sábado, 7 de septiembre de 2019
Hospital
+ Un domingo por la tarde hospitalizaron a mi hermano para realizarle una operación que, aunque compleja, no revestía un gran riesgo. Todo hay que decirlo, no doy nada por hecho y el discurrir de un asunto nunca se puede pronosticar. Bien, sólo creo en las matemáticas, porque son la perfección sobre el papel o en la pantalla, otra cosa es cuando los cálculos deben ser empleadas por el ingeniero o el arquitecto para sus propósitos y fines utilitarios. Se trata más de una aproximación que de un acierto en el pleno de la diana. La operación salió bien.
+ En los últimos meses encontré una clave para leer rostros. Todavía no puedo concretar su forma, pero funciona. Hoy, antes de salir para Santiago D. C., vi algo en la mirada de K.O.K. que me reveló una particular intimidad, algo que ya está en los libros: una constatación: la debilidad, el cinismo y una fuerza agazapada, que puede saltar como un gato, un latigazo certero. Me desconcierta. Nada de eso tiene que ver con la literatura, con sus libros. Esa plantilla me sirve: la utilicé en el hospital y me sorprendió, deseé que se desvaneciese y déjase de mostrarme recuerdos y estelas del pasado, estelas que llegan al presente.
+ Estaba en la sala de visitas tratando de leer y tomar notas. Lo lograba entre el barullo y el calor suspendido de la sala. Entonces llegó un hombre joven, revestido con una seguridad propia del que ha tenido que hacerse cargo de asuntos importantes a temprana edad. Su voz era grave, caminaba en círculos y sentenciaba. Conversaba por teléfono con gestores, oficinas de banca, habilitados de clases pasivas. Se entendía que trataba de arreglar la pensión de su padre. Tenía aplomo. Su cabeza rapada, la barba rala y la curva perfecta que trazaba su cráneo indicaban una fuerza innegable, un atractivo seguro, éxito en el amor, tal vez, tal vez no. No me fío de las primeras impresiones, tampoco de las de segundo grado. De repente se detuvo en medio de la sala y a su interlocutor tras el teléfono le hizo una confesión: «… pero si nuestro padre se gasta seiscientos euros al mes en tabaco y vino, y eso es lo que le ha llevado a estar donde está y estar como está». Su rostro no cambió, escuchó atentamente lo que del otro lado le decía y se encerró en sí mismo. Sentado en la ventana, con el móvil en la mano, balbuceando alguna letanía, componía por sí mismo un interesante retrato: ningún pincel, ninguna cámara fotográfica podría haber capturado lo que yo vi, por lo que yo vi era literatura, no era pintura, no era fotografía.
+ Creí aprender algo y no fue así.
+ Me fijé en el atuendo de las personas que transitaban por la sala de visitas. Traté de encontrar en su ropa y zapatos algo que definiese este tiempo en el que vivimos. No hallé nada, pues sumido estaba en lo automático de mi percepción: era imposible romper su conjuro. Había música, rumores, pasos amortiguados. Iban y venían los trabajadores del hospital: sus ropas, sus zuecos de goma, los fonendos. Ellos hablaban del presente y del futuro. Me trasladé años atrás, con un esfuerzo grande y lo conseguí: todo tomaba otro cariz a través de la vestimenta de las enfermeras y celadores, de las auxiliares de clínica y los médicos. Luego los pantalones pirata, las cibernéticas zapatillas de deporte, los teléfonos y los relojes, los tatuajes y los anillados. ¿Ese era mi tiempo? Me di cuenta, una vez más: sólo soy un espectador.
+ Bonita imagen: los ríos vaporizados / vaporizadores. Me entretengo en ella y continúo con la lectura.
+ Fue entonces cuando recordé aquella conferencia donde se trataba el tema: leer los espacios. Los espacios deben ser leídos, pero no como arquitectos, sino como leen los aficionados viciosos a las novelas. El hospital tiene su narración, la narración desordenada de lo cotidiano. Los enfermos y los familiares, los trabajadores del propio hospital, los trabajadores externos, la cafetería y los camareros, el vendedor de periódicos, el vendedor de lotería, administrativos y conserjes. Una red que junta y separa vidas. Observar, es éste el verbo que vibra en mi cabeza mientras trato de ejercitar mi capacidad de romper con los automatismos. Así, dejé a un lado al libro sobre la naturaleza de la literatura, dejé a un lado la libreta de notas. Me sumergí en la corriente y entendí lo cotidiano como una novela más allá de la novela, sin necesidad de orden ni estructura. Leí el espacio del hospital y la interacción de los trabajadores eran el tema. Me dejé llevar por su fluida realidad. Mi hermano dormía.
+ Me hubiera gustado comentarlo con E., pero E. no estaba. Se encontraba mal y hablamos por teléfono, lo comentamos y noté que ella no estaba. Me gusta escucharla e intercambiar pareceres. Otro día hablaremos. El hospital inició su ritual de sueño y olvido.
+ Imagen: la tendencia al desenfoque y el gusto por las figuras que se desvanecen; como fondo, lo que un día fue un hospital y hoy es un museo [¿siempre regreso?].
