
+ Persiste la lluvia. Hace viento. Leo, escucho música, me entretengo con pensamientos vagabundos (el sintagma pertenece, quizá, a una canción de “Radio Futura”). La música se desliza con asombrosa fluidez, es una suerte: la música en línea. Esto me lleva a pensar en aquellos que rechazan el presente y suspiran por un pasado que nunca existió. El equilibrio es necesario, pero la melancolía no me me parece algo precisamente positivo. El tiempo que tenemos es el que abarca desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte y todas la etapas que jalonan el camino son vida y, por lo tanto, nuestro tiempo. Hoy es mi hoy, porque no hay otra. NI pasado, ni futuro. Al mismo tiempo, cada vez con mayor frecuencia, desprecio esas máximas basadas en una suerte de pseudo estoicismo que apuntan a que se debe vivir el presente, que desembocan en horribles tatuajes con un carpe diem sin aliento, o con un error garrafal: carpe día. Todo apunta a la renovación, en lo diario. Qué es lo que sostiene esa ilusión. No lo sé. La lluvia parece contener una enseñanza: el que resiste gana (ese era el lema de Camilo José Cela, cuánto tiempo). Ni resisto, ni gano, porque ni lucho, ni juego.
+ Las indagaciones que he realizado, mientras llovía, en los asuntos históricos que me ocupan me conducen a dudar de toda posibilidad de precisar la relación entre los hechos y su narración. Hay un punto donde esta relación se romper y pasa de una suerte de ciencia a un relato personal, donde el peso del narrador es tan importante como lo narrado. Es un equilibrio, es una mezcla donde lo segundo no debe tener un peso superior a lo primero, ni siquiera la mitad o la cuarta parte de lo primero. ¿Un uno por ciento? No existe un grado cero en la escritura. No se puede dejar a un lado la ficción, el método novelístico recubre su carácter primordial. Finalmente, hay que fiarse del escritor y sus intuiciones, de lo que propone y de lo que niega. Los indicios. Las explicaciones con el paso de los años varían porque la historia es mucho más que el registro de los hechos, me digo y continúo. Su alcance traspasa el presente y se dirige hacia el futuro. [He leído varias explicaciones sobre el asesinato de Villamediana y ninguna me convence o el convencimiento que obtengo es parcial. Todas podrían ser válidas o ninguna lo es. No hay datos, simplemente y eso abre tantas posibilidades que todas las cierra. ¿Hasta dónde puedo trasladar esta idea? Lo sé. Ya no son horas. Debo retirarme. Mañana será domingo y seguiré con lo mismo].
+ Los cuerpos se diluyen en lo fotográfico, toda fotografía es pasado, constatación de la fragilidad, lo temporal y la ceniza donde la vida termina.
+ He apuntado el nombre de un escritor esta mañana, Ángel Vázquez. Nació en Tánger en 1929 y murió en Madrid en 1980. Entre las fechas ganó el Premio Planeta de casualidad [quien debería haberlo ganado había presentado su novela en otra editorial y estaba a punto de ver la luz]. Bien. Ángel Vázquez es un raro, se aparta de lo que se espera y, al mismo tiempo, su malditísimo recubre todo acercamiento a su obra y a su persona. O al contrario: el acercamiento a la obra está condicionada por la idea que se ha elaborado de su persona. Nos interesa particularmente la biografía y, eso espero, su unión con su obra [esperar es equiparable a que llegue la novela que ganó el premio antes citado]. Con todo, a penas escribió tres novelas y nueve o diez cuentos. Su vida es extraña. Extraños trabajos, extranjero en la ciudad donde nació, alcoholizado muere en un pensión de la calle Atocha a la que llamaba “la mansión de Dracula”. Marcado por una infancia complicada, con el veneno de la lectura en las venas, sin remisión entregado a la escritura: esa enfermedad moral cuya cura es la práctica misma. Una orden que proviene del interior, una diosa doméstica que nos obliga a rendirle pleitesía sin obtener nada a cambio o muy poco. En un recuadro de un periódico se puede leer en referencia al premio: “Ángel Vázquez terminó su novela en seis días antes de cerrarse el plazo. Escribe para distraerse, no está satisfecho con su obra y no tiene proyectos inmediatos.” Son las afirmaciones sobre el ganador del Premio Planeta que están pensadas para hacer apetecible la lectura, ya que se trata de un raro. “No tiene proyectos inmediatos”, reza la última frase, que habla para España y la crónica se fecha en Casablanca. En primer lugar, debo confesar que no sabía nada sobre él y que emergió en un búsqueda sobre la haquetía o jaquetía (ese dialecto del Norte de Marruecos propio de los judío sefardíes). El interés fue súbito e inexcusable. Hay algo que me conecta con la idea que me puedo hacer. Se eleva mientras busco imágenes de Tánger, de sus calles, de la librería donde trabajó Ángel Vázquez, pienso en los humildes y deslavazados trabajos que le dieron un poco de cobijo y encuentro cierta simetría con la figura de Pessoa. Ahora, que es miércoles, espero que llegue el libro que he comprado por menos de tres euros y así vuelvo a esa plegaría que elevo en las librerías de lance, tan caras a internet. Así, espero. Ay, los raros.
+ Y como decía aquella pintada: “Raras somos todas.”
+ Me interesan los obreros [ahora: operarios ]del arte. Los humildes flamencos que fuimos a ver en Sevilla, el libro de Ángel Vázquez que acabo de pedir, fotos que encuentro y no tienen firma. Yo también contribuyo a este conjunto porque, al menos, tenemos una propiedad en común. El trabajo por el trabajo con ningún otro reconocimiento, salvo el trabajo en sí y, en el mejor de los casos, alguna retribución, mayor o menor, pero deficiente.
+ Visiones de personas en una sala de espera: sus gestos, la atención que ponen a sus teléfonos, la disposición propia de las sillas, la funcionalidad sobre toda circunstancia. Ahí reside lo fotográfico, lo que hoy entiendo y quiero entender como fotográfico.
+ Imagen: la maquinaria y su resultado; si lo examinamos en detalle, hasta llegar a su desautomatización, también resulta raros; aquí habitan los raros, aunque ellos no lo sepan. El pequeño detalle arquitectónico, aislado, responde a ese proceso que rompe lo dado.