+ Parados en su sobrante de carretera, conversamos sobre diversas cuestiones, fundamentalmente sobre la evolución de la pandemia y la incertidumbre que se ha instalado en la realidad, de cómo esta la modifica y devuelve a la realidad, o al menos su percepción, a una nuclear verdad: el cambio y la falta de permanencia. Las nubes se habían retirado y elevé la vista a las alturas. Pude ver con claridad el dibujo de las estrellas en el cielo. Se lo hice saber y me dijo que la ausencia de contaminación lumínica era lo que permitía esa privilegiada visión, me señaló un monte cercano y me narró las caminatas que hacían con su padre cuando eran de niños para ir allí a ver las Perseidas. Nos despedimos y no pude dejar de meditar. En realidad lo minúsculo del virus se enlaza con las magnitudes siderales de las estrellas, realidades que nos atañen y que no podemos abarcar, bien por extensa, bien minúsculo. Bajé hacia los pueblos y la luz de las farolas sobre la carretera me devolvía a otra realidad, la realidad laboral que estaba a punto de finalizar. Ay, esos enlaces entre lo uno y lo otro y que devienen en lo mismo, en su reflejo. Soñé con perros y con lobos, soñé con mujeres que ofrecían pastelitos y un licor transparente, que podría ser ginebra o anís, soñé otras cosas que no recuerdo, aunque eran partes de realidades sin mayor entidad que mi descanso y mi olvido.
+ [Mañanas en la biblioteca]. No necesito madrugar mucho, pero me levanto a las siete de la mañana. Desayuno con calma y luego un leo un poco, preparo las bibliografías, los bolígrafos y las libretas, meto todo en mi mochila y espero un poco, hasta que son las ocho y media; entonces, me encamino a la biblioteca pública, que abre a las nueve de la mañana. Es un trabajo rutinario que consiste en pedir libros, buscar las referencias y fotografiar con la tablet las páginas donde se encuentran las referencia a nuestro autor. No hay ningún secreto, esta parte de la investigación que se centra en una labor mecánica tiene una suerte de lección sobre los desarrollos del proceso, que se extiende a los ámbitos que parecerían ajenos a su dominio. Las tareas rutinarias son cimientos de las tareas que semejan más elevadas. Estas tareas humildes son un asidero contra el desánimo, su reiteración nos libera de reflexiones amplias y profundas; lo veo yo como la oración, que se hermana con el ejercicio físico diario. Así, entré en la biblioteca y me dispuse a realizar lo que anteriormente había programado. Cumplí con lo previsto y sentí un cansancio honrado y sencillo, que me remite a mi relación con la rutina, con su ponderación sobre la aventura. Soy otro, me digo mientras avanzo por la calle con 145 capturas fotográficas de otras tantas páginas que se contienen en el dispositivo electrónico. Soy otro, pero soy el mismo.
+ Los desencuentros conmigo son oscilantes, intermitentes, variados. Creo conocerme y no es verdad porque me sorprende todavía mi incapacidad para afrontar nuevas realidades, pero no resulta ser una incapacidad paralizante ni definitiva, sino que se trata de un ligero malestar relacionado con mi querencia a la estabilidad, por otra parte, imposible por definición de lo que la vida en sí es. Sí he aprendido a aceptar el malestar a sabiendas de que será algo pasajero; este aprendizaje se basa en experiencias anteriores, que, aunque disímiles, guardan entre sí el parecido del cambio abrupto y la apertura a nueva situación, no peor, pero sí muy diferente. He dejado atrás un decorado y estoy inmerso en otro, la circunstancia no es baladí, al contrario: determina de una manera irremediable la vida cotidiana. La vida cotidiana, me digo tras escribir cada una de las letras en el teclado del ordenador, la vida cotidiana como única patria posible que prefiere a la persona o al individuo a la identidad. Los desencuentros son constantes pero pasajeros y su desvanecimiento es mi victoria, pero precisan cierta lucha, calma y paciencia. En ello estamos.
+ Dejo a un lado la identidad y me centro en los retratos de las personas. La identidad me parece en exceso un algo burocrático y gris, prefiero los retratos bien sean al óleo o en un potente estallido de colores en la portada de un dominical o una página web. Los ojos, la nariz y la boca, las orejas, las cejas y el pelo, ese intento de traducir ciertas armonías o su ausencia en razones para elaborar biografías imaginarias e imposibles. Queda el retrato, incluso el propio, que se enfrenta a la identidad y deja tras de sí el rastro del imaginar vidas, trabajos y milagros. Veo mi foto en un antiguo carnet y me pregunto si los desencuentros constantes conmigo se ven ahí reflejado y colijo que no, que no hay tal relación, pero me gustaría percibirla porque verla no dejaría de ser una cura. La cura, el cuidado, el olvido.
+ Abro un canal de la televisión en línea después de encender la pantalla y sin mucho convencimiento busco documentales sobre asuntos y temas musicales. Encuentro dos que, en principio, parecen de mi agrado. El primero es sobre un irredento fan de Morrissey y el otro sobre Los Ilegales, el grupo asturiano. El primero pertenece a ese tipo de asuntos que comprendo perfectamente pero que no puedo aceptar y, sí, me producen cierto rechazo. Es decir, no acepto la rendición a otra persona aunque respete muchísimo su talento y su obra, porque solo veo una persona y no estoy dispuesto a rendirle pleitesía [lo que se iguala, en el caso del fan de Morrissey, con haber asistido a elevado número de conciertos del cantantes en primera fila; me digo: ya ves, qué triunfo]. Nunca atesoraría objetos y recuerdos de un artista hasta convertirse esta actividad en un motor de mi vida [memoria, viajes, discos, fetiches, ropa, peinado…]. Lo dejo porque no me interesan esas afirmaciones declarativas; me gustan mucho las canciones de los Smiths, me gustan, también, las canciones de Morrissey [aunque un poco menos], pero en ningún caso me interesa su figura por sí misma sino una proyección de una idea que cuajó en la adolescencia y se prolonga en la edad madura pero que tiene relación con la literatura y lo que por ella entiendo y no con esa idea de personalidad. Lo dejo ahí porque no me interesan demasiado las posibilidades que ofrece. En el documental sobre Los Ilegales hay algo que me llama la atención poderosamente y me parece una flecha en el centro de la diana. Se trata de una afirmación de Mariscal Romero. Dice M. R. que todos aquellos grupos punk de finales de los setenta y principios de los ochenta estaban integrados por malos estudiantes que pertenecían a las clases medias y altas, jóvenes que encontraron en la música una razón de ser; entre ellos, cómo no, también, Jorge Martínez. Trato de unir ambas razones y extraer una conclusión, como dos premisas que me llevasen a una punto sin retorno, restituir una posibilidad en el hiato que he trenzado casi sin darme cuenta. Creo que la solución a la ecuación radica en la identidad. Cómo la identidad dirige vidas y haciendas hacia un malditismo próximo al movimiento romántico, que perdura en la manera de entender la vida desde la pedagogía que ofrece la música popular [tan influyente ayer como hoy, desde donde se esparcen consignas vitales y eslóganes propicios para lleva la existencia con estilo]. Cierro la sesión y me entrego al sueño con esa sensación de protesta y burguesía, falsas revoluciones y el estilo y la distinción como motores del prontuario vital de toda una generación, la mía en concreto. Todo se desvanece en el océano de la noche, en océano del profundo sueño y sé que no estoy equivocado.
+ Imagen: elijo esta imagen de Pompeya porque es la que tengo en mi perfil de la mensajería instantánea, mi identidad; me gusta percibir ese toque de neutralidad, el punto de estilo y distinción.
