sábado, 27 de abril de 2019
Ductus
+ A veces mis antenas funcionan, muchas más veces de las que estimo [en un principio]. El robot-foto del que hablé en una entrada anterior ha producido un debate sobre los límites de la robótica. En realidad, ni siquiera es un robot, sino una imagen creada por ordenador que cumple las funciones de una influencer [una palabra para la que no encuentro en español una equivalencia: ¿influyente?, influyente no sirve porque no recubre esa misma realidad tan de los inicios del Siglo XXI]. Veo las fotos del robot con mayor atención que la primera vez que las vi: se percibe su naturaleza digital, pero entiendo que ha mejorado mucho la técnica que permite estas existencias desligadas de lo palpable, lo que me indica que llegará un momento [no muy lejano] en que será imposible distinguir lo real de lo no real [entonces la distinción no tendrá sentido porque serán dos realidades paralelas y dependientes]. Ay, lo real y su doble: el camino para fusionar la ficción y la vigilia, el sueño y la pesadilla.
+ Esas calles de Madrid que he recorrido en la compañía de K. El ladrillo visto, los bares, los árboles y el asfalto. Sin rumbo, sin una orientación mayor que el conversar. Nos vimos reflejados en el paisaje urbano y la mezcla resultó ser fructífera. Hoy leo algo sobre el recién fallecido Sánchez Ferlosio: la calle donde vivía en los años setenta: Prieto Ureña. Barrio de La Prosperidad. Algo intercambiable en los edificios, en los bares, en las tiendas de barrio. Busco la calle en los mapas electrónicos y ahora me doy cuenta que vi a S. F. subir a un taxi mientras cruzaba yo la ciudad desde Arturo Soria hacia Atocha. Lo recuerdo subir con dificultad a un taxi, pero poco más. Fue hace más de diez años, quince. No tiene mucha importancia, salvo una innecesaria constatación fetichista. Se ha muerto; volví a algún libro suyo, intenté encontrar Alfanhuí, leí en la pantalla un párrafo de otro libro, un pecio que destila certera aspereza. Poca cosa es la vida de un hombre; sin necesidad, certifico en la última hora del día mediante la lectura de Lucrecio y Marco Aurelio. Con esa idea de Madrid y del escritor, abrazo el descanso, un profundo y extenso sueño: nada recuerdo y eso es lo deseable.
+ Observo ciertas trayectorias y no me agradan. No resulta que sean despreciables, pero sí son prescindibles. No sé si afirmar o negar una degradación en le periodismo y en la literatura. Yo, en realidad, me circunscribo a mi limitado ámbito: mi investigación; cuando salgo de esta zona protegida me encuentro con particulares realidades que comprendo, pero que no asumo. Las trayectorias me indican cómo se constituye el campo literario: negocios, amistades, ambición, toma de posición, elevación y descenso, editoriales y reseñas, críticos y entrevistas, fotos y paratextos, revelación y ocultación. Vuelvo a leer la primera frase de este párrafo: observo ciertas trayectorias y no me agradan; ahora, en este momento de escritura, ese «no me agradan» lo eliminaría, pero creo que resulta más adecuado que permanezca, como pincelada sobre un día largo y entregado a la lectura y al estudio. Escucho atentamente a un actor en la radio francesa, ahí descanso y trato de ordenar mis ideas sobre el campo literario, donde tan vasta es mi ignorancia, aunque nunca del todo erradas mis intuiciones: los indicios difusos.
+ Una locutor habla de un programa de ordenador que genera voces que resulta imposible saber si son humanas o producto de una síntesis. La inquietud sobrevuela las primeras noticias del día; se ríen sus compañeros, pero a la risa sucede un silencio que flota sobre un espeso barrizal.
