sábado, 20 de abril de 2019
… ya el aire en región herido
+ Oigo como la lluvia choca contra los cristales, el reloj marca el ritmo, hay una síncopa, voces que oyen tras las paredes, busco otra canción: Paul Weller, Jarvis Cocker, Los Planetas. Son etapas de mi vida, apuntes para un esquema. Hay una sensación de finitud que todo lo recubre. ¿Soy un snob? Es mi protección. Otra canción. El malestar anega lo diario, la presencia de la muerte: tan cercana. Sé de tres accidentes mortales en las dos últimas semanas. La hermana de K. ha sido desahuciada: se apaga. Reconozco el sentido del zumbido que trae consigo el vacío. La terapia es la escritura o la escritura es la terapia. Llueve y hace frío, el tiempo está loco, oigo decir. Las voces tras las pareces retumban pero no puedo entender nada, a pesar de que trato de escuchar atentamente. ¿Por qué no duermen? Desconcentrarse, retomar el hilo, encontrar una explicación poco satisfactoria. Me han cambiado de médico: mi nuevo médico tiene un algo literario: ¿su anillo de plata, su quevedesco bigote, la niebla en sus ojos? Me fijo en sus dedos, me fijo en el brillo del alambre dorado de sus gafas, me fijo en una cadena que asoma tras el cuello de la camisa. Sonríe y entiendo una idea: debo cuidarme, pero no debo exagerar con mis dolencias, que quizá sean manías. Así, hoy el malestar se instaló como el huésped no esperado, no deseado, no puedo luchar contra él pero he aprendido a soportarlo, a gustar de su presencia porque aporta una distancia que me sume en un indolente spleen, tan agradable, tan certero, tan doloroso.
+ Rescato el libro que compré en Oporto sobre el negocio y la gestión de hoteles: Hotel, os bastidores de Inês Brasão. Me gusta el particular desarrollo de la materia mediante un extenso ejemplo: las tripas y el corazón del hotel. Trato de ver lo contado como reflejo de las ocasiones que estuvimos en hoteles. Por ejemplo: el Hotel Veneza en Aveiro. Su arquitectura, la disposición de las plantas, la sala donde desayunamos. Lo recuerdo con cariño porque sentí una felicidad que sustentaba en el equilibrado confort. El confort. La moqueta, el edredón, la luz amarillenta que llega desde el cielo. El patio con estanque, algunos peces dorados, la trama urbana de la pequeña ciudad. Salinas, playas, olas misteriosas y gigantescas. Todo recuerdo vive mientras vivimos, luego: nada. Regreso al libro.
+ La lluvia transforma el tiempo biográfico; Los Planetas suenan otra vez. La música se suelda a la biografía. ¿Los presupuestos para una biografía, una autobiografía? «Como una temporada en el infierno», Los Planetas citan a Rimbaud. El infierno quedó atrás, pero la canción lo trae de vuelta: «Corrientes circulares en el tiempo». Tener el infierno presente sirve como fármaco, en su triple acepción: droga, medicamento y veneno. No es conveniente olvidar. La lluvia me hace ser paciente, espero: debo traducir, debo leer, tengo que escribir, pero el tiempo se funde con la lluvia y mi biografía no tiene ningún interés, lo que me proporciona una paz solida y duradera. Aquella prolongada adolescencia: viajes en tren, conciertos, cervezas, cigarrillos, amistades, nombres que no recuerdo, bares y terrazas, la música y las guitarras eléctricas, una generación que hoy alcanza los cincuenta años, que los ha sobrepasado hace nada, la percepción y la realidad sus mil caras, amanecía y buscaban la guitarra, la guitarra acústica. La enumeración caótica tiene más de retrato que de acumulación. La división del tiempo. Las preguntas se sumergen y sólo que esa vibración y ese zumbido, es el paso del tiempo, el tiempo y la lluvia.
+ Abro un suplemento semanal: hoy es domingo y llega el suplemento a casa entre los periódicos. La lectura superficial de la revista dominical forma para de una costumbre que he adquirido, a la que no le doy demasiada importancia; y, mientras comienza el día, leo con una impostada tendencia al asombro. Los artículos de opinión (sólo leo el título y los destacados); las tendencias gastronómicas: restaurantes, vinos (yo no bebo) y alimentos, extraños alimentos que nunca probaré ( y ni siquiera estoy seguro de que esto se cumpla); veo [en el suplemento de este domingo] una chica que calza unas enormes zapatillas verdes de maratón y viste un impermeable naranja, un contrapicado, su pelo negro es otro punto de snobismo, un snobismo demasiado forzado que rompe con la necesaria naturalidad del snob (la paradoja siempre vuela sobre mi visión); un reportaje sobre la vida carcelaria o las peculiaridades del trabajo en un estación meteorológica en Groenlandia (frío y aburrimiento). Cierro el suplemento dominical y regreso a mis lecturas sobre la retórica en los Siglos de Oro, en la influencia que esta tiene sobre la poesía, sobre la literatura. No puedo concentrarme, el débil fluir de la calle es propio del domingo y encuentro que hay un aliento de viaje palpitando, un aliento que me desconcierta. Lo sé: busco con insistencia una disonancia que aclare el ritmo de la rutina, que trastoque esa rutina. Se esclarece y regreso al estudio. Ahí descanso, cuando, finalmente, llega la concentración. Lejos de las mundanas opiniones, me crezco en un incierto y cultivado snobismo. Soy yo me digo, y anoto algo sobre Luis Vives.
+ Leo: «En tanto que de rosa y azucena» (Garcilaso de la Vega).
+ Poco antes de la siesta, ya tumbado en mi cama, retomo el suplemento dominical: veo a la chica de las grandes zapatillas y el impermeable naranja. Finalmente, sólo es un ilusión digital: es un robot, leo. Con las ideas que revolotean alrededor de la imagen, caigo en un pesado sueño donde se deslizan razones y rechazos de textos que no he escrito ni escribiré, alguien llora por la muerte de la poesía y otros aplauden sin saber a qué se refiere el aserto. Despierto, y el suplemento está tirado en el suelo. ¿Ha cumplido su función? Sin duda, me digo y regreso al estudio, como el que camina por la arena, el que ve el mar desde la playa, el que regresa a casa tras una excursión de fin de semana y se sabe poseído por la ineluctable cadencia del trabajo y el descanso. Los robots, los textos y el fin de semana, poco más.
+ Para titular esta entrada, otra vez, vuelvo al Conde de Villamediana, a la Fábula mitológica de Faetón, que, desde unos años atrás, me acompaña e ilustra comportamientos que a diario observo: tanto en el contacto, digamos, directo, como a través de los medios de comunicación. La osadía del que emprende la aventura que está fuera del alcance de sus fuerzas, a pesar de la intensidad de su voluntad. Así, queda, mientras Faetón fracasa y Plutón se queja: «… ya el aire en región herido». El atrevimiento, la Fortuna, la Fama.
+ Imagen: tras la cristalera, como el espía que no soy, la foto muestra una tendencia a lo posible, a una posible abstracción: masas de sobra y luz, color y ausencia de color.
