sábado, 11 de abril de 2015

Bric-à-brac




+  Las clasificaciones son parte de la realidad cotidiana, implícitas o explícitas: recubren lo vital. Un mapa, los lineales en el supermercado, los colores, las zonas en una gasolinera: ligeros y pesados, las etiquetas, los marcadores (...) Un mundo organizado, que impone esa lógica y su necesidad a la naturaleza, que es ajena al edificio conceptual, porque simplemente es: con independencia del archivo y la archivística. Así: un hombre espera a la puerta de unos grandes almacenes, ve pasar adolescentes, parejas, viejos, mujeres, niños (…) Estudia su vestuario, sus gestos, los peinados y los tatuajes o la ausencia de estos. Se debate en el filo de los parecidos y las diferencias, todos están en lo humano, todos están vivos, pero cada vida se materializa en una apariencia diferente. El archivo intenta componer el día, pero no lo logra, algo se revela y dice que no, que el caos es la respuesta. El hombre se abandona al sol de media tarde.

+ "… tener hábito de conjeturar frente a lo verosímil es propio de quien también está con el mismo hábito respecto a la verdad" Poética, Aristóteles, (1355a).

+ [Lo vintage o el bric-à-brac]. Hay una conexión entre la aceptación del feismo y la reconstrucción estética y retórica. Atrás queda el acero inox y surge la botella de cristal sepia, con tapón de corcho, donde guardar el té verde helado. La construcción a base de segmentos en principio inconexos se extiende a todo lo vital: lo viejo es nuevo y lo viejo es el futuro vintage, pero sobre ello está el bricolage, ensamble de lo inesperado.

+ [Las historias del Tren Nocturno]. Hubo un tiempo en que viajaba en trenes nocturnos. Las historias se sucedían y llegado un momento, en el vagón-restaurante, entre cervezas y cigarrillos, se desnudaban las almas de los que no se volverían a ver, los nunca se volverían a ver: qué inquietante en la memoria. Recuerdo un viaje a finales de los noventa, en el último Rías-Baixas. Madrid estaba al otro lado de la noche y los pasajeros del compartimento nos mirábamos con altanería. Eso fue en un principio. Basto sacar los cigarrillos y ofrecerlos para romper una barrera: hoy ya nadie fuma en los trenes [hace seis años que no fumo]. La chica que se iba a Londres, el chico que gestionaba una Ong dedicada a recuperar ordenadores para países africanos, el empleado de banca un poco canalla, un poco coquero, con su bolsita de magia blanca que ofrecía sin distinción, yo. Les miraba y les escuchaba y asentía, no tenía ganas de participar. Ahora llegaría el momento de la narración, de estructurar una historia, de perfilar unos personajes y encaminarse a una moraleja, pero ya no hay tiempo para consejas. Había otro invitado, era un portugués que se había colado en el tren. En Goians. Sucio y muy joven. Bebió cerveza y le aconsejaron esconderse. Él sonreía, como si no entendiese nada, como si aquello no fuese con él. Cuando llegamos a Madrid le esperaban unos guardias jurados. Recuerdo como corrió, como le alcanzaron, como cayó al suelo, como me perdí yo en el metro. A veces creo que le vuelvo a ver, cuando en Madrid un cuajo de frío y melancolía me asalta. Ubi sunt?

+ Algo que sin duda me han aportado las regulares visitas al(os) museo(s) de arte contemporáneo y aledaños es una suerte de gusto por el detalle y lo paradójico. Todo se resume en el reconocimiento de lo automático y el exorcismo que sucede a continuación. Mientras pienso en ello veo un programa sobre uno de los hoteles más caros y lujosos del mundo. Un hotel en un país árabe, un hotel de dimensiones sobrehumanas, una extraña construcción a mayor gloria de la nada. Tal vez yo no comprenda la verdad de su existencia, pero de eso se trata: de no entender, de buscar y acariciar la perplejidad. Uno de los encargados de la recepción hace una entrevista telefónicos a una mujer alemana. El centro de la entrevista consiste en un test sobre el lujo. El lujo: marcas, marcas, marcas. Le pregunta por champán, por zapatos, bolsos, relojes, maquillaje (…), hasta que llega a un punto donde ella no puede contestar, donde su erudición marquítica se ha agotado. El entrevistador sonríe satisfecho, el luxury-test ha vuelto a funcionar, dice ufano: no puede trabajar aquí, el nivel de conocimientos es exigente, muy exigente. Como siempre, una cosa lleva a la otra y recuerdo a Kenko Yoshida, cuando dice que ante la perfección de un palacio no cabe otra cosa que romper algo para que haya una imperfección: una columna rota. Todo se hila y llega al principio: la perplejidad ante el comportamiento de los humanos y de sus obras. No puede dejar de crecer una vibrante misantropía: no me interesan lo carísimos hoteles donde semanalmente las sillas se renuevan de pan de oro y estolidez. El abrigo de la noche es el mayor consuelo, la alegría del que ha trabajo con justicia durante el día, lo demás es accesorio.

+ Se detuvo en aquel lugar, en aquella calle y contuvo la respiración, durante un instante. Estaba allí y podría estar en cualquier otro sitio. Esa inconsistencia urbana era remota e ilegible. Un lugar perfectamente intercambiable. Alcorcón, Móstoles, Getafe. No podría acertar, pero allí estaba su casa, su mujer y sus hijos. Ladrillos, verjas, bancos. Todo repetido hasta la nausea. Ya no era joven y no lo quería aceptar. Después de veintocho años nos vimos fugazmente en una estación de metro. Los fantasmas a veces pierden su condición transparente.


+ Imagen: reciente, el maniquí me llama con su agresiva pose. Un niño en posición de pelea, su traje, su calva perfecta, el recorte contra esa pared tan pictórica. La hora de comer se aproxima y el niño inmóvil reclama atención y pleitesía. Nadie le mira, nadie le escucha. Disparo y desaparezco, la foto es la constatación de la presencia.