+ Un accidente, otro más. La costumbre anula la sorpresa, donde antes estaba la norma ahora toma su posición el letargo [y se equipara a la frecuencia, a la serie, pero no esto no es otra cosa que una bifurcación interesada].
+ Un apunte necesariamente rápido, necesariamente breve: Londres, Sinagoga de Brick Lane, Princelet St.: Rodindsky's Room, Rachel Lichtenstein & Iain Sinclair. Fantasmas, la persecución de fantasmas, pistas, un despertar, una historia, su reconstrucción. Tanteos. Ensayos, errores, rectificaciones. Algo tan propio de la ciudad. El método establece un sistema y éste nos revela capas subterráneas. Bucear en ellas es acceder a otra faceta de la percepción. La suma de las curiosidades termina por perfilar nuestra visión. Toda visión es construida, la elaboración consciente y dirigida se constituye en arte. El arte portátil. El arte que se eleva sobre todos, sin duda, es la poesía, así lo entendía Hegel, y en ello reside una razón: poetizar es sobre todo asombrarnos e indagar en este asombro, luchar contra lo que llega, contra las ideas recibidas. Londres aguarda nuestra visita, pero deberá esperar hasta octubre [oh, ciudad orgullosa y cruel]. En la espera, la lectura, las fotos y las sugerencias que nacen de conversaciones y recuerdos: volver al lugar que nos sorprendió la dicha: la poética del viaje, cuando los turistas se ven relegados y emerge su sombra, la que los ha de transformar, la que los ha de constituir en viajeros. E la nave va.
+Apago la luz y pongo la radio. Suena algo de Kurt Weill: la música acoge el sueño. Pienso en uno que rechazaba el sueño y me preguntó que habrá sido de él. Dormir es para los tipejos, decía citando una película de cine negro, que yo no recuerdo. Niebla que se desvanece, sueño que rescata los paisajes del pasado: urgencias y límites. Ayer, de camino hacia algún sitio donde cenar, nos encontramos con un alcohólico confeso. Contaminado de su propia locura, sus ojos atravesaban el pavimento, se elevaban y se clavaban en los míos. Sostenía yo la mirada y su mirada arrojaba vacío y deserciones. La barba grisácea, el pelo encrespado, la voz cuarteada. Tabaco, humedad, whisky. Se alejaba y había algo de opereta en su caminar, en su monólogo sobre la independencia Escocesa y Mick Jagger, en su ansiedad casi religiosa por el alcohol y su espiritualidad. Una vez alguien me dijo: ahí va Don Alcohol. Así, él es un exempla medievalista, la enfermedad anida en él desde el principio de los tiempos y su caracter perezoso la ha fortalecido: con veinticinco años eran unas elegantes extravagancias, hoy, con cincuenta, resulta una lastimosa estampa de la provincia: la percusión de la rutina y el drama doméstico. Allí va, y en la oscuridad, con Kurt Weill, lo vuelvo a ver en su opereta de borrachín de provincias. Me dejo morir en el sueño, una vez más: somnium imago mortis.
