sábado, 7 de marzo de 2015
Subrayados y notas [marginales]
+ Hay una lluvia intensa que enmascara la calle. Es un gris neutro, absoluto, opresivo. Los libros descansan en el estante y durante un momento la música se detiene. Oigo la lluvia caer, el ruido sordo de un lejano televisor, las notas sincopadas de una canción que no es posible adivinar. El café es un bebedizo aguado y su regusto ácido nos aleja de lo monótono de la tarde: la exactitud o la elegancia expositiva; se debe elegir. Llegan noticias de Brixton y se puede ver cómo el barrio londinense se transforma en un destino turístico: así la web de viajes de un diario de tirada nacional lo recomienda: visita Londres, visita Brixton. Llueve. Es de particular interés observar cómo se erosionan escenarios y territorios: se decolora su épica y su lírica se transforma en el ornamento de un parque temático: turístico, seguro, (de) moda. Finalmente, la visión es la visión del suplemento dominical: tiendas, atuendos, café y licores, o vino y tapas, hipsters y bicicletas, cup-cakes y mujeres verticales, hombres esquinados e insuficientes, a juego con el esplendor de los cafés y los locales de ropa ultra-actual. La red se extiende y es una manera de entender la vida, de la cual no estamos lejos [aunque a veces nos guste pensar que sí]. ¿Cabe preguntarse por lo auténtico: es ya una palabra sin referente?
+ Abro Las flores del mal y me encuentro con una fotografía que recorté años atrás. No puedo evitar la sonrisa: se trata de un coche de caballos tirado por cebras (!). El zoólogo Walter Rothschild (1868 -1937) se paseaba por Londres, cómo no, en un coche tirado por cebras. También tenía canguros en su jardín. Hace tiempo oí que Lord Byron, en su estancia en Roma poseía una jirafa, en otro momento me llegó la noticia de que Dalí paseaba por Nueva York con un oso hormiguero. No sé si es cierto, y no quiero averiguarlo. Estas notas paradójicas en el discurrir de la semana son subrayados de absurdo y alegría que despiertan a los niños salvajes que habitan en mi interior, atrincherados entre los libros, acampados junto a los tigres de juguete y las figuras de chinos con farolillo, hogueras que vigilan mi sueño. Me detengo y regreso a Las flores del mal, otra edad, pero en el mismo carril.
+ En la biblioteca cogí un libro al azar. Estaba anotado a lápiz: alguien se había tomado el trabajo de poner en su lugar al autor: jovencito es usted un indocumentado que no sabe de qué está hablando, pero yo se lo voy a explicar. Había veces que tenía razón, otras no, pero esa tarea inútil sólo puede producir melancolía. Dejé el libro y me quedé pensando en esas tareas inútiles, pensaba y allí estaban los rostros tristes y pesados como su tristeza, entre los periódicos y las revistas ilustradas: viejos prematuramente viejos. La solidaridad con el que sufre en el sordo silencio de la biblioteca es una obligación que va más allá del lujo y de la indignación. Eso pensaba cuando me fijé en él: había sido aquello que se denominaba un hijo de papá, ahora dormitaba: entre los mendigos que cargan el móvil en la gratuidad de la sala de lectura y los parados que se ilustran con diarios económicos, jubilados adormilados sobre ejemplares de Milton o Gironella, quién sabe. Allí estaba y era un rescoldo: su ropa, su peinado atildado, bolsas bajo los ojos, el rostro abotargado: una expresión hipnótica. Lo recuerdo: fue guapo, muy guapo; también recuerdo a su novia: una ninfa de cocaína y tabaco rubio, gloss y abrigos de pieles, nácar imposible y el aroma de la familia y desayuno en la cama un miércoles de mayo: el servicio con cofia y las arañas del salón descolgadas. No había llegado y sufría. Su belleza fue su condena. Se hizo tarde y continué mi camino.
+ "La belleza juega, vivaz, con las máscaras" Luis Antonio de Villena, en Hymnica.
+ Regresamos a esa Grecia creada por nosotros. Como un manual, un prontuario de esquemas y sensaciones, más que la instrucción exacta. Poemas e inscripciones, vasijas de cerámica negra, libros en la estantería. La antología Oxford de Browra descansa, y basta con recordar sus tapas azules, su aspecto de devocionario, las notas a lápiz de hace cincuenta o cincuenta y cinco años que alguien escribió: subrayados y observaciones transparentes. ¿Iré a Lancashire para devolver el libro a la biblioteca de la universidad, el libro que alguien nunca devolvió y yo terminé por comprar en una librería de lance? No hay proyecciones, ni núcleos, solo está el sueño, el descanso. Suena Led Zeppelin: así, en la espuma última del día.
+ Entender lo que nos rodea: sin recetas, pero con un muestrario [de colores]. Existen temporadas que se caracterizan por un caos maligno, ¿es el caos maligno per se? ¿qué es eso que un día te lleva a discutir con una bibliotecaria [aturdida, nerviosa y maleducada] y al día siguiente poco falta para entrar en una pelea [horrorosa] con unos forzudos anfetamínicos? Todos lo sabemos: no hay instrucciones de uso, sin embargo: se pueden atisbar unas líneas, unas líneas de fuerza, pero ¿dónde están ancladas? Pensaré en ello y no encontraré soluciones, el tiempo de espera traza un camino hacia el entendimiento.
+ Imagen: paisaje londinense: un bar, algún scone, nata y té rojo. Unos niños jugaban y sus padres eran tan jóvenes que se aproximaron al juego y entonaron una canción, que no comprendimos, pero nos hizo reír. Allí seguirán, como hadas miríficas de nuestro territorio sentimental.