+ Hay días en me resulta claro el porqué de mi empeño en tratar con escritores muertos, con ese conversar con los muertos, que nunca contestan, que siempre dejan flotando una posibilidad. Alzo la vista del libro y me paro a pensar. Hay un punto final que me interesa en cada vida acabada. No se puede añadir nada, salvo el comentario; los hechos se han cerrado sobre sí mismo. Por esta razón, no le veo sentido a buscar al mejor escritor vivo; no lo encuentro esa necesidad en dos direcciones: mientras la muerte no ponga el punto final a la obra-biografía, nada se puede decir / no existe el mejor, así yo quiero verlo y así lo sostengo. ¿El mejor? Resulta tan sumamente variable, inasible. Como un desocupado en domingo. Prefiero esa conversación muda entre el vivo que hoy soy y los muertos que vivos fueron, sin plantar escalafones ni
+ Ductus, en caligrafía, es el modo, la dirección, secuencia y velocidad. La razón de titular la entrada con esta palabra latina, que proviene del verbo ducere (= conducir), se remite a la inexcusable razón del estilo, no como elegancia, sino como marca, como huella indeleble de nuestro paso por la vida; por lo tanto, no se refiere exclusivamente a esta entrada, sino al blog en general: no deja de ser un diario, a ello me remito.
+ Pronto hablaré de los días en Burdeos; pero no adelanto ninguna noticia: tampoco es un pacto, ni siquiera una ruptura.
+ Imagen: Una flor que fotografío en Burdeos, una flor humilde, sin brillo, oculta en una suma de hojas verdes. Aquí queda el adelanto que no ofrezco.
sábado, 20 de abril de 2019
… ya el aire en región herido
+ Oigo como la lluvia choca contra los cristales, el reloj marca el ritmo, hay una síncopa, voces que oyen tras las paredes, busco otra canción: Paul Weller, Jarvis Cocker, Los Planetas. Son etapas de mi vida, apuntes para un esquema. Hay una sensación de finitud que todo lo recubre. ¿Soy un snob? Es mi protección. Otra canción. El malestar anega lo diario, la presencia de la muerte: tan cercana. Sé de tres accidentes mortales en las dos últimas semanas. La hermana de K. ha sido desahuciada: se apaga. Reconozco el sentido del zumbido que trae consigo el vacío. La terapia es la escritura o la escritura es la terapia. Llueve y hace frío, el tiempo está loco, oigo decir. Las voces tras las pareces retumban pero no puedo entender nada, a pesar de que trato de escuchar atentamente. ¿Por qué no duermen? Desconcentrarse, retomar el hilo, encontrar una explicación poco satisfactoria. Me han cambiado de médico: mi nuevo médico tiene un algo literario: ¿su anillo de plata, su quevedesco bigote, la niebla en sus ojos? Me fijo en sus dedos, me fijo en el brillo del alambre dorado de sus gafas, me fijo en una cadena que asoma tras el cuello de la camisa. Sonríe y entiendo una idea: debo cuidarme, pero no debo exagerar con mis dolencias, que quizá sean manías. Así, hoy el malestar se instaló como el huésped no esperado, no deseado, no puedo luchar contra él pero he aprendido a soportarlo, a gustar de su presencia porque aporta una distancia que me sume en un indolente spleen, tan agradable, tan certero, tan doloroso.
+ Rescato el libro que compré en Oporto sobre el negocio y la gestión de hoteles: Hotel, os bastidores de Inês Brasão. Me gusta el particular desarrollo de la materia mediante un extenso ejemplo: las tripas y el corazón del hotel. Trato de ver lo contado como reflejo de las ocasiones que estuvimos en hoteles. Por ejemplo: el Hotel Veneza en Aveiro. Su arquitectura, la disposición de las plantas, la sala donde desayunamos. Lo recuerdo con cariño porque sentí una felicidad que sustentaba en el equilibrado confort. El confort. La moqueta, el edredón, la luz amarillenta que llega desde el cielo. El patio con estanque, algunos peces dorados, la trama urbana de la pequeña ciudad. Salinas, playas, olas misteriosas y gigantescas. Todo recuerdo vive mientras vivimos, luego: nada. Regreso al libro.
