sábado, 18 de febrero de 2017

De nobis ipsis silemus




+ La traducción del título que encabeza la entrada viene a ser algo así como «callemos sobre nosotros mismos». Mantener silencio sobre nuestra persona, sobre nuestras opiniones, sobre lo que deseamos añadir a lo que no necesita aditivos. La consigna se recoge de un libro de Miguel Morey sobre Foucault, y viene de Bacon. Dejemos que el texto hable sin pervertirlo con nuestros juicios y opiniones, tan prescindibles. Así, con esta intención, he cogido las Letrillas de Góngora en la biblioteca. Leer, y nada más, palpar la música del idioma, su propia piel, la consistencia de los enlaces, como mucho determinar el verbo principal y sus complementos, quizá el sujeto. Leer, sólo leer. Nada más allá. Pienso en un periodista (especialista provinciano en diversos ámbitos artísticos) que leo a veces, que escribe todos los fines de semana en el periódico local. Hay un placer morboso en esta lectura porque él pone de relieve el valor de sus sentimientos en la percha de cualquier novela, poema, cuadro o música, con unos repetidos clichés espaciales, paisajísticos o ético-morales. Sé que tiene su reputación y a ese mundo no me pliego. Sonrío y le doy un largo trago a la amarga y fría cerveza. Y yo me digo que no hay nada más bello que esa hoja en blanco que nadie va a manchar. Pero no me acostumbro y comienzo a hablar, a escribir y digo estas cosas que tan poco valor tienen. Ay, callemos sobre nosotros mismos, por favor.

+ Me resulta particularmente enojosa la expresión: si x no existiese, habría que inventarlo. En el mismo orden, detesto: hay que reinventarse. Abandona tu zona de confort. Y así todo. He dimitido de mis propias manías para que otros venga a imponerme su visión. Otro cosmos necesario: el silencio.

+ Hay una erótica en los objetos de escritorio a la que no me puedo substraer. Portaminas, notas adhesivas, gomas de borrar, baratos bolígrafos de tinta verde, libretas de diferentes tamaños, la tinta azul de la pluma, lápices de colores, iluminadores fluorescentes (…) ¿Me aportan seguridad o sólo es un reflejo de un cierto confort que tanto aprecio, en el escenario de mi estudio mientras leo con un jazz suave y monótono? Todo un territorio, me digo, una nación, un país donde los límites no se han establecido, por el momento. Fuera llueve, hace sol o el viento sopla con fuerza, yo leo, tomo notas, escucho la música y vuelvo a Góngora: elogio de aldea, menosprecio de corte.

+ «¿Dónde podría yuxtaponerse no ser en el no-lugar del lenguaje?» (Foucault, en Las palabras y las cosas)

+ Suena en mi reproductor Carmen, lo que imposibilita cualquier lectura. No hay concentración salvo la que la música requiere. Coros, ascensos, descensos. Música que atraviesa el aire espeso de la tarde del sábado y ofrece una carta de batalla. Contra los baches de lo diario, contra la planicie en que se resuelve, siempre, la actualidad. Aquí hemos llegado por nuestra falta de ambición.

+ El domingo, temprano, veo Vidas rebeldes, o mejor: Los inadaptados, la traducción literal del título en inglés. Amanece lentamente y el blanco y negro lo inunda todo. No sé qué palabra emplear, pero me impresionan los caballos, me remito a los personajes y a la yuxtaposición de los diálogos que me llevan a pensar en un imposible sistema de turnos. Es de día ya, cuando termina la película y regreso a la sugerencia que me arrastró hasta aquí. Se cierra un círculo. Dejo que suene la canción de Auserón: Los inadaptados. Suena y el día es otro, hacía tiempo que no sentía esa nostalgia de lo no vivido, pero es domingo, no llueve y me espera una larga sesión de lectura. [No quiero escribir más sobre la sensación de extrañamiento que me ha producido la película, vuelvo al inicio: callemos sobre nosotros mismos].

+ [Misfits, es la palabra en inglés, en español: los inadaptados].


+ Imagen: la mirada del animal disecado decatanda por el filtro fotográfico. Se transmite una lejanía que no se atrapará, el huir en el campo que el cazador alcanza, que el taxidermista dibuja y que el que empuña la cámara trata de devolver a la vida [sin lograrlo]. Queda el tono de la tarde otoñal, poco más, salvo la constancia de la muerte, que encabeza el sentido de la foto: nadie ni nada le devolverá la vida al ciervo. Y, mientras cierro el párrafo, recuerdo aquella corza entrevista en su intimidad, el húmedo y suculento fondo del bosque, allí a donde nadie llega, donde habita la erótica recóndita del animal ajeno, desconfiado de nuestra mismidad; esa perturbación.