sábado, 24 de febrero de 2018
El dios del segundo
+ Quizá se trate de una imagen producida por un ordenador, me digo. Dudo, durante un momento dudo y una sensación de ebriedad me invade. Es inhóspita y cambiante. Algo similar sucede tras una larga sesión de lectura: todo cobra una dimensión excesiva: el extrañamiento de la realidad asusta, ese subrayado. En este momento contemplo otra vez ese rostro y vuelvo a dudar: no es humana esta mujer y su codificada belleza responde a lo que de nuestro deseo se espera, pero no cumple el objetivo: demasiada perfección nos aproxima al terror. ¿Debemos acostumbrarnos al enfrentamiento entre lo creado electrónicamente y lo natural, la verdad que nos ha sido dada, que no es otra que la imperfección? Discuto las palabras verdad e imperfección.
+ [Sin intención]. A veces oigo conversaciones por la calle, fragmentos yuxtapuestos, y me da la impresión de que participan de un largo texto deshilvanado, imposible de concretarse. Palabras, frases, interjecciones. Ese texto poetiza la transición entre mi casa y la biblioteca, entre mi casa y el trabajo, entre mi casa y paseos o excursiones de fin de semana por los bares y los cafés. Escucho el rumor de la ciudad y sólo las palabras tienen peso, sigo sin buscar un sentido, pero lo hay: es una respiración de un animal sin nombre, un animal que, débilmente, percibo. Una mujer habla de un curriculum falsificado, un hombre de la inexactitud de su reloj, un aviso, una reprimenda leve, noticias y encubrimientos, la ineptitud del político local o la soberbia del alcalde, campos sin trabajar, los cultivos olvidados, cenas o la firma de una escritura, un proceso terminal o los caprichos de un conserje en la última oficina bancaria digna de tal etiqueta. Nada casa con nada y vuela un idea, que se desvanece entre la multitud. No la atrapo. Es jueves y la radio arroja música y afirmaciones contundentes, se recorta el parte metereológico y los Estados Unidos son hoy el protagonistas: el presidente tuvo relaciones con una actriz porno, eso se afirma, quizá sin pruebas, y uno de sus empleados pagó una importante cantidad de dinero para que ella se mantuviese en silencio: sin pruebas, sin elementos de juicio y con una espesa verosimilitud. El silencio, la verdad y la mentira. Son las siete y media y el día comienza y yo, en mi coche, camino del trabajo, pensaré en ese hilo inasible que se produce ya, que nunca duerme. El parloteo de la ciudad, las verdades y las mentiras que la radio arroja. Ruido que entorpece el sueño.
+ [Dos personajes de mi infancia]: Clovis Dardentor Y Tartarín de Tarascón. Los dos viajeros, los dos franceses, los dos excéntricos. Ellos colaboraron en un imaginario que todavía permanece: el viaje y la excentricidad. Cuántas veces ambas cosas se han transformado en un vaporoso esnobismo, con sus flecos de arrogancia y presunción. El tiempo ha limado sus aristas y queda una tendencia a la nota discordante, la apreciación ingeniosa y el acento amargo sobre el vacío que todo conlleva. Así la postura estética que sufrimos nos retrata, para nuestro gusto y disgusto. La confesión en este punto se produce cuando oigo en la radio hablar de viajes y el que relata los suyos me recuerda a mí mismo. Pero yo he renunciado a esa postura, me digo, pero sé que no es verdad, nunca podré apartarme de esto, nunca totalmente. Esas cuestiones nos remiten a una modulación de nuestros vicios. Así, siempre quisimos ser alguien y ese alguien se ha ido replegando secuencialmente hasta formar un personaje interior que no se muestra con la facilidad que antes se mostraba. Ay, los dos viajeros con sus poderosas presencia me acompañan, pero ahora guardan silencio y yo les permito emerger a veces, sin demasiado estruendo, con la sordina de la prudencia.