+ La lluvia transforma el tiempo biográfico; Los Planetas suenan otra vez. La música se suelda a la biografía. ¿Los presupuestos para una biografía, una autobiografía? «Como una temporada en el infierno», Los Planetas citan a Rimbaud. El infierno quedó atrás, pero la canción lo trae de vuelta: «Corrientes circulares en el tiempo». Tener el infierno presente sirve como fármaco, en su triple acepción: droga, medicamento y veneno. No es conveniente olvidar. La lluvia me hace ser paciente, espero: debo traducir, debo leer, tengo que escribir, pero el tiempo se funde con la lluvia y mi biografía no tiene ningún interés, lo que me proporciona una paz solida y duradera. Aquella prolongada adolescencia: viajes en tren, conciertos, cervezas, cigarrillos, amistades, nombres que no recuerdo, bares y terrazas, la música y las guitarras eléctricas, una generación que hoy alcanza los cincuenta años, que los ha sobrepasado hace nada, la percepción y la realidad sus mil caras, amanecía y buscaban la guitarra, la guitarra acústica. La enumeración caótica tiene más de retrato que de acumulación. La división del tiempo. Las preguntas se sumergen y sólo que esa vibración y ese zumbido, es el paso del tiempo, el tiempo y la lluvia.
+ Abro un suplemento semanal: hoy es domingo y llega el suplemento a casa entre los periódicos. La lectura superficial de la revista dominical forma para de una costumbre que he adquirido, a la que no le doy demasiada importancia; y, mientras comienza el día, leo con una impostada tendencia al asombro. Los artículos de opinión (sólo leo el título y los destacados); las tendencias gastronómicas: restaurantes, vinos (yo no bebo) y alimentos, extraños alimentos que nunca probaré ( y ni siquiera estoy seguro de que esto se cumpla); veo [en el suplemento de este domingo] una chica que calza unas enormes zapatillas verdes de maratón y viste un impermeable naranja, un contrapicado, su pelo negro es otro punto de snobismo, un snobismo demasiado forzado que rompe con la necesaria naturalidad del snob (la paradoja siempre vuela sobre mi visión); un reportaje sobre la vida carcelaria o las peculiaridades del trabajo en un estación meteorológica en Groenlandia (frío y aburrimiento). Cierro el suplemento dominical y regreso a mis lecturas sobre la retórica en los Siglos de Oro, en la influencia que esta tiene sobre la poesía, sobre la literatura. No puedo concentrarme, el débil fluir de la calle es propio del domingo y encuentro que hay un aliento de viaje palpitando, un aliento que me desconcierta. Lo sé: busco con insistencia una disonancia que aclare el ritmo de la rutina, que trastoque esa rutina. Se esclarece y regreso al estudio. Ahí descanso, cuando, finalmente, llega la concentración. Lejos de las mundanas opiniones, me crezco en un incierto y cultivado snobismo. Soy yo me digo, y anoto algo sobre Luis Vives.
+ Leo: «En tanto que de rosa y azucena» (Garcilaso de la Vega).
+ Poco antes de la siesta, ya tumbado en mi cama, retomo el suplemento dominical: veo a la chica de las grandes zapatillas y el impermeable naranja. Finalmente, sólo es un ilusión digital: es un robot, leo. Con las ideas que revolotean alrededor de la imagen, caigo en un pesado sueño donde se deslizan razones y rechazos de textos que no he escrito ni escribiré, alguien llora por la muerte de la poesía y otros aplauden sin saber a qué se refiere el aserto. Despierto, y el suplemento está tirado en el suelo. ¿Ha cumplido su función? Sin duda, me digo y regreso al estudio, como el que camina por la arena, el que ve el mar desde la playa, el que regresa a casa tras una excursión de fin de semana y se sabe poseído por la ineluctable cadencia del trabajo y el descanso. Los robots, los textos y el fin de semana, poco más.
