sábado, 9 de enero de 2016

El sueño y la vigilia






+ Me miré en el espejo y me pareció ver el rostro de Roland Barthes. ¿Se debe a mi corte de pelo, a cómo me he colocado la bufanda, a largas lecturas arropadas por un aliento parisino? No es preciso averiguarlo, el placer del reconocimiento reside en la sorpresa. Y el espejo devuelve una razón onírica. Los sueños se deben interpretar sin demasiadas pretensiones, como un juego, como el que lee el horóscopo y no cree en él. La líneas de la mano ofrecen mensajes móviles, en lo que la permanencia no es posible: si se sabe esto, la tranquilidad evapora la ansiosa velocidad del momento. Conferencias de poetas del 27, caligrafía victoriana, subrayadores, portaminas y artículos impresos por leer y anotar. Me miro en el espejo y  me pregunto por el grado cero de la escritura. ¿Mi rostro se adapta a las lecturas que voy desgajando en lo diario? Transiciones y pausas. Apago la luz y duermo.

+ El sonido del mar, la madera de un barco que cruje, las gaviotas y sus chillidos. Sé de alguien que podía establecer la distancia a la costa por el chillido de las gaviotas. Pero no se trata de eso. Es una banda sonora continua que he descargado en mi ordenador, propicia para el sueño; la acompaña la imagen de un velero de época en un desolador océano gris claro. Suena y me adormezco con la imagen solitaria del barco. En el sueño el barco continua su singladura hacia ningún lugar. Así, el descanso, la noche, el sueño se ve como una travesía sin destino.

+ Suena un vals. Viena. Qué cine, me digo y sostengo el lápiz. Pero no es Viena, es Jean Sibelius, el Vals caballeresco, opus 46. Así, que todo retorna a un paisaje nevado e infinito. Los problemas de Sibelius con el tabaco y el alcohol, su longevidad, la sinfonía como arquitectura diamantina. Tres por cuatro, no todo es alegre, astillas de melancolía asoman en la invitación al baile. Paso la página. Cierro el libro y dejo el lápiz en el tarro que le corresponde. El sueño, otra vez, me acoge victorioso y maternal.

+ Oporto bajo la lluvia, la intensa lluvia. Qué difícil es conducir por la Autovía, qué incertidumbre, qué inseguridad ofrecen los adelantamientos. La parada en el área de servicio viene servida con la granizada intensa. El pavimento se ha cubierto de un manto blanco y resbaladizo. El café reconforta, rescata el placer de las entrañas del desplazamiento. Llueve y hay tantas cuestiones sin respuesta. El día libre, la lejanía del trabajo, una suspensión momentánea de las obligaciones. El café es un veneno suave: el nervio se tensa y la conducción se retoma con seguridad. La música adorna la conducción. Como un pasadizo, como los edificios de los sueños, el toque de irrealidad acrecienta la sensación de peligro y vacación. Se rebela el cielo oscuro contra la obra humana, parece que tuviese una conciencia que lucha contra la infamia constructiva. Un dibujo en el cielo, es un cuervo al que la lluvia no le importa.

+ Imagen(es): Tres texturas. La huella del invierno sobre los jardines del Serralves, Oporto. La tierra, las ramas, el agua sobre el mármol. Su figuración, el preciso debate entre la renovación, la muerte y la vida, horas de luz incierta. El peso ingrávido de una mano amada: su estructura y composición. Hay un inicio, un propósito para el año que comienza en las tres imágenes.