruzo el puente y me doy cuenta de que hace meses que no lo cruzaba. No hay ninguna sensación, salvo la que me transmite la música de K. W., que no es, precisamente, de una baja intensidad, aunque sea esta recóndita y subterránea, privada y acogedora. Aparco y siento esa punzada del futuro [ese desfase entre el presente de la juventud y el presente actual que sienten los viejos; no soy cínico, sin embargo, no me queda otra opción]. Salgo a la calle y noto que mi cuerpo responde muy bien, estoy en una envidiable forma física: delgado, ágil, fuerte; la hora diaria de bicicleta estática me rescata de los abismos del sobrepeso: bien. Entro en El Corte Inglés, me dirijo al Club del Gourmet y hago mi compra: dos botella de aceite de extremada calidad, premiado y biológico. Todos estos movimientos y acciones que realizo me traslada a la prosa y a la poesía de Houellebecq, sin llegar un punto estético sino a un centro existencial y angustioso: los rostros tras las mascarillas, los dependientes, los clientes, las personas que me cruzo en la sección de perfumes, la salida a la calle, esa horrible galería que han instalado en la Gran Vía […]  Me siento huraño y hosco, cínico y viejo. No digo nada y trato de centrarme en el regreso al parking. No lo hago, porque el último momento decido ir a la Casa del Libro. Curioseo y todo está ya sabido, no tengo ilusión, aunque por un momento estoy tentado a comprar una novela o un ensayo. No compro nada y observo a una madre con su hija, ambas han seleccionado libros que sostienen contra su pecho, libros que luego pagarán, que leerán, que aportaran ilusión o desidia, quién sabe. Como un poema que tiene su eje en lo cotidiano, salgo de la librería sin nada y me dirijo al parking. No pienso, solo camino. Me doy cuenta de que tengo tantos libros que carezco de tiempo para leerlos todos. No es posible. O si hay una posibilidad estaría esta subordinada al abandono de mi trabajo remunerado y entregarme a jornadas lectoras de ocho o nueve horas diarias: absurdo. Debo repostar combustible y me apetece una Coca-Cola. Salvo de la ciudad y paro en la primera gasolinera que encuentro. Me atienden con amabilidad, me ofrecen una aplicación para el teléfono que me dará descuentos, tomo el folleto y asiento. Salgo y emprendo el regreso. La conducción es agradable. ¿Un viaje? No ha pasado nada especial, salvo la calma y la distancia que he percibido, me caracteriza los momentos pandémicos y me digo que tal vez de eso se trate: conducir plácidamente, ponerse la mascarilla, comprar, repostar, ver libros, ver gente, no pensar, pensar, recordar, olvidar y volver a coger el coche. La nada se presenta y yo la saludo. Hoy he terminado Tristán e Iseo.

+ Mientras, en este tiempo extraño, me obligo a escribir, que es el trabajo más importante de la investigación. Extraña vida la mía.

+ “Conozco la vida, estoy acostumbrado. Confesar que uno ha perdido el coche es casi excluirse del cuerpo social; decididamente, aleguemos un robo.” Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq. Sin haberlo previsto, comienzo la relectura de la novela de M. H. Recuerdo que en sí el título me había llamado mucho la atención; en francés, mucho más: Extension du domaine de la lutte.  Hoy, en la librería, la vi por 6 € en francés y pensé en comprarla, pero me dije que no. No sé, ¿me estoy volviendo tacaño? [eso me lo dijo alguien en el Ministerio: “con la edad te vuelves tacaño”, podría ser, pero no tiene mucha importancia; lo que sí es cierto es que soy reticente a comprar libros, hace meses que no compro ninguno y esto es algo que se ha instalado para quedarse, creo ahora mismo, en este preciso momento]. He leído ya veinticinco páginas y sé que voy a continuar. Lo sé, me entrego a ese mundo porque hay algo mío en él, porque tiene un extraño poder narcótico que tanta falta me hace en este momento. Vuelvo a copiar la cita: “Conozco la vida […]”

+ Mientras continúo con la lectura de Ampliación del campo de batalla el día comienza. De repente, súbitamente, recuerdo una anécdota que había contado un tío mío en una comida. Se trataba de una presentadora de televisión del informativo regional. Su marido era un artista bohemio, hijo descarriado de la burguesía compostelana. El artista sin más profesión que su arte invendible le dio por hacer un mural o un fresco en el salón de la casa que ella había adquirido. Ella volvió del trabajo muy tarde, se metió en cama y no fue hasta mañana siguiente cuando vio el mural. Aquel día se terminó el matrimonio. Yo cuando lo oí no creo que llegase a los doce años. Me quedó la anécdota grabada y ahora la recuerdo mientras leo a Houellebecq y es como si la novela de M. H. arrojase luz sobre aquel cuento moral. Porque se trata de un cuento moral donde la cabeza muerde la cola. La burguesía arroja las excrecencias de la burguesía fuera de sus dominios. Mi tío, en aquel momento, lo comentaba como una extravagancia incomprensible para él, un empleado de banca que creía en cierto orden, ornato e higiene. Yo lo tomé por otro lado, como un signo de distinción. Hoy sé que la suma de las dos posiciones acerca el hecho a un punto de no retorno, allí donde se puede comenzar a comprender una época. La Compostela de finales de los años setenta del siglo pasado. Qué antiguo resulta hoy todo aquello.

+ Terminé Ampliación del campo de batalla.

+ Imagen: un recorte, una pared, un algo que se queda en el aire y no se llega a atrapar.