+ Para titular esta entrada, otra vez, vuelvo al Conde de Villamediana, a la Fábula mitológica de Faetón, que, desde unos años atrás, me acompaña e ilustra comportamientos que a diario observo: tanto en el contacto, digamos, directo, como a través de los medios de comunicación. La osadía del que emprende la aventura que está fuera del alcance de sus fuerzas, a pesar de la intensidad de su voluntad. Así, queda, mientras Faetón fracasa y Plutón se queja: «… ya el aire en región herido». El atrevimiento, la Fortuna, la Fama.
+ Imagen: tras la cristalera, como el espía que no soy, la foto muestra una tendencia a lo posible, a una posible abstracción: masas de sobra y luz, color y ausencia de color.
sábado, 13 de abril de 2019
Lo vivido, un fragmento
+ La tarde anuncia su fin. He bebido café en abundancia, leí lo suficiente, también dejé algunas notas en alguna libreta, algunas cuartillas cubiertas, pero no lo puedo olvidar. Sería difícil, imposible. Es ese zumbido. Me llama K. y me dice que a su hermana le queda poco tiempo de vida. Hablamos y me recuerda que el cáncer se declaró hace ya diez años: no doy crédito, lo tenía yo por algo que había pasado, a lo sumo, tres años atrás. No, me dice, fue en el 2009, me lo dice y pienso que en aquel tiempo mi madre todavía vivía. El tiempo nos disuelve, a nosotros, a nuestras ideas, lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos en la memoria poca importancia tiene. Me entristezco. Escucho con atención los sonidos que me llegan de la calle, observo que es un día soleado de primavera, la luz dorada se estrella contra las ventanas del edificio de enfrente, sobre el papel descansa el Bic de punta fina. Mis ejercicios diarios son una conjuración contra la muerte, pero no venceré, me resisto y sé que lo que cuentas es el ejercicio en sí mismo. Ahora parece dar igual, el zumbido me impide concentrarme. La música, desde el salón, semeja un barco a la deriva, cierta melancolía, cierta levedad. Hoy a la mañana me comunicaron que se había muerto quince días atrás un antiguo compañero de trabajo, un jubilado; recuerdo su nombre pero me cuesta recomponer su cara, lo intento y casi puedo ver su rostro, pero no alcanzo esa claridad necesaria. La muerte es algo cotidiano y tiene sus rutinas: trabajadores de la muerte: el enterrador, los empleados de la funeraria, las floristas, los médicos y las enfermeras, el que compone la esquela, la lápida (…), me pregunto por sus preguntas y lo dejo a un lado. No tiene sentido, sus preguntas son las mismas, intercambiables y absurdas. No hay lugar para preguntas, como el silencio en los pueblos abandonados, que sólo el viento perturba. He de regresar al trabajo y la compañía del sonido de la calle aminora el impacto, esto me gusta creer, esto necesito creer.
+ «El concepto es la necrópolis de la intuición», oído y no identificado.
+ El descanso se interrumpe constantemente. Despierto y no soy capaz de retomar el sueño: me asaltan fantasmas del pasado. Intento pensar en algunos lugares donde C. y yo fuimos felices: ciudades, playas, autopistas entre bosques. Nápoles, La Rochelle, Londres. Finalmente caigo en una pesada continuidad con esos mismos paisajes urbanos, bucólicos, pastoriles, pero el pasado acecha. El otro día alguien hablaba de que nos debemos proteger contra la difamación: el que ha cumplido no debe ser reo de su error de por vida. Buscaría un aforismo que me salvase en el naufragio de la noche. Silencio, oscuridad, el latido de los recuerdos. Me centro, otra vez, en los paisajes y me rescatan. Aquél humilde Twingo, La Rochelle, la casa natal de Michel Foucault. Encontré el medicamento, lo ingerí y ahora me encuentro mejor.