+ Otra vez sueño con ciudades: paseos junto al mar, cafeterías y grandes vías de comunicación. ¿La Francia Atlántica?
+ Ha salido el sol y he vuelto a correr. El agua colmaba el río. La represa permanecía oculta por el ímpetu de la corriente: una sedosa onda que deja ver los fragmentos de hormigón. Belleza contenida. La senda, los árboles, el todavía invierno, los ya vertiginosos brotes de los árboles, el atuendo tan colorido de los corredores, yo me visto de negro, el molesto ciclista: mejor permanecer en la ignorancia, el sonido de la corriente, música. La música resulta imprescindible. Me canso, llevo una semana sin correr. Tenía planificado obviar la lluvia y salir a correr, pero no lo hice. ¿Me causa desazón? Pienso detenidamente en las bibliografías que manejo y un abismo se abre ante mí: qué poco tiempo tengo. Los limites vitales establecen un contexto y un vértigo, también una nausea. Mejor dejarlo a un lado, como la presencia de los ciclistas. La indiferencia que aporta la edad no es un regalo, es un don. Y eso me recuerda al poema de Claudio Rodríguez: «Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas / sino muy por encima, y las ocupa / haciendo de ello vida y labor propias.» Es el «Don de la ebriedad». Volvería mi pequeño Rimbaud, pero desisto, no son horas, no tengo edad. Corro y noto la fatiga, ya estoy de vuelta, en los dos últimos kilómetros. Me cruzo con una compañera de trabajo y sonreímos, nos saludamos por nuestros nombres; cada uno en su dirección, direcciones contrarias. Me saluda un policía nacional que siempre me saluda, se aleja en un sentido, digamos, perpendicular. Casi he llegado y el cielo es azul, muy azul, pero una brisa suave me otorga un minuto de divinidad. Soy un dios. El dios del segundo.
+ El tiempo y el espacio. Tengo una extraña sensación cuando visito centros de veraneo en invierno. El recogimiento de esas arquitecturas desmontables: kioscos, veladores, carpas o toldos. El vacío de las calles, la rutina del invierno tan opuesta a la rutina del verano. Silencio, un sordo vagar, las motos lejanas, la playa entre el gris y la ceniza, el apagado gris. Todo son atenuaciones y ese clima se inyecta en el ánimo. Una cerveza helada, sin alcohol, música de actualidad en una grandísima pantalla que nadie mira, conversaciones sobre resultados escolares, alguno fuma despistado, otro atiene afanado a su teléfono (¿todavía se debe llamar teléfono a lo que es ya un espacio?), mientras: el camarero en su indolencia ve como algún coche se desliza por el paseo con una exactitud metafórica. Un libro y la mano amada. Tomamos el coche y nos perdemos en el perfil de la costa. El vacío persiste y emerge una melancolía agradable, sin culpa, sin prisa, sin penitencia. Sin convencimiento, disparo sobre el paisaje o sobre la arquitectura: las vacaciones que tendrán que llegar, el verano que hará multitudes donde hoy solo hay vacío. Disparo, otra vez, contra el mar encrespado, sobre la maquinaria que eleva un espigón, contra el paseo de tablas y postes que deben ser reparados, cuando la temporada comience: faltan meses y, mientras, se mantiene este clima de irrealidad. En la senda hermenéutica me digo: no hay hechos, sólo interpretaciones.
+ Imagen: tres imágenes que se yuxtaponen para dar una idea del día anterior al fin de año, en la navidades del 2017. Queda en suspenso esa irrealidad navideña en el ámbito dormido del centro vacacional y de los no menos durmientes atractivos turísticos. El dios del segundo nos iluminó y nosotros obramos en consecuencia. [Las tres imágenes y la de la entrada anterior se deben incluir en una serie, que, a su vez, la componen otras imágenes dormidas en ese limbo electrónico: ¿cuajará?]
