sábado, 12 de julio de 2014

Sinestesia


+ Durante los últimos días he estado leyendo La lluvia amarilla, de Julio Llamazares. Irremediablemente han resurgido escenas y paisajes,un tiempo cercano pero con sedimentaciones y antecedentes anteriores a mi nacimiento, al de mis padres, quizá. Paseos, demoras, absortas horas en la lejanía de la montaña. Fue el verano pasado, visitamos pueblos abandonados, pueblos fantasmas, pueblos derribados por el viento y la lluvia, el abandono y la fina y afilada sensación de haber presenciado esto mismo: en otras circunstancias, con otros motivos. Agitados bajo sus restos, crece la maleza, se robustecen pequeños árboles, aletean los cuervos, reptiles ansiosos que traspasan lo que una vez fueron muros. La lectura, como es sabido, tiene un extraño poder evocador. Pienso, mientes leo, en la tierra de mi padre, en las cosas que a él le he oído contar sobre su infancia, cuando en el pueblo había más de trescientos vecinos y hoy apenas quedan tres viejos. La melancolía y el desamparo de la agricultura. Las autovías conducen a metrópolis incesantes, sus aristas se hacen materia en los comedores sociales, la pobreza en la ciudad es más pobreza. Es la sugerencia que se articula en mi biografía, deudora de la de mis padres. Hay conexiones subterráneas que establecen vínculos con realidades insospechadas, juicios motivados por una palabra dicha bajo un castaño en un día de agosto, cuando todavía había rebaños y pastores, cuando las fiestas eran celebración y no silencio y ausencias, cuando los niños jugaban y las mujeres reían y los viejos distribuían el tiempo destilado. Pasear por esas ruinas es pasear por la historia cuarteada de muchos de los que nadie recordará su nombre, sus fantasmas habitan en aquello que construyeron y hoy sólo es viento y humo, madera quemada, húmeda, podrida, entre la piedra y la pizarra. El paisaje permanece impasible, moralmente neutro, aquí reside una respuesta, una de tantas.

+ Son los poemas que transmiten un impulso, un bello cuerpo de látigos y descargas. Allí están. El latido auténtico. ¿Son necesidades, necesitamos las descargas de irrealidad que contrastan con el momento y su plana superficie? Luis Alberto de Cuenca: " (…) los nombres propios que me amaron/ ya no están en este mundo". La decisión de citar se instala en lo reiterativo del día a día, la ruptura del hábito simula libertad: sólo es un instante. El pequeño tomo de Marco Aurelio, Las meditaciones, se abren cada mañana, se cierran cada anochecer. La última hora del día es un rumor de olas y una pequeña cabaña. Hormigón, cristal y viento.

+ Hay un número 7 que tiene bigote, no éste que arroja el ordenador, sino el que yo escribo. Lo veo y es un siete con bigote, indudablemente. Repito el giro de la mano y vuelve a salir de su escondite. ¿Asombrarse con lo mínimo, la propia caligrafía, ese milagro de esfuerzos y desvelos de aquellos maestros, de mi madre en la cocina? En el siete tengo a mi madre, aquí y ahora. Ella también le ponía bigote al siete.

+ Hace tres días un camión perdió parte de su carga. Vísceras de pescado se esparcieron por la carretera. Insoportable olor, particular visión de su textura: gris, acuosa, tibia. ¿A dónde se dirigía con ese cargamento el camión? Inversiones, mercados y mercaderes. Todo se unía en una danza estúpida, bajo el limpio cielo de julio y el vuelo de los cuervos para los que se aproximaba un festín. Los pájaros no son meros resortes, pero se amejan mucho [su vuelo circular, terco y determinado]. No era tiempo de pensar, era tiempo de trabajo, el trabajo físico y duradero. Auténticamente humano.