+ Leo que los humanistas consideraban la epístola como una conversación entre amigos en ausencia. Recuerdo escribir cartas, muchas cartas, largos intercambios de cartas. Era una liturgia semanal: escribir, enviar, recibir, contestar. La letra manuscrita o los tipos de la máquina de escribir, el sobre, los sellos. La espera, la dilación, la llegada. Recuerdo una cita de Baudelaire que decía que había un placer perverso en recibir una carta y esperar unos días para abrirla, contemplarla, estudiar el sobre y detenerse en su forma, para finalmente acceder al contenido. Conocí a gente que mantenía correspondencia para llevar a cabo largas partidas de ajedrez, como faros lejanos, que pueden ver sus luces, pero no tocarse. Hoy las cartas han desaparecido y el correo-e es otra cosa, ni peor ni mejor, es otra cosa. Finalmente, cuenta esa conversación entre amigos en la distancia: es lo que se mantiene y constituye en núcleo de la relación.
+ La espera y la llegada, caras de la misma moneda que terminamos por apreciar cuando la edad madura nos alcanza. El reflejo es una distorsión, una distorsión que los años terminan por atenuar: finalmente desaparece, como todo. Pienso en la hermana de K. y me siento conmovido: por ella, por su hija, por su mundo que se desvanece.
+ Eran largas las cartas que K. me enviaba desde Madrid, también las que yo le enviaba desde Pontevedra. Había un fino hilo que nos unía, fino, pero robusto. El hilo se ha mantenido a lo largo de los años. En ello descanso, pienso, ahora, en su hermana, que formaba, forma parte del entramado sobre el que sostiene la amistad. La vida en sí es una narración desordenada, pero dado que en la novela cabe todo: así veo yo el pasado, desde el ámbito de la narración. Somos personas, pero la calidad de personaje flota sobre nuestro centro vital, nuestro principio rector [Marco Aurelio].
+ Escucho la radio y hablan de cómo elegir los libros según los colores de la portada para que haga juego con el outfit [y escribo outfit y no atuendo, con incierta intención]. Este es nuestro mundo, paradójico: como siempre lo ha sido, desde los albores de la humanidad: allí donde surgión el lenguaje, la estructura de nuestra existencia, los cimientos, la coloración y la oscuridad.
+ Ha llovido intensamente durante toda la noche. Dormí profundamente. La estructura de la vida siempre hace su aparición en la sobrevenida muerte. La muerte le da sentido a la vida, ese sentido hermenéutico: el significado que alcanza lo que llega a su fin La ópera, el teatro, la línea argumental de una novela no alcanza su plenitud hasta que se corona la propia narración el explícito implícito: fin. Paradójicamente, el protagonista de su propia vida nunca alcanzará ese punto de vista privilegiado que le permitirá hacer un balance de lo vivido: nunca conoceremos un posible sentido de nuestra vida porque nunca desde fuera podremos ver el relato en su totalidad. Vuelve a llover y hace frío. Burdeos es la próxima estación; completamos un periplo que no hemos programado y eso nos otorga cierto aliento, cierta calma. Llueve y hace frío, me digo y la grisalla tras los cristales reclama otro sentido que ni siquiera intentaré darle: vivo en la tendencia a la invisibilidad.
+ Imagen: a lo largo de los años he fotografíado estas escaleras en la calle Princesa, en Madrid. En esta ocasión la escultura que preside el conjunto, cuando la veo en la pantalla del ordenador, parece haber adquirido una fantasmal apariciencia. El día de hoy oscila entre la lluvia, el frío y la apertura de claros con una luz hiriente. Pienso en esas escaleras, en ese espacio, ahora: cuando escribo y preparo esta entrada. Que conste. Vale.
sábado, 6 de abril de 2019
El mapa negro
+ Una voz habla en inglés y otra la traduce al francés, de fondo una ballena compone una extraña música. Suenan olas, ese gemido intenso e indescifrable, un gruñido, un silbido bajo el agua. Es jueves y la semana llega a su fin. Con este telón de fondo trato de poner en orden mis idea y sólo alcanzo un estado de suspensión. La suspensión del juicio. Es un don: ahora puedo no pensar en nada, salvo en esa respiración profunda bajo el agua, que se confunde con las palabras en inglés, en francés.
