sábado, 11 de agosto de 2018
La tiranía del tiempo
+ Il tempo è tiranno [6:22 en la RAI].
+ Llegan los primeros golpes de la ola de calor. Me refugio en el estudio. Libros, libretas, el ordenador, bolígrafos, rotuladores, lápices. El sabor del café, el sonido lejano de un televisor, el latir del reloj de pared que traduce la tiranía del tiempo a su efectiva realidad. Espero el otoño. Espero los paseos al borde del río, el olor de las hogueras, la transparencia de los días del final de septiembre. No me gusta el verano y he renunciado a ir a la playa. Soy raro, me digo y el calor desciende por la paredes del edificio. Me reflejo en mis afirmaciones, me embosco en el silencio. Aquélla pintada decía raras somos todas, en un alarde lésbico. También yo estoy ahí. El calor me aleja de la serenidad porque me pone de mal humor. Me enamoro del aire acondicionado y mi garganta se resiente; enfermizamente, encuentro un incierto placer en el leve dolor que se posa en los pulmones: una tenue tela transparente. Hace años que un pequeño Baudelaire habita en mi interior, en estos días lo invoco y me pronostica que llegará el otoño sin alegría, sin tristezas, que la noche me acogerá con elegante melancolía, que despreciaré todos los venenos porque sé cuales son los resortes y porque conozco los subterráneos donde dormitan a la espera de ser invocados. Pero ahora hace calor, son las nueve de la noche y hace calor y no me gusta. Un vídeo sobre Berlin, una página que no termino de leer, me detengo y pienso el la jornada de mañana. Es un error, circunscribirse al presente más breve es un error. Ampliamos el presente hasta el final de nuestras posibilidades. El reloj no se detiene.
+ Hablar del tiempo es hablar de la nada. Un recurso para el que nada tiene que decir. Tanto del paso del tiempo como del tiempo metereológico, que yo creo que de alguna manera se dan la mano: al menos en la banalidad de la conversación. Una excusa para comenzar, continuar, no detenerse y tratar de trazar el perfil de una perorata. Así comienzo, así continuo. ¿Llueve, hace calor, niebla o una día soleado? ¿La noche el día, su sucesión, su reflejo? Hay que completar las casillas y lograr una nueva entrada. Un trabajo leve, pero con su permanencia. A lo largo de la semana escribo y el sábado emerge el resultado, me enfrento a esa contabilidad y es una otra manera de constatar la finitud: vuelvo al paso del tiempo, sin disgusto, sin tristeza, sin alegría, sin esperanza. Sin darme la vuela para ver el camino recorrido.
+ Abro el pequeño libro de Nan Goldin. Me gusta su formato, pero lo que realmente tiene importancia son las fotos que atesora. Me identifico con Nan. Con la narración que subyace en la yuxtaposición de disparos. Dudo de lo adecuado de la palabra yuxtaposición y me inclino por una velada coordinación. Un hilar en el viento, tal vez. En el viento de la biografía. Nuestra biografía. Lo sé: nieblas azules en los días pasados, rostros sorprendidos, alegría y tristeza, el rechazo de la felicidad por vulgar, ek nadador en la medianoche: azul y negro y blanco, ceniza elevada a la categoría de oro vibrante, el maquillaje, la purpurina, la amplitud del sexo, el valor de los cuerpos, el respeto que merecen. Golpes, heridas, cicatrices. El tatuaje y el pendiente, la peluquería y esa ropa que hemos escogido y ya no está de moda, que persiste en la foto. Nan transmite la elevación que la vida se puede permitir, ese traspasar la realidad dada y ofrecer otra perspectiva, un esfuerzo por mostrar las noches y los días, su cansancio y la fuerza necesaria para no sucumbir.
+ El radio-operador jubilado luce un sinfín de cadenas de oro sobre su peludo pecho. Barba muy arreglada, gafas de graduación pero oscuras, manos blancas y afiladas con anillos y manicura. Llora y lo miro con aburrimiento. Oro y lágrimas de cocodrilo. Tiene algo lírico su atuendo, sus joyas, su liturgia demodé. No escribiré ningún poema sobre su sombría declamación, parece decir una voz interior. Voces que se impostan, disfraces que no se venden. Me alejo y su interpretación termina sin estilo ni consecución.
+ Los museos duermen mientras yo escribo, aunque no tengo la total seguridad ni de su sueño ni de mi escritura. Son posibilidades, más que certezas. Quizá, finalmente, se trata de un cuento gótico con terroríficas escenas que se dan mientras nosotros los creemos en las paz de las cerraduras, las luces apagadas, lo pilotos de emergencias. Y cabe la posibilidad de que no sea así. Dejo de escribir, pienso en enormes salas vacías y termino por escuchar [en línea] una entrevista con un escultor, profesor, conferenciante, escritor, comisario, coleccionista (…) Me interesa, me interesa mucho su punto de vista y el ámbito de su trabajo. Se produce el hiato: en un momento dice que tributo y tribu están relacionados etimológicamente: tributar es hacer tribu. No lo creo, intuitivamente no lo creo. Hago mi pequeña indagación en el Drae y veo que esto es falso. ¿Tiene importancia? Ninguna, me digo, en primer lugar, con despreocupada frivolidad. Al contrario, quizá una subversión de los orígenes permite hacer equilibrios y llegar a unos resultados deseados para cimentar el discurso, ¿se permite la mentira como licencia poética? Tal vez sí o tal vez no. Me detengo y cambio de parecer: no creo en la explicación etimológica porque el valor de la palabra lo da su uso en cada momento del presente, en una imposible pero útil sincronía, no es su historia la clave absoluta, aunque puede orientar. Y si se usa interesadamente, este uso debe responder a un desarrollo atestiguado. La verdad de los hechos o todo es interpretación ¿Responde ese retorcer a la poca importancia que la filología tiene? Por último, llego a una vía intermedia y dejo que termine la entrevista y olvido la afrenta: ¿es una afrenta? Comienza otro debate. Y así se desarrolla el inicio un domingo cualquiera de agosto: calor, tareas y silencio.
+ Imagen: exposición de la obra de Esther Ferrer en el Palacio de Velázquez (Madrid, 2017-2018).
