+ Pensar en redacciones, en ajustar los textos y en dar órdenes: que esto aquí y allá eso no. Oigo las instrucciones y no sugiero nada. Me complace escuchar. No opino, tampoco nadie me lo ha pedido. El trabajo destila la ansiedad de estar vivo y convierte esa ansiedad en un alcohol peligroso. La vida es peligrosa.
+ Ecos de la historia, como si hubiese un hilo que la explicase. Me gusta pensar que sí, pero mis conocimientos son muy pobres. Escucho, en línea, a Quintín Racionero cuando habla de Hegel, del sentido de la historia, de sí se puede o no se puede desentrañar este. Pienso, cómo no, que murió en 2012 y ahora me está hablando. Qué proximidad con la imposibilidad de interacción con la lectura, ese silencio del escritor hoy lo veo en el brillante profesor, que desde ese éter que es internet me habla. ¿Me habla a mí? La historia es un tema recurrente en ciertas reflexiones que me propongo y no soluciono. La clase resulta importante para volver a plantear esas dudas que no alcanzo a plantear (mis limitaciones).
+ En un paseo vespertino, sin prisa, bajo la humedad y el calor, atisbé un grupo de persona que, en principio, me parecieron curiosas, extrañas, un grupo, tal vez, de cómicos. Según se iban percibiendo mejor, pude distinguir que se trataba de unos nazis. Lo siniestro, lo profundamente desagradable, el asco, la miseria. Con sus atuendos se acentuaba un dolor que como un zumbido llegaba desde el pasado, cuando visitamos Berlín. Uno de ellos llevaba una cita de Hitler en la camiseta, se leía la estúpida frase: “La vida no perdona la debilidad”. Uno de ellos con una camiseta negra, pantalón con miles de bolsillos, botas de policía y un ridículo gorro militar de la IIGM, tal vez de la marina alemana, los demás: ropas de camuflaje, bermudas y sandalias, menos llamativos, igual de asquerosos. Todos tatuados profusamente. Aquel grupo destilaba una violencia sorda, a punto de estallar. Sentí asco. Pasamos a su lado, no había otra, y uno de los gregarios balbuceaba algo sobre defender el espacio que le corresponde a cada uno, el de la camiseta con la vomitiva cita asentía. Estaban de paso, pero el rastro de inmundicia había quedado en las calles, todavía lo percibo.
+ Volví al curso sobre la filosofía de la historia. Escribí, esta tarde de sábado, poco y mal. Leí. La siesta. El gato que caza, un brisa agradable, el rumor del viento entre las hojas de los cerezos. El olvido y la desmemoria como la clave de la felicidad, pero ¿merece la pena esa felicidad? El bienestar se sitúa en el otro bando.
+ Observar el desarrollo de la vida de los gatos es un privilegio. Son extrañas razones de convivencia las que se llegan a comprender. Pero, quizá, la palabra comprender no sea la más adecuada. Una forma de estar, poco más. Solo eso. M. ni quisiera me me mira y se aleja hacia su ocio y pereza, más tarde, tal vez, corretee un poco o se dedique a la caza de topos o ratones, pequeños topos, pequeños ratones. Nada más. Esa es la manera, su inversión también sirve.
+ Espero que termine una descarga. Noticias del siglo XVII. El Barroco. La finitud y ese fino nihilismo, lo efímero, la posición del poeta en el desierto de su esperanza. La espera se me hace larga porque quiero continuar escribiendo y necesito unos datos de una publicación que apareció en 1857. Los arcos temporales atesoran una lección incontestable sobre el paso del tiempo, pero no es su espíritu sino la atmósfera que elevan lo que hoy me interesa, me afecta. Mientras, un desglosarse la fluida melodía de Bach me centra. Sigo con la espera y no me planteo, ya, nada más. Espera, nada más.
+ “Es un mundo: el archivo de la memoria tiene que ser reconstruido”, la frase de Quintín Racionero es una llave. Me abre una puerta que permanecía desde hace mucho tiempo cerrada y me impedía avanzar. ¿Hoy consigo avanzar, traspasar la puerta? Al menos, consigo abrir la puerta. No es poco.
+ Imagen: dos torres ante las que paso todos los días, pronto tendrán otra piel, serán otras, serán las misma. La reconstrucción es lo diario en sí mismo.