sábado, 17 de febrero de 2018
De la sombra a luz, de la luz a las sombras
+ Se corta el flujo eléctrico y las tinieblas se adueñan de la casa. Enciendo un flexo que funciona con pilas y tiene bombillas led, su luz es tenue y macilenta, de un romanticismo empastado en el óleo y las veladuras. Sigo con mi lectura gracias al divino flexo y lo único que se escucha es el tic-tac del reloj, que también funciona con pilas, que preside el cuarto: para saber cuánto hemos gastado y cuánto hemos malgastado. Aristoteles, su Retórica. Leo y subrayo. Dejo el libro, abro la puerta principal y salgo al pasillo para saber qué pasa, bajo hasta la portería y escucho las explicaciones con atención pero sin mucho interés. Soy un fingidor. Tengo mis dudas, no creo que se soluciones el problema fácilmente y me equivoco, en menos de quince minutos el flujo eléctrico se ha repuesto. Y en esto, que había decidido disfrutar de la ausencia de electricidad. Con el regreso del flujo vuelve la maquinaria del ruido, que comienza su movimiento sin pausa: electrodomésticos, televisores, un taladro. Son casi la diez de la noche y el taladro es todo un emblema del progreso y sus incomodas aristas.
+ «Ven, muerte, tan escondida» Comendador Juan Escrivá en el Cancionero General de Hernando del Castillo.
+ La copistería agrupa a personas diversas. Una mujer que copia escrituras notariales en su impermeable bueno y viejo; un señor que copia los planos de su casa: tiene problemas de dicción y al empleado le cuesta comprende sus instrucciones; otro hombre le entrega a la empleada un papel cebolla con una fachada dibujada a lápiz e indica que se lo reduzcan al veinte por ciento: ¿al veinte por ciento o lo que quito un veinte por ciento? oh, sí, le quietas un veinte por ciento, por favor; jóvenes universitarias con los temas y la prisa: ahí está el carnaval: pelo rojo y largo, medias de seda y zapatones ambiguos, gafas de pasta y la línea del ojo entre el oro y la violeta elegancia de las noches sin fin. Veo a las persona y muestran un espectáculo sin variación, por esa misma insistencia se hace apetecible, es su ritmo, el ritmo de los días y las impresiones. Doy mi memoria electrónica y me imprimen lo que yo deseo que me impriman, encuadernan bajo mis ordenes y, después, me cobran 11, 20 euros. Me alejo con mis papeles y paseo por la ciudad. Observo el interior de los establecimientos y trazo un paralelismo con la copistería. Esas intersecciones entre las vidas, ni se observan, ni se estudian, pero yo sí: un espía sin función ni fundamento. Recordaré los rostros y los enlazaré con otra ubicaciones, sin propósito, salvo la pintura de los cotidiano. Este año el carnaval cae en febrero, febrerillo loco, tiene días veintiocho.
+ La belleza de los objetos cotidianos se ve incrementada por su uso. El uso les aporta vida y personalidad, nuestras manos inciden sobre ellos, la huella, el tránsito de lo nuevo a lo gastado se hace virtud. Vemos esa silla donde nos sentamos desde hace años y en ella reconocemos nuestro gesto, el hueco que nuestro cuerpo opera sobre su tapicería. Si encontramos en un rastrillo las pertenencias [siempre de un muerto] semeja que adivinamos algo de su vida [nos equivocamos]: la boquilla de la pipa mordida, la inclinación del plumín de la estilográfica, el rayarse un reloj en su esfera. Prístinas en su embalaje, el tiempo las personaliza las cosas en un vago reflejo del poseedor, de sus poseedores. Así siempre me llaman la atención las guitarras envejecidas en talleres guitarreros, con el fin para que tuviesen una vida. Una vida falsa, una vida construida por manos expertas que saben de cómo envejece una guitarra que va pasando de mano en mano. Golpes, quemaduras de cigarrillos, la incidencia de la púa sobre las maderas y los plásticos de la guitarra eléctrica, el roce de un cinturón sobre su parte trasera: a lo largo de los años. Pero eso no es lo que me interesa porque esa ilusión no aporta nada más que una máscara verosímil y prescindible. Vuelvo al rastrillo y después observo mis pertenencias y trato de establecer el camino que allí las conducirá. Ay, no es pequeña enseñanza: el uso, la muerte y la venta de los pequeños objetos cotidianos de los muertos, de los que es casi imposible descubrir su biografía, el sentido de las huellas en su objetos, los roces y los desconchones que allí habitan. Vuelvo a la lectura si el ensordecedor ruido de los tambores carnavalescos lo permite.
