sábado, 16 de mayo de 2020
Encierro (9)
+ El encierro comienza a ser menos encierro. Es la novena semana de esta situación y hay algo que se desvanece. Un algo que no se aprecia y esa falta de concreción es la llegada de la vida cotidiana [que es sobre lo que versará, en algún sentido, esta entrada en mi bitácora, en mi diario: ¿ha sido de otra manera alguna vez?].
+ El ordenador ha recuperado la totalidad de la pantalla. Yo había dado por perdido este fragmento rectangular de cuatro centímetros de ancho, había adaptado el procesador de texto a esta nueva disposición, pero ahora dispongo de la pantalla en su totalidad. No me causó perturbación cuando se averió y tampoco me causa alegría el súbito y espontáneo arreglo. Es más, pregunté por el precio de una posible reparación, que me pareció excesivo,
+ Días atrás pude comprobar que el motor de mi coche de trabajo no sufrió daño alguno a pesar de mi confusión con el combustible. Ambos errores o tropiezos, y su solución súbita y fuera de mi alcance, se unen en su alcance: soy yo y un reflejo, la suerte que siempre me acompaña y consigue que mi torpeza no tenga grandes consecuencias. ¿Creo en la suerte? No, pero hay gente que tiene suerte y gente que no tiene suerte, y considero que yo soy de los que tienen suerte. El ordenador y el coche del trabajo me indican la presencia de la Fortuna.
+ El ángel de la vergüenza. ¿Hay, realmente, un ángel de la vergüenza? El regreso del pasado nos acecha tras cada esquina, como un paseante nocturno que oye voces tras él, pasos lentos y pesados, luego: el silencio y el espesor de la noche. Nunca pasa nada. La vergüenza, ese alimento del insomnio, determina vidas y apaga milagros. No encuentro al guardián de nuestras certezas hoy que lo llamo desde el descanso de la lectura, de la hermenéutica de la vida. La vida como extensión de un pensamiento, ese instante que nos dio luz. No hay misterio en ese silencio solo roto por el tic-tac del reloj que preside mis lecturas, ante el ángel de la vergüenza.
+ «Lo que ya ha sido constituye el nexo con lo que será», Ranke.
+ Podría haber buscado el pequeño tomo Sobre los ángeles de Alberti, pero no lo hice y leí otro poema: Venus en ascensor. Indagar en el pasado aquello que fue lo ultimísimo y hoy es tan solo antiguo se convierte en una extraña tarea en la tarde del domingo, cuando el confinamiento o encierro se termina, o eso parece. El maniquí y su silueta, el paso de un piso a otro, con sus pinceladas y enfoques, una poesía que no se ahoga en la dispersión de la lectura, el lector que se difumina, el poeta que se desvanece. Queda el libro, el texto se reproduce como se interpreta la partitura, el tic-tac es el metrónomo de la muerte. La muerte, otra vez la muerte. Leo que dijo en algún momento que hay metáforas que se repiten en todas las culturas: el sueño como imagen de la muerte o el río como representación del fluir de la vida. ¿Qué podemos concluir? ¿Existen unos universales que magnifican una idea constante sobre vivir y morir? Ay, qué silencios me atenazan en esta conversación que mantengo con mi yo más pedante y soberbio [lo sé, necesito escucharlo con atención, pero es muy pesado].
+ En un piso inferior una niña se queja, llora y vuelve a llorar. Está con sus abuelos y eso no deja de ser una ruptura de las normas del confinamiento [¿todavía estamos confinados?]. Grita, eleva la voz y se crispa. Esta aburrida y yo me pregunto dónde están sus padres: en el trabajo, en otras ocupaciones de urgencia incuestionables, sumidos en la solución de problemas sin nombre. El sueño dibuja su cartografía difusa, pongo el sonido de las olas en el reproductor de la tablet y comienzo a conciliar mi transición desde la vigilia. Esa imagen de la muerte, esa posibilidad de otra vida. Duplicadas incertidumbres, el peso de lo vital en lo cotidiano.
+ ¿Cuánto tiempo empleé en estudiar lo cotidiano, en investigar los movimientos imperceptibles de lo común, sus maneras y gestos? Todo esto se ha desvanecido porque ya nadie se recuerda el everyday life. Porque lo normal ya no está. Se habla de que caminamos hacia una nueva normalidad y me planteo esta etiqueta como el remedo de una mala película apocalíptica. Nada cambiará, dijo en una entrevista Michel Houellebecq. Lo recuerdo y veo que un director de periódico ha copiado la declaración en su literalidad, pero no cita al autor. Incluso recoge la apostilla final: nada cambiará, todo será peor. El artículo habla de algo que es un tema recurrente en el escritor francés. La decadencia de Europa es un tránsito hacia un parque temático, hacia la industria del turismo que hunde sus pilares en el paisaje, la arquitectura y la gastronomía. Uno de los polos de mi estudio sobre lo cotidiano se ha basado en esta premisa sobre el hundimiento de Europa [industria, agricultura, sociedad]. Así trataba yo de observar en nuestros viajes a Francia aquello que previamente había leído en H. Mi conclusión se acercaba mucho a la de H., y no me reconfortaba, aunque tampoco me causaba un especial estupor, algo que se debe en lo fundamental a mi condición de observador impasible. ¿Impasible? No sé a qué viene todo esto, si a mí me interesa lo cotidiano y lo cotidiano tardará mucho en regresar porque a la población se le ha entregado esa peligrosa herramientas que se llama desautomatización, eso que otorga bien el aburrimiento, bien la angustia. Y en eso estamos, en el final que es un nuevo principio [la niña se enfada otra vez, la niña se enfada mucho, la niña grita mucho, muchísimo; en consonancia están mis cascos de aislamiento: protecciones individuales para la salud auditiva de los trabajadores aeroportuarios].
+ Imagen: mi último vuelo hacia Madrid.
