+ [Fuera de foco]. Entramos en la librería de lance. Rebusco y encuentro muchos libros que me interesan. Sin embargo, decido no adquirirlos. Tantos tengo, tantos por leer. Un acierto. Leer, vaya, es un vicio solamente superado por la loca pasión de comprar libros, que, probablemente, nunca se leerán. “El que lo probó lo sabe”. Así, con esta convicción, me adentro en la estantería de pensamiento, filosofía, ensayo y aledaños, con un orden más acumulativo que clasificatorio, un defecto que tal vez no sea tal y que proporciona hallazgos inesperados. La cala da como resultado un flamboyante ejemplar bilingüe (latín y castellano) en dos volúmenes de La guerra civil Julio César, en Alma mater (CSIC): tapas duras en tela verde con filete dorado. Tan solo 18 euros los dos tomos. Un regalo. No lo compro y creo que no me equivoco. Con todo, hay algo que me reconcome y termino por tomar La República de Platón. Se trata de llevar un solo libro a Sevilla y ese es el propósito de la compra. ¿Propósito o excusa? Lo abro y tiene el nombre de la anterior propietaria escrito a bolígrafo en la primera página, en la segunda otra vez su nombre, esta vez a lápiz. No puedo resistir el vértigo de la búsqueda. Las posibilidades de la red se resuelven en que la investigación arroja el resultado de que C.A.G., con la iniciales es suficiente, falleció el año pasado a la edad de cincuenta y cinco años. No sé que pensar. ¿Nada? Yo ya lo sabía, todos aquellos libros pertenecen a los muertos, como los que tengo yo en mis estanterías. Es una enseñanza que hay que tomarse con alegría porque, al final de la jornada, ni los libros ni los objetos nos pertenecen, pues no dejan de estar en una suerte préstamo. Ese círculo, de radio casi infinito, que implican las librerías de lance, los anticuarios, los mercados de pulgas […] Estaba claro: compraba el libro de Platón, pero el libro regresaría a ese disco eterno donde se funden todas las vanidades.
+ [Mini-break]. Hemos pasado tres o cuatro días en Sevilla. Ha sido un hermoso viaje. Con su programación bien ajustada, con un amplio margen para la improvisación. La música, la arquitectura, la pintura. El paisaje urbano, los bares y la charla, bendita charla. Hubo una pequeña cala, un descenso al pasado con la emergencia de un pesar que no se cura, pero que está apartado con inteligencia y estrategia [esa mirada puesta en el futuro, la anticipación a la tormenta permite una navegación más segura]. Se difuminó. La ciudad nos encandiló.. Una perla de felicidad que atenúa la problemática existencial. La ruptura de la rutina es una bendición porque esta rutina existe. Parece una tautología y no lo es. No leí casi nada, salvo las dos primeras páginas del libro del que hablé en el párrafo anterior y El País. Entendí cosas sobre el flamenco y recordé canciones de la adolescencia, entre Pata negra y Morente. Es la vida que se sedimenta con la sabiduría del tiempo recuperado [a la manera de Proust o no]. Poco más, por el momento; aunque tengo la impresión de que volveré sobre este paréntesis [si el encabezado del párrafo anterior, que también le da título a esta entrada, está en inglés porque me parece ajustado a este tiempo que me toca vivir, que nos toca vivir].
+ He vuelto a Daniel Darc, “C’est moi le printemps”
+ No tolero la expresión: “en mis tiempos”; aquellos tiempos y estos son el contexto, del que nadie se puede evadir. En fin, tampoco se puede ser tan quisquilloso [o sí].
+ Monito [nuestro siamés] me reconoce. Tras cinco días fuera, después de darle algunas golosinas, me reconoce y me adula. Toda una lección de vida.
+ Pesada, insistente, gris. Ha regresado la lluvia y noto un descenso en la energía. Es ese gris, un gris que hace palidecer el paisaje, la traza urbana, los rostros. La energía se diluye en un rítmico repiqueteo de gotas contra el pavimento, contra las fachadas, contra los cristales. Lejos queda la escapada [término preferible, mil veces, a mini-break, pero el último se adaptaba mejor a los días que C. y yo pasamos en Sevilla por ensalmo de la vida moderna, el mundo moderno]. Puedo pensar en esos días de Sevilla, pero no me sirve de consuelo. El pasado siempre es moldeable, aunque, a veces, como es el caso, hoy, falte la fuerza, el impulso necesario para recuperar la ebriedad y la erótica del momento pretérito, del instante feliz. Así, descanso. En el sopor. No me duele la cabeza, pero sí percibo una incierta pesadez que me paraliza. No me gusta. Trato de pensar en como la noche se adueñaba de Sevilla y regresabamos del concierto de Riqueni, Algún grito en el regreso al hotel, el hiriente rasgar de la sirena de una ambulancia, las verjas que bajan con estruendo. Nada más. Aletargado el recuerdo espera momentos mejores. La lluvia es pesada, insistente, gris. Es tarde y no tengo ganas de escribir, nunca tengo ganas de escribir [y, sin embargo, escribo].
+ Imagen: la presencia de la abstracción, constante y perceptible (casi siempre).