+ La biblioteca de Petrarca tenía entorno a doscientos ejemplares, todos ellos, como resulta lógico, manuscritos. Y finaliza así el primer soneto del Canzoniere: «che quanto piace al mondo è breve sogno.» Qué se desprende de la oposición de ambas afirmaciones. La brevedad es la cualidad que recubre todo lo humano, la cantidad no importa, importa la calidad. Doscientos libros son muchísimos libros si en ellos se abriga lo que precisamos, si hemos escogido bien. ¿Qué precisamos, un sueño, el sueño sobre nuestra trascendencia, sobre el desaparecer en lo diario? Petrarca ya no es y hoy volvemos sobre su poesía. Vemos la forma y es la forma la que cobra sentido, pero ¿dónde está el que vivió, el que trabajo en su obra hasta lograr esa cerrada perfección? No es una cuestión de preguntas, el tránsito comenzó hace mucho. Pero el sueño es breve, la vida es breve.
+ En la tarde del domingo, cuando ya el día comienza a declinar, paseamos frente a la plaza de abastos, cerrada, dormida, fría o ausente. Caminamos y vemos una montaña de lo que parece basura y lo es. Son los restos que han quedado del mercadillo que se celebra todas las mañanas de domingo en esa calle próxima al mercado. Cajas, zapatos usados, lámparas rotos, libros absurdos, revistas muy viejas y en buen estado, libretas, tenedores de alpaca, y otras piezas que, estoy seguro, antes habían sido rescatadas de los contenedores de basura. Así es como se hacen los mercadillos, basura que vuelve a la basura, objetos de muertos que los compran muertos para regresar otra vez. Es un ciclo como lo es el ciclo del agua. Hay un plato que llama mi atención y tentado estoy a rescatarlo, pero desisto porque sería romper una suerte de sortilegio. Nos alejamos y comentamos la capacidad que la vida ordinaria tiene para establecer metáforas, límites a nuestra ingenuidad. Los mercadillos siempre dan grandes lecciones, incluso en su ausencia.
+ Un día festivo, entre semana. Música sacra, café y viejos textos sobre vieja retórica. Luego, un soneto y un insoslayable deseo de dormir. Hay una pereza con gran carga erótica. Fotos de gatos, tatuajes, cigarrillos electrónicos, la mensajería automática, fotos de mujeres risueñas, papeles por revisar, más sonetos que esperan nuestro juicio ( y qué poco vale éste), herramientas unipersonales, el sonido del edificio es un sonido orgánico: digestiones, respiración, viejas articulaciones que rechinan, alguien tose y ese tosido refleja la edad de los habitantes: así por ensalmo. El tic-tac del rojo que preside el estudio me acuna, yo me dejo llevar y me adormezco: una siesta de quince minutos que reblandece la voluntad: cuánto me cuesta retomar la lectura. Sólo deseo ver cómo la lluvia esmalta el asfalto, cómo caminan los pocos que a la calle salen. Es un festivo sin mucho sentido, pero mañana es jueves y se dibuja el fin de semana: ámbitos de expansión y familiar despensa: libros, chocolatinas y música. Cierro el miércoles con una sonrisa, como las mujeres que la red me arrojó: mujer + sonrisa.