+ Regresan las ballenas, pero resultan no ser ballenas. Se trata del triste canto de un triste narval. Si me paro a pensar no sé qué es un narval, salvo que se trata de una mamífero marino, que tiene un larguísimo colmillo exterior por el que es denominado el unicornio del mar. Poco más. Me detengo otra vez en su canto, que lo repiten y ese gemido es una poesía no transcrita, a la espera de un interprete que nunca llegará.
+ [La limpieza de la cocina]: continúo con el programa anterior en France Culture, y las ballenas dan paso a melodías árabes. Mientras limpio la vitrocerámica tengo la extraña sensación de que soy un actor que limpia la cocina y entonces siento la necesidad de esmerarme en el acto mismo, en su gestualidad, en su dimensión inabarcable.
+ En algún momento de la mañana alguien dice: «el mapa negro», cuando se refiere a que la aplicación de mapas no es visible en su teléfono. Lo retengo y pienso en ello, en cómo cuajan los títulos. ¿Podría ser un título válido El mapa negro? ¿Una historia de piratas, de espías, centauros sobre el mar, con acentos clásicos o mitológicos, o una historia sobre las calles de cualquier metrópoli de ese principio de siglo? Se abren las posibilidades que se ven inspiradas por el intenso sabor del café negro, su aroma, ese color: el negro profundo. El mapa negro, me repito mientras salimos del pequeño bar frente al puerto. La mañana es limpia, primaveral, única. Veo a los trabajadores de los astilleros con su cara tiznada y sus fundas azul profundo. ¿Comenzaría en este espacio y en este tiempo la narración? Mi salida del bar, con la decisión de realizar bien el trabajo encomendado, aunque resulte rutinario y redundante. ¿Qué música nos acompañará: un violín neoclásico o el rasgo rugir del hip-hop; veladas armonías y nebulosos deslizamientos de escalas en un amortiguado piano? El estilo, me digo y pienso, como tantas veces últimamente, en La distinción de Pierre Bourdieu? Sí, concluyo, también mi simulacro de interpretación mientras friego la cocina, las ballenas, la captura del sintagma «el mapa negro»; todo ello forma parte de mis maneras y gustos, que me caracterizan como nada me caracteriza: estudiar su estructuración es estudiar mi mismidad, sin alcanzarla, por falta de deseo. Soy yo y mis preferencias, que me condiciona a la vez que intento moldearlas. Apago esas confesiones y regreso al vacío que regala el trabajo rutinario y redundante. Una elemento más que anotar, una extensa lista donde nada ponemos, salvo la espera del salario.
+ La mañana comienza con la radio francesa. Consulto mi cuenta bancaria. Me dispongo a emprender el día. Desayuno y leo un artículo donde el autor distingue entre el creador aficionado y el creador profesional: diarios, poemas, novelas. La mañana, la semana que comienza, el círculo eterno de la jornada laboral y las vespertinas horas de estudio [la sensación de eternidad camufla la ineluctable caducidad del amplio todo]. «Todo lo reduces a la temporalidad», me dijo y yo asentí. La radio de la Baja Normandía me hace transitar por las posibilidades que ofrece un viaje futuro. Las posibilidades y el futuro se pueden teñir de negro en cualquier momento; sin obviarlo, me encomiendo al dios del segundo.
+ Imagen: la ausencia de sujetos carga el decorado de una inquietud e irrealidad, un reflejo, un no-lugar, el olvido.
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