sábado, 18 de enero de 2020

Presente amplio


Beauvais


+ [Malamente, Rosalía]. Sábado, tras las siesta, pongo el reproductor en línea. Trabajo, bebo café y trabajo otra vez. Correcciones y reconstrucciones, otra redacción menos beligerante. Mis ocupaciones vespertinas no son un entretenimiento. La música me inspira y me traslada hasta mundos que nunca había visitado, pero solo es una pausa. Me digo: no es un mundo, es un universo. Son reiteraciones, tantas veces lo repito. Es otro mundo y es el mío, Rosalía marca un antes y un después.

+ No recuerdo a quién le oí que si la arquitectura era un mundo, la literatura, un universo. Pensé sobre la afirmación y no alcancé a recordar quién lo dijo. ¿Una lectura, viva voz, una entrevista periodística? He visto importantes edificios que no despiertan mi interés, otros que me han hecho pensar y sentir cómo geométricamente definían la función y el espíritu de esa misma función (pienso en A cada de música de Rem Koolhaas). Los libros son un universo, pero ¿todos los libros o la literatura, nuestra particular selección? La extensión/restricción del gusto se afina con la edad, nuevos rechazos y nuevas adhesiones. ¿Universo o mundo? ¿Tiene importancia, cuando la traducción a lo cotidiano es el objetivo, la ampliación de las posibilidades de lo diario?

+ Que grandeza poder renunciar al coche. Es una tendencia, el rechazo del coche y sus esclavitudes. Cuando éramos niños escuchamos como un tío nuestro asociaba el coche a la libertad, y yo no estaba de acuerdo, pero me callaba. Su voz impostada describía todas las cosas que te permitía y pensaba que tampoco era tan necesario. Hoy  estoy seguro y si tengo coche es por una circunstancia ajena a mi voluntad, es decir: se ha invertido la sentencia y el coche es una esclavitud. Eso le escucho al arquitecto Alberto Campo Baeza, que dice, hiperbólicamente, que se deberían cerrar las fábricas de coches, pero también clama contra las casas grandes y la acumulación de posesiones. Hace falta poco. Tiene razón. Es punto de alejamiento de lo prescindible otorga una aristocracia de espíritu poco común. Lo pienso.

+ Veo algunas construcciones de Campo Baeza. Limpias y aéreas, pero no me parecen sobrias. La casa del infinito no deja de ser un emblema. Hermosa y singular, la casa, pero no pierde ese rasgo de emblemática y todo emblema es comunicación. La comunicación siempre es intencional, porque sin intención no hay comunicación.

+ El ogro todavía respira, pero pronto agonizará. No habrá celebración cuando expire, ni alegría por su final, pero la paz regresará triunfante. El ogro se dice sensible, que llora cuando ve una película de enamorados, y no es mentira: llora. Lo vemos en la lejanía y sabemos que es muy mala persona, que sus lágrimas son un índice de su idiotismo. Qué horror esa combinación de estupidez y violencia. Qué ha conseguido a cambio de sus maldades. Qué pero que la maldad y la estupidez en combinación.

+ Un viento frío y extraño. Raro, como raro es el cielo donde se dibujan arabescos. Son la nubes. Me detengo, hablo por teléfono y pienso en la vocación, pienso en cómo nuestra personalidad nos lleva al estado que hemos alcanzado. C. lo pasa mal, pero se va a restablecer, saldrá con éxito de esta enfermedad moral. La toxicidad del ogro no dejará secuelas. ¿Quién ha ganado? ¿cabe este planteamiento: ganadores y perdedores? Creo que se trata más de una solución quirúrgica: una amputación. Mejor, una poda. La rama volverá a crecer y el ogro se hundirá en el olvido, en una charca de negra y espesa irrelevancia.

+ En un lugar de la red encuentro fotos de los suelos de Velintonia, la casa que fue de Vicente Aleixandre. Baldosa hidráulica, teselas granas y azules, baldosas de fino arabesco. Un banco de madera sin color ya, ese blanco desvaído por la acción del sol y el olvido. La casa continúa en su abandono, sin que a las instituciones les interese demasiado. Una vez fui hasta allí y entendí algo sobre Madrid que se ha sedimentado, sobre las personas y los espacios. Nunca olvido que todo espacio requiere una lectura móvil, una lectura variable. El chalet había sido embebido por las infraestructuras colectoras de la ciudad y por las modernas construcciones tan disímiles. Con todo, era una calle tranquila. Recordé que el poeta no salía mucho de casa y eso me hizo pensar en esos enclaustramientos voluntarios. Me identifiqué con la casa y con el poeta, con un tiempo más difícil que este mío. Soy yo, me dije, soy yo cuando elijo mis referencias. K. y  yo regresamos al centro de Madrid y hablamos sobre V.A. y sobre lo vano de todo lo humano, siempre devorado por el tiempo, ese tirano. Cierro la página que encontré en la red y otro comienza, vibra aquel recuerdo, vibra mi sistema electivo.

+ El nombre del ogro es el bicho. El nombre del bicho es el ogro.


+ Imagen: esos desvaídos colores en las puertas de los garajes, un síntoma.