+ Imagen: objetos sin importancia, un detritus de lo cotidiano, se eleva sobre el día a día y contiene una metáfora: todo se desgasta; quizá un día fue vanguardía, hoy sólo es una baliza en el camino de dos turistas que aprovechan la tarde anterior al día de fin de año. La niebla otorgó su pátina de romántica expresión: del 2017 al 2018.
sábado, 10 de febrero de 2018
Un pensamiento circadiano que no termina de cuajar
+ Mientras conduzco, continuo reflexionando sobre la posibilidad de un carácter narrativo que configurase la carretera. Una posible configuración que se subordina a mis intereses. La arquitectura y el paisaje conforman un contexto, las casas contienen historias que ignoramos, que nunca llegaremos a conocer, pero que están abiertas a una sugestiva suposición. Las vemos mientras pasamos y somos conscientes de que nada sabemos. Recuerdo, ahora, aquello de que la calle es para desplazarse y la plaza para estar, en la carretera las dos circunstancia se dan, me planteo sin demasiada convicción. Al borde un hombre vende cestos, otro fresas, aquél naranjas; camiones, casas de comida, bares con café fuerte y humeante, rutilantes botellas de coñac o whisky, vasos rayados por insensibles lavavajillas. La hermosura del vaso, su limpia sencillez, colmado de agua, vacío, con una línea de vino en su fondo. No recuerdo poemas sobre las carreteras, pero mi memoria no es muy buena, y su fuerza ya es ruina sin posibilidad de reposición. ¿Habré leído alguno y no lo recuerdo? Se mezcla con la reflexión la música que llega desde la radio. Siempre música. Música clásica, música electrónica, música española o francesa. Evito las tertulias políticas porque enturbian el placer de la conducción: conduzco lentamente, con atención a todos los elementos de la señalización, la mirada fija en el horizonte de la marcha. Paro y pido un café aguado al que no añado azúcar. Leo los titulares del periódico, pero termino por fijarme sólo en las fotos, como en un ejercicio de desautomatización: elevadas cotas de lo cotidiano, pendientes de ser rescatadas de esa invisibilidad automática. ¿Es narración o es poesía la carretera? Sigo mi camino y sé que el camino añade y la meta es el final. Todavía conduzco.
+ Los libros en la estantería son un muro multicolor. Los veo y me pregunto si hay una lectura estética en la composición que se ha logrado. Pienso: tres estanterías: los libros con una edad tienen lomos oscuros y solemnes, dignos o catedralicios; los más recientes, son de colores vivos, colores próximos a nuestra realidad de publicidad, cartel de neón o televisores, pantallas y papelería varía. Azul-eléctrico, verde-marujita, rojo-pasión, fucsia-chicle. El contenido se desbarata. Pienso en la vista a una librería en Francia y que allí los libros, sus lomos, nunca sobrepasaban un delicado tono vainilla, tan neutro, tan necesario. Y así, en la mañana del sábado, en un alto en el camino [nel mezzo del cammin di nostra vita] me dedico a establecer para mi uso particular que los libros no deberían tener colorido, ni imágenes de gran calidad en su portada, ni tipografías atractivas, porque todo eso es otra cosa. Me rindo y regreso. No hay quién me entienda, mucho menos a esta hora. Las reglas que pretendo constituir son internas e inestables.
+ «a veces pierde el hablar / lo que el callar ha ganado» en La Galatea Cervantes.
