sábado, 11 de julio de 2015

Microniveles




+ En el camino encuentro un coche: nuevo, blanco, de bajo precio. En su asiento trasero y en el maletero, a la vista, ya que ha sido retirada la bandeja que guarnece el maletero, se ven libros de ajedrez, matemáticas y razones del Universo. Está aparcado en la cuneta como una invitación a las suposiciones. Está matriculado recientemente y el concesionario está en Cangas, como se puede leer en el faldón de la matrícula, lo que no quiere decir nada pues nada aporta. Análisis matemático, aperturas, caballos y torres, los dos primeros segundos del Universo. No son ni dos ni quince libros, a ojo de buen cubero podrían llegar a ser más de cien, más quizá. ¿Una mudanza o una biblioteca portátil? Todo conduce y apunta a un estudio de las monomanías, el coleccionista y la acumulación de objetos cargados de significado. ¿Cómo vaciar este tesoro de pesos y medidas?

+ [Encuentro]. Después de un largo distanciamiento lo veo acercarse con su bicicleta. No es difícil reconocerlo. Por el arcén se desliza con soltura, el casco brilla en una extraña incandescencia y el color bronce de los metales de su bicicleta es épico. Le llamo y se sorprende. En el primer momento no me reconoce, pero al cabo de unos minutos se relaja y sonríe. Bromeamos y celebramos algo así como el sol, el buen tiempo que nos arropa. Es su camino de vuelta, debe recoger su coche en el taller. Nos damos la mano y le veo alejarse cuesta abajo. La figura termina por convertirse en un punto sin definición. Algo se agita en el aire, algo que vibra con soltura y sin consentimiento, como una membrana invisible y rítmica. Pienso que todas las comparaciones son pragmáticas y que no merece la pena hacerlas: no aclaran nada. Lo literal es preferible: es reconfortante el encuentro porque zanja malentendidos y aristas. ¿Qué tiempo es este, hay un astro que determina encuentros y desencuentros, un demonio oculto en cada curva: tal vez? No insistir es la materia de la elegancia. ¿La elegancia en la exposición, tal vez?

+ Siento cierto rechazo instintivo por los libros que tienen en la portada una imagen de gran calidad, plástica y certera. Prefiero libros desnudos, con el título, el autor y un motivo humilde y significativo; por ejemplo: la espiga que figura en los libros de Arco Libros en su colección Lecturas. Tal vez, o esas limpias portadas de Gallimard, con el título y el autor, que la única frivolidad es la tinta roja. ¿Qué pensar de esas ediciones que se adornan con un foto en blanco y negro, tal que esa donde se besan dos amantes en París: la foto de Doisneau, o las que tejen un cuadro prerrafaelita, una lámina de ilustre calidad de un melancólico pintor ante la gran ciudad? Se evitan, así, los escaparates.

+ [Ellos]. Cada viernes, cada sábado, recorremos tres o cuatro bares y allí están ellos. Parecen dotados de una extraña ubicuidad, son la representación de un segmento de la ciudad que oscila entre el fingimiento y solapadas articulaciones de los estratos sociales: hay que dejar nuestra clase bien definida, que nadie penetre en nuestros círculos.  Les veo y pienso en sus soberbias colocaciones: director de banco, jefe de administración en un ayuntamiento limítrofe y pequeño, profesor en la Escuela Naval de una asignatura sin interés, ingeniero en una oscura empresa de tendidos eléctricos. Casi llegan, casi son, pero hay algo que falta que es suplido por elevadas dosis de maneras y perfumes. Los ves saludarse y piensas que el mundo es de ellos, un mundo que interesa poco. Beben y fuman con afectación, sus marcas son evidentes: una clase superior que oscila entre el baile de sociedad, la provincia y el veraneo en la costa. Tienen pequeños yates, motos veloces, esposas maquilladas y teñidas a la moda de las rubias volátiles. Sus hijos, sus cervezas heladas, el rumor de sus opiniones sensatas y conservadoras. Allí están, con su testimonio de clase: desclasados, turbios en su limpieza, presumidos y anticuados. Son apellidos compuestos, apellidos con preposiciones y conjunciones, son apellidos que se remontan al envanecimiento de los comerciantes que enriquecieron en el XiX y se arruinaron en el XX. Abogados o tenderos, notarios o aprovisionadores de buques. Son los viejos y rebarnizados muebles que decoran la ciudad. Aunque su tiempo ha pasado, se empeñan en permanecer hasta altas horas entre las risas que transmiten el fútbol y la ginebra cara y transparente: "color de ginebra mala", decía Gil de Biedma, pues el color de la ginebra siempre es el mismo: buena o mala: transparente. Así se construye el presente. Pero no quiero ir a los mismos bares que van ellos, no quiero verles, no quiero oír como se ríen. No quiero ver los corros que forman sus mujeres, mientras ellos emiten contundentes y fundadas opiniones sobre la crisis del euro o la próxima temporada en 2-B, tal vez las veleidades de un nuevo partido político, o las prístinas virtudes de uno antiguo del agrado de su gusto. No son malos, no son buenos, no son listos, no son tontos. Son ellos.

+ [Ellas] A su coche se le ha pinchado una rueda en el borde de la autovía. Llega la noche, tras la tarde de playa y cerveza sin alcohol, y comienza a contar la peripecia. Sus uñas tienen un color rosa imposible, antinatural, tan plástico como efectivo: todavía tiene un aliento de juventud, que desea retener, y este color es una estrategia y un seguro. Si uno observa con detalle el tatuaje que hay en el envés de su muñeca izquierda adivina un nombre. Un nombre que tal vez no diga nada. Es el nombre de su ahijado, ella no tiene hijos. Su pelo vuela en ese espacio sin costuras que es la plaza, la terraza, el velador y las amigas. Una clara de limón, con burbujas eléctricas, y un cigarrillo esbelto y mortífero. No piensa en la vejez, salvo cuando regresa a su apartamento y la oscuridad de la habitación la aprisiona. Pero ahora ríe y explica como un operario de la carretera que caminaba por la cuneta la ayudó, y como esa ayuda no sirvió de nada. Es que las tuercas las apretaron con un instrumento neumático y ahora, a mano, es imposible. Le pareció un hombre feo y un poco amanerado, afectado, muy pendiente de encontrar las palabras adecuadas. No le gustaba aquella forma de expresarse. Una de sus amigas le preguntó por la playa. Al final llegó tarde y, casi, no merecía la pena. La vida es así, como una alegoría del tránsito vital. Se conformaron con una ronda más, a una le dolía la cabeza, la otra tenía que madrugar, y las demás estaban desganadas. Tenía necesidad de ver la noche y sus luces, de bailar, de recuperar la alegría que el pinchazo le había robado, pero no era posible. No era posible, se repitió para sí, y aquel día comenzó el camino hacia la vejez: ya no funcionaba el sortilegio de los colores y el licor. El pinchazo fue una señal y ahora, mientras abría el portal, lo comprendía todo. Todo. La senectud había comenzado mucho antes de la señal, aquello sólo era una baliza móvil.


+ [Imagen*] ¿El mar, una ola, la marea? El color verde encierra el pliegue que el mar ofrece: sobre sí mismo. La berza atesora trabajo y voluntad, riqueza y armonía. Un emblema. El mundo que se contiene en la cabeza de un alfiler. Muere el día.