+ Una vez más, llega el viernes. La sucesión de los días no tiene nada de especial, es la rutina, lo que se espera y no ofrece variación, pero mi curiosidad todavía se ve sorprendida. Quizá se trate de esto mismo. Centrarse en pequeños detalles que ofrecen posibilidades inusitadas; la sensación de avance, el deshacerse el proyecto y convertirse en realidad, la pasmosa imposibilidad de detener el tiempo. El viernes es el día deseado por el trabajador [si el fin de semana es para él feriado, porque de lo contrario se retrasaría al sábado, que, aunque similar, no resulta equiparable] para emprender su viaje al ocio, a la distancia, a la ficción del tiempo libre. Con la pandemia esto ha cambiado: ya no se trata de establecer un límite, sino de aguantar, dejar a un lado las horas y aprender a no esperar nada.
+ C y yo, ayer, vimos un documental en línea sobre el campo de concentración que visitamos en octubre de 2018, en las proximidades de Berlín. Sachsenhausen. Volver a ver otras vez aquellas edificaciones, la explanada, la entrada al propio campo, nos devolvió a la inquietud que supuso en el encuentro con esa conocida y despiadada brutalidad. Desde aquel momento, desde la visita a Sachsenhausen, el campo de concentración me sirve de piedra de toque cuando una situación me parece complicada. Nada resiste la comparación, reconozco. Recuerdo Sachsenhausen. Recuerdo un extraño silencio, recuerdo las vigas de hormigón sobre las que se ataba el alambre de espino, los árboles, el perfil de las torres de vigilancia, la quietud del serenidad del paisaje, el sonido del viento; sobre todo ello reinaba una presencia que percibíamos, la longitud de las dimensiones, ese saber de la vida y de la muerte, de la línea que separa al ser humano del monstruo; recordé, entonces, a la vista del documental, en una sala de exposiciones anexa al campo, las fotos de algunos de los guardianes, que eran casi adolescentes, con sus caras aniñadas resucitaban en el relato de la audio-guía que mostraba sus arrebatos de ira y la violencia acerada e imbécil que los dominaba. Antes de dormir me dediqué a pensar en ello, en una visita, en Madrid, con K., a una exposición sobre Auschwitz, pensé y regresó la frase en la entrada de los campos de concentración y exterminio: el trabajo os hará libres. No hace tanto y poco a poco se olvida, pero basta asomarnos a las noticias, al incremento de acciones antisemitas, al odio infundado sobre otras personas para hacernos cargo de que la estupidez y la brutalidad. Lo repito mientras me digo que descreo de lo colectivo y trato solamente de ver personas y no razas, credos u orígenes, religiones o ideas con o sin fundamento. Nada nos hace libres, salvo la libertad sin adjetivos, una libertad que se asienta sobre lo humano en el sentido condicional de la muerte, que da y quita sentido a todo lo vivido: ahí reside la libertad, en el respeto por cada persona, en su calidad de persona, sin adjetivos que la clasifiquen.
+ [Expurgo]. Todavía no empezado con la selección, el donoso y grande escrutinio de mis libros. El examen de la biblioteca nos lleva a un examen de nuestra realidad lectora y de nuestra biografía lectora, que por extensión es nuestra identidad en una vertiente no menor. ¿Cuánto libros he atesorado? ¿Mil, mil quinientos, dos mil? No tengo intención de hacer un recuento, pero sí una purga. La purga no se refiere exclusivamente a los volúmenes, sino que alcanza el corazón de la identidad, como si pudiese esta decantarse, diluirse, aclararse. Decido dejar a un lado las posesiones y establecer una distancia con todo aquello material que me condiciona, en la esperanza de mejorar, de alcanzar un otro estado más limpio y menos dependiente.
+ Etimología: barriga deriva de barrica, que no deja de ser un galicismo. Lo recojo de una nota de la Real Academia en Twitter. Tiene su gracia la evidente semejanza de las dos realidades. La metáfora como creadora de palabras, las palabras como creadoras de metáforas, entre ambos polos: la realidad cambiante, sin permanencia, dúctil e incontestable aunque sometida a contradictorios comentarios.
+ [Expurgo]. En lugar de empezar por los libros he comenzado por los objetos, fotos, cartas, aparatos electrónicos y un largo etcétera de diversos cachivaches acumulados durante décadas. La sensación es extraña porque los objetos se conectan con la persona y parecen ofrecer un retrato de aquél que fuimos que se relaciona con este que somos. No es necesariamente verdadero porque esa función de la identidad se define en cada momento y cada momento aporta y hurta razones. En este caso, es un distanciamiento. Decido expurgar sin contemplaciones. Postales de Lisboa, mapas de Berlín, guías de Normandía, libretas de notas que no deseo volver a ver, el ingenuo detalle de unas vacaciones reflejado en una suerte de diario, las tribulaciones de un escritor en ciernes que nunca llegó a alcanzar la publicación [qué tema para otra entrada], auriculares, púas para la guitarra, cables de amplificador y otro largo etcétera. Y así se van llenando las bolsas de basura que, luego, transportamos hasta un contenedor cercano. ¿Un antes y un después? Sé que es algo que debería haber hecho hace años, porque la limpieza es salud para el alma, ese desnudarse, ese desposeerse de objetos que creemos importantes y no lo son. Se libra una batalla con el pasado, un pasado que no existe, que nunca existió. Los lazos que me unen a aquel que fui son débiles y cada día que pasa la dispersión de las imágenes es más acusada, como el barco que se aleja de la costa y al pasajero, llegado un momento, le resulta imposible discernir qué son casas y qué son montañas porque el paisaje se transforma en una línea que se desvanece sin remedio. Carne de mercadillo, de rastro, de mercado de las pulgas, resulta ser toda esta acumulación; prefiero que vaya a la basura que verlo en el puesto del chamarilero, aunque llegado el momento, todo dará igual. Lo próximo serán los libros; capítulo aparte.
+ [Expurgo]. Me deshago de una colección de callejeros, planos y mapas atesorada durante más de treinta años. Queda en la huerta bajo la lluvia. El agua de la lluvia se comerá el papel mediante la putrefacción. Me interesa esa metáfora que esconde el proceso: el agua de la lluvia pudre los mapas que se coleccionaron a lo largo de treinta años, y nada cambia: allí siguen, las calles, las ciudades y la geografía. La representación sólo posee sentido cuando tiene utilidad, luego se convierte en una arqueología o en un fetiche, o ambas cosas a un tiempo. El agua de la lluvia y la tierra vegetal actúan conjuntamente como un hechizo.
+ Imagen: el almacén de muebles como habitat del deseo, el deseo como guía del pasado y del porvenir, imagen de sí mismo, relato vertebrador de la vida cotidiana; sin embargo, eligo la neutralidad del blanco y una composición geometríca con la esperanza de romper un sortilegio que me inclina hacia la acumulación, una tendencia que inagurar: el adelgazamiento. Un especio neutro y versatil.