+ Tomo del estante un libro de la Universidad de Alicante sobre la novela española durante la postguerra. Paso las hojas y sé que no busco nada. Se desliza una nota que me dejaron en una mesa de trabajo que ya no es mía. Leo la carta y veo que han pasado casi diez años. Finaliza con un: tu amigo Pablo y una rubrica nerviosa. El tiempo se ha detenido ahí. La nota me remite a un otro momento, a historias y personas con las que ahora no me relaciono porque la distancia obliga al olvido, sumerge toda aquella intimidad en una profundidad oscura de la que nunca se sale. Más que pena, se trata de perplejidad, me digo. La aparición de un papel nos trae un mundo, pero no lo podemos reconstruir, salvo en la imperfecta memoria, en sus intrincados pasadizos, como un laberinto. Todo es humo. Me veo barroco en mi recordar y en la lección que de todo ello extraigo. Con todo, años después volví a aquella oficina y los muebles eran otros, las personas eran otras y los asuntos habían cambiado. Los reconocía y me reconocían, pero habían envejecido y sus nuevos atuendos conservaban un aliento de una modalidad singular: lo que en la persona persiste. Hablamos, tomamos café y nos despedimos. Lo que permanece no siempre es fácil detectarlo, pero yo lo conseguí y eso me alegra. Dejé la nota donde estaba, con la esperanza de olvidar y en un otro momento verla emerger de su urna: el libro.
+ Una apacible acedía me invade. Un sueño pesado, el frío de la calle y el calor de la casa, libros, libros y libros sin leer, una luz dorada como el ámbar. El café humea, lápices, papel y fotos viejas. Todo decorado tiene un alma sin sospecha, con profunda verdad, líneas quebradas y fronteras: el público, la sala, la oscuridad. La acedía no se resume en teatro, pero una solución es el teatro. El teatro de esta tarde de febrero, el que soy y el que no seré. No ser es también una manera de ser, pienso en la cama mientras un taladro en alguna casa atenaza la tranquilidad de estas horas. Voces que llegas a través de las paredes, el llanto sordo de un perro, la risa inquieta de una niña. Libros de poemas, guías, diccionarios o libretas de notas. Escalar esa montaña del olvido y volver al valle, sin recuerdos. Hay un ejercicio que tiende al vacío. Escucho hablar a otras personas, conversaciones entrecortadas que adquieren su sentido por yuxtaposición: ese solaparse es la voz de la ciudad. Ahora comprendo todo, dice alguien, te lo digo yo, que su hijo abandonó los estudios y ahora trabaja en supermercado, añade otro, no es momento, dice, anoche y no llegará a Madrid, sentencia. Aquí y ahora, todo el sonido recordado, las voces y sus cristalizaciones, son un humo hurtado al capital fantasma de las apariciones. Ubi sunt.
+ La cámara de fotos tiene la posibilidad de dar un acabado de maqueta a aquello a lo que se dispara. Disparo sobre una parada de autobús, en unos jardines, en Madrid. Hay un propósito: la maqueta como sistema estético y social, la representación que engulle a lo representado. Yo estoy ahí, pero detrás de la cámara: esto me retrata a mí, todas esas elecciones: punto de vista, encuadre, efecto maqueta. Soy esto, pero mucho más, pero esto también, no lo olvides.
sábado, 3 de febrero de 2018
Itinerario
+ Ha caído en mis manos una antología poética La ciudad, de Karmelo Iribarren. Leo los poemas y los poemas se asemejan más a una instantánea que cualquier otra cosa. Pero los poemas sólo deben tener semejanza consigo mismo, con otro poema, con una suerte de tradición que asumen o rechazan, me digo como si lo que yo digo tuviese alguna importancia. La tarde del domingo se inserta en la lectura, su espesor, la ópera antigua que llega a mis oídos, que mi padre escucha en el reproductor de Dvd’s. A veces todo resulta tan sumamente antiguo, pero tan bello. Hay trazas de mi vida en los poemas de Karmelo, una conexión que como un flash surge en los aviones o en una gran superfice cuando se hace la compra para el mes, en el desplazamiento al trabajo o en un concurrido bar el sábado por la tarde. La provincia da cita a mendigos y notarios en la misma taberna, yo los veo y hay algo que comienzo a comprender. SIgo con la antología. La antología tiene unidad, un sentido común entre los poemas se impone y esto me produce un placer que hacía tiempo que no disfrutaba. La ciudad es el territorio poético de K.I., pero también es el mío. Hablaba yo de eso ayer, en una cena y L. decía que ella también lo veía así, y C. dudaba. Calles, autopistas, bares, farolas o paradas de autobús, edificios de cristal y sombra, letreros luminiscente como luciérnagas en las noches de invierno: un verde muerto. Y pienso, ahora, en una tarde que ya casi era noche en que salíamos de Oporto: el perfil de los edificios, el rumor del puerto y del mar, la metáfora de la carretera. La noche y la autopistas junto a la música que brotaba del Mp3 conectado al equipo musical del coche lograban establecer un mundo nuevo. Era Bach. La música sacra fuera de contexto acompaña mucho y le da dignidad a movimientos muy repetidos, rutinarios. La conducción no tiene parangón, pero la música la acerca a una actividad intelectual. Dudo y regreso al libro. Todo diario tiene mucho de deseo y es lucha contra el implacable olvido.
