sábado, 13 de abril de 2019

Lo vivido, un fragmento


Madrid - Calle Princesa - Escultura - Escaleras


+ La tarde anuncia su fin. He bebido café en abundancia, leí lo suficiente, también dejé algunas notas en alguna libreta, algunas cuartillas cubiertas, pero no lo puedo olvidar. Sería difícil, imposible. Es ese zumbido. Me llama K. y me dice que a su hermana le queda poco tiempo de vida. Hablamos y me recuerda que el cáncer se declaró hace ya diez años: no doy crédito, lo tenía yo por algo que había pasado, a lo sumo, tres años atrás. No, me dice, fue en el 2009, me lo dice y pienso que en aquel tiempo mi madre todavía vivía. El tiempo nos disuelve, a nosotros, a nuestras ideas, lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos en la memoria poca importancia tiene. Me entristezco. Escucho con atención los sonidos que me llegan de la calle, observo que es un día soleado de primavera, la luz dorada se estrella contra las ventanas del edificio de enfrente, sobre el papel descansa el Bic de punta fina. Mis ejercicios diarios son una conjuración contra la muerte, pero no venceré, me resisto y sé que lo que cuentas es el ejercicio en sí mismo. Ahora parece dar igual, el zumbido me impide concentrarme. La música, desde el salón, semeja un barco a la deriva, cierta melancolía, cierta levedad. Hoy a la mañana me comunicaron que se había muerto quince días atrás un antiguo compañero de trabajo, un jubilado; recuerdo su nombre pero me cuesta recomponer su cara, lo intento y casi puedo ver su rostro, pero no alcanzo esa claridad necesaria. La muerte es algo cotidiano y tiene sus rutinas: trabajadores de la muerte: el enterrador, los empleados de la funeraria, las floristas, los médicos y las enfermeras, el que compone la esquela, la lápida (…), me pregunto por sus preguntas y lo dejo a un lado. No tiene sentido, sus preguntas son las mismas, intercambiables y absurdas. No hay lugar para preguntas, como el silencio en los pueblos abandonados, que sólo el viento perturba. He de regresar al trabajo y la compañía del sonido de la calle aminora el impacto, esto me gusta creer, esto necesito creer.

+ «El concepto es la necrópolis de la intuición», oído y no identificado.

+ El descanso se interrumpe constantemente. Despierto y no soy capaz de retomar el sueño: me asaltan fantasmas del pasado. Intento pensar en algunos lugares donde C. y yo fuimos felices: ciudades, playas, autopistas entre bosques. Nápoles, La Rochelle, Londres. Finalmente caigo en una pesada continuidad con esos mismos paisajes urbanos, bucólicos, pastoriles, pero el pasado acecha. El otro día alguien hablaba de que nos debemos proteger contra la difamación: el que ha cumplido no debe ser reo de su error de por vida. Buscaría un aforismo que me salvase en el naufragio de la noche. Silencio, oscuridad, el latido de los recuerdos. Me centro, otra vez, en los paisajes y me rescatan. Aquél humilde Twingo, La Rochelle, la casa natal de Michel Foucault. Encontré el medicamento, lo ingerí y ahora me encuentro mejor.

+ Leo que los humanistas consideraban la epístola como una conversación entre amigos en ausencia. Recuerdo escribir cartas, muchas cartas, largos intercambios de cartas. Era una liturgia semanal: escribir, enviar, recibir, contestar. La letra manuscrita o los tipos de la máquina de escribir, el sobre, los sellos. La espera, la dilación, la llegada. Recuerdo una cita de Baudelaire que decía que había un placer perverso en recibir una carta y esperar unos días para abrirla, contemplarla, estudiar el sobre y detenerse en su forma, para finalmente acceder al contenido. Conocí a gente que mantenía correspondencia para llevar a cabo largas partidas de ajedrez, como faros lejanos, que pueden ver sus luces, pero no tocarse. Hoy las cartas han desaparecido y el correo-e es otra cosa, ni peor ni mejor, es otra cosa. Finalmente, cuenta esa conversación entre amigos en la distancia: es lo que se mantiene y constituye en núcleo de la relación.

+ La espera y la llegada, caras de la misma moneda que terminamos por apreciar cuando la edad madura nos alcanza. El reflejo es una distorsión, una distorsión que los años terminan por atenuar: finalmente desaparece, como todo. Pienso en la hermana de K. y me siento conmovido: por ella, por su hija, por su mundo que se desvanece.

+ Eran largas las cartas que K. me enviaba desde Madrid, también las que yo le enviaba desde Pontevedra. Había un fino hilo que nos unía, fino, pero robusto. El hilo se ha mantenido a lo largo de los años. En ello descanso, pienso, ahora, en su hermana, que formaba, forma parte del entramado sobre el que sostiene la amistad. La vida en sí es una narración desordenada, pero dado que en la novela cabe todo: así veo yo el pasado, desde el ámbito de la narración. Somos personas, pero la calidad de personaje flota sobre nuestro centro vital, nuestro principio rector [Marco Aurelio].

+ Escucho la radio y hablan de cómo elegir los libros según los colores de la portada para que haga juego con el outfit [y escribo outfit y no atuendo, con incierta intención]. Este es nuestro mundo, paradójico: como siempre lo ha sido, desde los albores de la humanidad: allí donde surgión el lenguaje, la estructura de nuestra existencia, los cimientos, la coloración y la oscuridad.

+ Ha llovido intensamente durante toda la noche. Dormí profundamente. La estructura de la vida siempre hace su aparición en la sobrevenida muerte. La muerte le da sentido a la vida, ese sentido hermenéutico: el significado que alcanza lo que llega a su fin La ópera, el teatro, la línea argumental de una novela no alcanza su plenitud hasta que se corona la propia narración el explícito implícito: fin. Paradójicamente, el protagonista de su propia vida nunca alcanzará ese punto de vista privilegiado que le permitirá hacer un balance de lo vivido: nunca conoceremos un posible sentido de nuestra vida porque nunca desde fuera podremos ver el relato en su totalidad. Vuelve a llover y hace frío. Burdeos es la próxima estación; completamos un periplo que no hemos programado y eso nos otorga cierto aliento, cierta calma. Llueve y hace frío, me digo y la grisalla tras los cristales reclama otro sentido que ni siquiera intentaré darle: vivo en la tendencia a la invisibilidad.

+ Imagen: a lo largo de los años he fotografíado estas escaleras en la calle Princesa, en Madrid. En esta ocasión la escultura que preside el conjunto, cuando la veo en la pantalla del ordenador, parece haber adquirido una fantasmal apariciencia. El día de hoy oscila entre la lluvia, el frío y la apertura de claros con una luz hiriente. Pienso en esas escaleras, en ese espacio, ahora: cuando escribo y preparo esta entrada. Que conste. Vale.