+ Así se termina el día: «por no hacer mudanza en su costumbre.» Garcilaso, último verso del conocidísimo soneto que comienza así: «En tanto que… »
+ Lluvia, la calefacción, el aroma del café recién hecho. Conversamos en la cocina del centro de trabajo sobre la alimentación y las posibilidades de los próximos viajes. Una conversación breve. No se trata del contexto y se refiere en mayor medida a un repertorio de conceptos que pueden ser comunes. Una líneas de fuerza. La música clásica, la alimentación saludable, el deporte, el cómo afrontar ciertas dolencias, la relación con la personas, el arte como disturbio, el arte como compañía, la lectura o el calor de los amigos y de la familia. El contexto se limita al café: color, olor y sabor. Yo no le añado azúcar, ella dice que lo intentará. Rechazamos el azúcar, las malas maneras y el trasnochar sin sentido. Ella fumó y yo fumé mucho, de eso hace ya tiempo y ninguno de los dos persistimos en el vicio. Estamos de acuerdo en que el fumar tiene muchos atractivos: el humo y el gesto, principalmente, pero hay algo que gobierna sobre todo ello: nuestra capacidad de decir no, de oponer la salud a ese placer tan gestual y contrario a la naturaleza. El humo. Se acaba el tiempo y regresamos a nuestras ocupaciones laborales. Queda en el aire un balbuceo de las conversaciones no desarrolladas. Estas palabras no dichas también tienen su incidencia. Lo que no se dice puede llegar a ser tan fundamental como lo dicho, me digo mientras me alejo a tomar el coche para salir a la carretera: esa narración.
+ Encontrado el sábado por la mañana, después de correr sin mucho esfuerzo y sin demasiadas ganas: «La rire est l’expression de l’idée de supériorité, no plus de l’homme, mais de l’homme sur la nature.» Baudelaire.
+ Se derrumban las columnas de libros y se llevan por delante el teléfono móvil, al caer éste se desarma y desaparece su batería. No aparece. La busco y no aparece. Desarmo la habitación y la batería no aparece. Un extraño enfado me invade, después de unos minutos el enfado se diluye pero me queda una desagradable sensación: no es bueno enfadarse así, no es bueno enfadarse con las cosas. Al día siguiente, los libros vuelven a caer y con ello aparece la batería. ¿Hay un enseñanza en todo ello, una moraleja, pues algo de resolución de un koan semeja? Comienza la semana.
+ ¿La carretera es una narración? La carretera tiene un componente narrativo que no se puede dejar a un lado. Casas a su vera, negocios, colegios, accidentes, averías, los guardias, las señales que indican el ritmo de la conducción y sus pausa. Todo ello es un texto, me digo y me encamino a lo diario, tras la conversación y el café. Me gusta ver como se sustenta la rutina, como el hecho repetido aporta una belleza recóndita y perfeccionable. Así discurre.
+ Imagen: el reflejo constituye el motivo, se repiten los rectángulos y hay una distorsión que aspira a explicar en síntesis todo lo visto en el museo, como una desviación de la ruta, como el detino errado, sin intención. [¿Un marco, una ventana con su cortinón, una pantalla?].
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